Arruinada, ruin y burlada: “LA VIDA ES SUEÑO” (y II), de Calderón de la Barca
Parece indefectible relacionar los apuntes políticos propuestos por Calderón de la Barca en La vida es sueño con la doctrina del padre Juan de Mariana (1536-1624), cuya obra tenía gran predicamento entre sus compañeros jesuitas, la familia escolar de Calderón en el Colegio Imperial de Madrid, institución donde había cursado el dramaturgo su formación básica.
Mariana antepuso la moral –cristiana, por supuesto– y la ley positiva –inspirada en la anterior– a la voluntad del monarca, que en este sentido no se diferenciaba de ninguno de sus súbditos. También elevó la prudencia –en su sentido de acción mesurada y con fines prácticos– a la cima de las virtudes del gobernante; criticó la excesiva acumulación de riquezas por parte del soberano, cuya hacienda no debía oprimir a las fuerzas productivas del país (todo un rasgo de modernidad en la España de los siglos XVI y XVII, donde no eran los más apreciados quienes vivían del trabajo de sus manos); y justificó la violencia cuando el soberano violara de modo consciente las normas anteriores, validando incluso el recurso al tiranicidio (en ello coincidió con Thomas Hobbes, un filósofo británico cuya visión materialista se situaba en las antípodas de la inspiración cristiana del jesuita). Con tal exposición, Mariana corría a contracorriente de la tendencia histórica de su tiempo, época de cocción de las monarquías absolutas continentales que tendían a concentrar en la figura del rey y sus tentáculos, el aparato cortesano, toda la miríada de poderes que durante la Edad Media habían compartido la corona y la nobleza (Inglaterra era otra historia, aunque también intentaron ese giro despótico algunos de sus monarcas, como el ejecutado Carlos I). Sin embargo, el jesuita superó el antiguo marco político medieval con la aplicación de un igualitarismo legal de base cristiana, que salvaba los abismos discriminatorios de la época feudal en el plano de los derechos individuales.
Tal como preconizó Mariana, la dignidad del cristiano –que también es un don divino, como la propia fe– se anteponía a cualquier mandato del soberano. Calderón siguió esta tesis tras poner en boca de Clotaldo, el guardián de Segismundo, la pregunta acerca de si “La lealtad del rey, ¿no es antes/Que la vida y que el honor?”, y lo hace a través del príncipe Segismundo, quien por cierto habla en contra de los intereses de su propia casta: “En lo que no es justa ley/No ha de obedecer al rey (…)”. Muchos años después, el autor refrescó este dilema en boca de otro de sus personajes, Pedro Crespo, alcalde de Zalamea, que podría contestar a la fidelidad perruna de Clotaldo con su más que célebre adagio: “Al rey la hacienda y la vida se ha de dar,/pero el honor es patrimonio del alma,/y el alma sólo es de Dios.”
Víctima de sus miedos, el rey Basilio de La vida es sueño se comporta como un tirano al violentar los derechos de su hijo, Segismundo, y de su pueblo privado de heredero. Fíjense que el príncipe no solo es lesionado en su alcurnia –que también, pues el trono le corresponde por derecho de sangre– sino principalmente en su dignidad humana, ya que ha sido obligado a vivir peor que un animal, negándosele la instrucción que eleva a las personas por encima de esa “conciencia natural” –la expresión es de Hegel– que no capta más allá de los apetitos y las sensaciones. Por eso se siente el príncipe capaz de reprocharle a su padre: “Y pedirte cuentas puedo/Del tiempo que me has quitado/Libertad, vida y honor;/Y así, agradéceme a mí/que yo no cobre de ti,/Pues tú eres mi deudor.”
Precisamente tras leer cómo se lamenta Segismundo por el agravio comparativo al que está sometido (“¿No nacieron los demás?/Pues si los demás nacieron/¿Qué privilegios tuvieron/Que yo no gocé jamás?”), piensa uno que esta queja se aviene con un canto a la igualdad social o al menos con cierta protoconcepción de la misma, una vez más de raigambre teológica: todos estamos aherrojados al pecado y por ello somos todos iguales, el pequeño y el grande, porque no hay mejores ni peores de origen –es decir, limpios de mancha original– se nazca en la cuna donde se haya nacido.
