Del dinero y lo aristocrático
Por Miquel Escudero Diéguez
Suenan los primeros acordes de la sonata para piano número 20 de Schubert. Segundo movimiento. Andantino. El Tiempo se para. Comienza el invierno y nos adentramos en la turca Cappadocia. El sueño acaba de empezar. La atmosfera se torna pesada, casi insostenible. La última película de Nuri Bilge Ceylan, Winter sleep, Palma de Oro en el último Festival de Cannes, se proyecta de nuevo en la pantalla de cine sin lona de mi memoria. Aydin, potentado local interpretado por Haluk Bilginer, sale del Hotel Othello, cavado y asentado en la profundidad de la magia de una roca, consecuencia de lluvias y vientos provocados por los miles de años de azar de una naturaleza que no busco comprender. Aydin y Hidayet, su asistente, suben al coche y emprenden la carretera. ¡Arghhhhh! ¡Tú-ven-aquí! Un niño sale corriendo. Hidayet lo agarra de la oreja. ¿Qué sucede? Aydin les ve avanzar a través del cristal roto de su vehículo. Se han salido de la carretera. Han estado a punto de perder la vida. La piedra de la rabia de un niño. Un grito que se alza tras la cortina de un silencio. Los dos hombres adultos conducen la impotencia milenaria del niño hasta su padre, Ismail, que resulta ser arrendatario de una de las incontables propiedades de Aydin en la región. Hace meses que no pagan y dos empleados de Aydin se personaron unos días antes en la casa para propinar una sucia paliza a Ismail. Aydin dice no estar al corriente. ¿Qué sucede?
En un estruendo cuyos ecos durarán aún varios siglos, irrumpe el excelente Gérard Depardieu, suscitando pasiones y rechazo a partes iguales. Welcome to New York, dirigida por Abel Ferrara y presentada durante (que no en) el último Festival de Cannes, en una polémica en la que no entraremos por falta de espacio. No por falta de ganas. Ni mucho menos. Imagino que tú, que ahora lees unas líneas que escribí en tu pasado aunque nacieran en mi presente, ya sabes que este relato está basado en la denuncia por agresión sexual que interpuso una empleada del servicio de limpieza de un hotel neoyorquino a Dominique Strauss-Kahn, antiguo director del FMI. Un intertítulo reza así al principio del relato: “Esta película está inspirada en un caso judicial, cuyas fases públicas han sido filmadas, retransmitidas y comentadas por los medios de comunicación del mundo entero. Sin embargo, los personajes de la película y las secuencias que conciernen su vida privada nacen de la ficción. Nadie pudiendo pretender representar la complejidad y la verdad vital de los actores y testigos del suceso, sobre la que cada cual conservará su propia mirada”. Su propia mirada. He aquí la clave. Todos oímos la narración de los acontecimientos en los medios de comunicación pero nadie sabe qué sucedió realmente. Ferrara toma partido como cineasta y encuadra una acción, cuyo eje central no es otro que el retrato del personaje. Monsieur Devereaux. DSK no es más que la representación de un arquetipo. Del mismo modo en que el Saturno de Goya devoraba a sus hijos, Deveraux consume todo lo que se encuentra a su alrededor de forma compulsiva, en un gesto de bulimia eterna. La mirada de Ferrara está marcada por la inmediatez de una carnalidad abrumadora. Devereaux es un vampiro cuya sed de satisfacción no se colmará jamás. Lo irónico del asunto es que, por momentos, podríamos acabar creyendo que nos encontramos ante un documental sobre Depardieu. Ya no es el cuerpo orondo, frágil y desnudo, de DSK. Tampoco es el de Devereaux. Es el de Gérard.
“¿Por qué debería comportarme como un hombre normal cuando no lo soy?”. En una de las múltiples conversaciones que mantiene Devereaux con su mujer, Simone/Anne Sinclair/Jacqueline Bisset, ésta le reprocha haber invertido su vida y su dinero para conseguir la presidencia de Francia para él y su familia. A Gérard eso no le importa lo más mínimo. Tengo la fuerte impresión que hay un alto grado de improvisación en los diálogos de esas conversaciones maritales.
Por otro lado, en las conversaciones que mantiene Aydin con su mujer, Nihal (fascinante interpretación de Melisa Sözen), esta sensación de inmediatez adquiere un tono de fina neblina. Sólo gestos, sólo miradas y duras palabras. Si bien no podemos descartar que haya en esos diálogos también un lugar para la improvisación, los reproches que se lanzan se han venido repitiendo al pie de cada siglo, desde el principio de los tiempos. Nihal increpa a Aydin. Del mismo modo que el Abel Sánchez de Unamuno, tallado a partir del arquetipo del bíblico Abel, Aydin ahoga a su entorno con una bondad excesiva. Instalado por encima del bien y del mal, sobre un pedestal, Aydin observa sin tomar partido. ¿Qué sucede? Se ha visto arrojado a la herencia de una vida de terrateniente que no se correspondería con su carácter. Sin embargo, ahí está. Ejerciendo su poder. En su defensa, Aydin se pregunta si “idealizar un hombre, convertirle en un dios, para luego recriminarle no ser ese Dios, ¿eso no es injusto?”.
Monsieur Devereaux se eleva entre los hombres mientras sube unas escaleras mecánicas, del mismo modo en que el Harry Lime de Welles en El tercer hombre subía a la noria del Prater, para rezar un monólogo en el que llegará a decir “J’ai trouvé mon Dieu… Toi”. La introspección de Devereaux termina con un ambiguo lamento: “Pas de rédemption pour moi”. Aquí se cruza con Aydin. La naturaleza de ambos es distinta aunque guarda un punto en común. Devereaux se sirve de todo lo que le corresponde a su instinto, como un vampiro maldito por una enfermedad genética, mientras que Aydin persigue una bondad absoluta inexistente, inalcanzable mientras persista en perseguirla. Ambos se encuentran en la misma encrucijada. Ambos caen en desgracia. Lo grotesco del bufón, el Ícaro caído, el pejesapo eructando vacía satisfacción. Las dos películas entran en diálogo en cuanto se quema el dinero, en el fin de los tiempos. Todos están desnudos e iguales, la supervivencia dejaría de ser un fichero amarillento en el archivo de contabilidad de una moribunda multinacional.
Saliendo de ver esas películas en Cannes (vimos las dos el mismo día), mi amigo Sergi y yo estuvimos hablando durante horas sobre lo que acabábamos de ver. Él dijo algo que nunca olvidaré: “Esas conversaciones siempre serán las mismas. Y eso es el cine”.
Una piedra que cae y muere, engullida por el centro del océano. Silencio.