Del anterior pasaje, como también del sesudo discurso que da entrada al principesco personaje, surge asimismo otra duda: ¿de qué modo puede tener conciencia el príncipe de la discriminación sufrida, si toda su vida ha permanecido en la inopia del encadenamiento y parece absurdo que sus carceleros le hayan instruido en las materias que puedan llevarlo a tal reflexión? Mucha sabiduría para tanto ostracismo. Son licencias del arte, admitámosla como tal, porque cuesta imaginarse a un Kaspar Hauser tan avezado en la oratoria. El potencialmente ignorante Segismundo da lecciones de estadista al afirmar que “La fortuna no se vence/Con injusticia y venganza,/Porque antes se incita más;/Y así, quien puede vencer aguarda/A su fortuna, a de ser/Con cordura y con templanza”, en el más puro estilo republicano de los Discorsi de Maquiavelo, para quien la Fortuna sonreía a la postre al virtuoso, nunca al zafio ni al criminal.
El rey polaco, que ha pisoteado todas las normas de la moral, merece el final indigno que su propio pueblo le administra, sublevado, cuando la masa tiene noticia de la existencia de Segismundo y su reclusión (”Pues todo fácil de parar se mira,/Mas que de un vulgo la soberbia ira.”). Ahora bien, quizá Calderón se sintió cohibido como para destinar a su Basilio el peor de los fines, la muerte, en una España que padecía las torpezas de Felipe IV y la codicia de sus validos, no fueran a pedirle cuentas por un texto que pudiera ser interpretado como proclama de rebelión. Para cubrir las espaldas del autor está la atenuante de miedo incontrolable del rey Basilio –su credulidad en el fatídico oráculo– y el perdón de su hijo y por fin heredero. También, cómo no, la ejecución de ese soldado cuya rebeldía ha propiciado la victoria de Segismundo, porque “el traidor que no es menester siendo la traición pasada”. ¿O acaso creía el pueblo que con el cambio de rey llegaba la hora de su manumisión? (credulidad y opresión siempre van de la mano, en todas sus variantes).
Tiene la obra mucho que ver con su época. Calderón no fue un racionalista avant la lettre porque confiaba ciegamente en la Providencia divina (también lo hacía Descartes, racionalista avant la lettre, pero lo dejaba para más adelante…). Sin embargo, el dramaturgo confía en que la educación y el uso de la razón –el bon sens del filósofo francés– son la única esperanza en la tormenta de las pasiones. Aquí chocarían de nuevo el racionalista –y católico– Descartes y el católico –y racional– Calderón, porque el primero propondría una respuesta epicúrea a la disyuntiva de vencer o no la tentación cayendo en ella –permítasenos la licencia el fantasma de Oscar Wilde– y el segundo negaría la mayor haciendo votos de pureza, reflejo de una España decadente en su misma idiosincrasia de conquistadora, que creía en su probidad y alcurnia como merecimientos de cualquier justicia poética, tanto en el campo de gules como en el campo de batalla.
A esa España languideciente cabe dedicar la reflexión de Segismundo sobre la volatilidad de nuestra existencia: “Y la experiencia me enseña/Que el hombre que vive sueña/Lo que es hasta despertar (…)./¿Qué es la vida? Un frenesí:/¿Qué es la vida? Un ilusión,/Una sombra, una ficción,/Y el mayor bien es pequeño;/Que toda la vida es sueño,/Y los sueños, sueños son.” La tragicomedia de un país envanecido de su poder, lujos y gloria, que despertó arruinada, ruin y burlada. La misma a la que un gran coetáneo de Calderón, Francisco de Quevedo, dedicó los patéticos versos del soneto que Enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte (ya se sabe: Miré los muros de la patria mía…).