Volver al fin del mundo

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Por Miquel Escudero Diéguez

En el horizonte, sólo la posibilidad de volver. ¿Dónde? No lo sé con certeza.

Hace cinco años que asisto con una regularidad casi religiosa al Festival de Cannes y es la primera vez que vuelvo a casa con un sabor de boca tan amargo. ¿Qué me sucede? Sólo alcanzo interpelarme pero no atisbo a alcanzar una respuesta que me satisfaga. Rabia, frustración, decepción, indignación… Casi todas las películas me han interesado y he podido vibrar con algunas imágenes que me han hecho recordar porque asisto cada año a Cannes con tanto entusiasmo. Vuelvo a leer los textos de algunas revistas y webs especializadas (nunca el sufijo –izado/a hizo tanto daño) en cine. Todas ellas han llevado a cabo una cobertura exhaustiva del festival, juste comme il faut. El horror es mayúsculo. La indignación, indescriptible. ¿Cómo se podían menospreciar con tanta frescura y tanta suficiencia las obras que acabábamos de ver? Un puñetazo en la boca del estómago. Furia. Consternación. ¿Quiénes son esos seres que se permiten ejercer de oráculos paganos para explicar al mundo qué es el cine y cómo debería ser? ¿Con qué derecho se atreven a decir que tal director intentó imitar a tal otro y fracasó en el intento? No habíamos salido de la sala y los comentarios ya circulaban en el twitter y el facebook de esos energúmenos e impostores que se hacen llamar críticos, como si de un salvoconducto se tratara, un argumento para adoctrinar e imponer convenciones ridículas y estúpidas sobre cómo es el mundo y cómo debería ser. Me gustaría pensar que tú, que lees estas líneas horas y días después de que yo las escriba, comprendes mi sentir. Si algo caracteriza el cine es esa maravillosa complejidad, esa insinuación de lo absoluto acompañada por la imposibilidad de asirlo, la ambigüedad de una imagen que no alcanzamos a comprender y que, acaso, sólo podamos intuir.

Se me llenan los ojos de lágrimas al recordar todos los instantes de gloria y satisfacción vividos en Cannes: las conversaciones mientras abandonamos la sala, la euforia de entrever un momento mágico en pantalla que nos deje sin aliento, la nostalgia de lo vivido tras los títulos de crédito… He aquí la cuestión de lo inenarrable. Una vez que las imágenes son enviadas a la pantalla, las sombras permanecen en la mirada del espectador porque sólo ahí pueden tener sentido. Pretender lo contrario es, simplemente, una impostura. Mi decepción es enorme cuando leo las etiquetas, basadas en una simplificación siempre deleznable, para otorgar un bien o un mal a las imágenes que acabamos de ver, con la ligereza del mediocre que ni siquiera se sospecha como tal. Me parece fantástico que los espectadores que van a disfrutar de una película digan que una película es buena o mala: no pretenden aleccionar a nadie, sólo expresan su opinión. Mientras que los profesionales de la crítica cinematográfica insistan en mantener un sistema en el que se trabaja a base de calificaciones y de la atribución de estrellitas a las películas como si no hubiera un mañana, este ejercicio no tiene sentido. Hacer pasar un escolasticismo raído en el que no se hace más que tomar el nombre de Bazin, Baudelaire y el sursum corda entero en vano por crítica es, sencillamente, ridículo. Del mismo modo, el inagotable uso de etiquetas anacrónicas y caducas como cine de autor o estética trash (en referencia a la injustamente menospreciada “Only God Forgives”de Nicolas Winding Refn), que no significan absolutamente nada.

Los ecos del Groucho más burlón resuenan en mi interior. Jamás aceptaría formar parte de un club que me aceptara como miembro. Yo no soy crítico de cine. Jamás me he considerado como tal. Si no tengo nada relevante que decir, prefiero callarme. Más vale callar y parecer tonto que hablar y despejar todas las dudas al respecto. Sigue Groucho. Gracias maestro. Sólo soy un narrador. Si no puedo maravillarme ante lo que veo, no soy nada. Para mí, narrar implica (de)formar una realidad que sólo alcanzaremos a vislumbrar tras los visillos de una ventana cerrada. Nunca seremos capaces de relatar lo absoluto: no sabemos si es, y aún cuando fuera, sería inenarrable. ¿Quién podría pretender que el océano no desborde los límites del estanque? Escribo desde la juventud efímera de alguien que, un día, será viejo. Un hombre cuyas palabras acabarán cubiertas por el tiempo amarillo del que hablaba el maravilloso Miguel Hernández. Lo que hoy tiene importancia y, por eso, escribo pasará a formar parte del manto de la ceniza universal que cubre el mundo. Todo lo que ha sido y ya no es.

¿Cómo podría permitirme escribir y juzgar una obra sin tiempo para reflexionar? Me niego a bajar la cabeza ante la dictadura de lo novedoso, a opinar sobre todo y a toda costa. La crítica sólo tendría sentido para mí, en definitiva, como narración complementaria. Un conjunto de interrogantes. El poder de la pregunta sin respuesta. La capacidad de maravillarse ante lo que no comprendemos.

Ahora bien, ¿cuál es la razón de ser de semejante despropósito? El dinero sólo es papel pintado, y ni siquiera es bonito. Los ecos del Octave, interpretado por el maravilloso Jean Renoir, en La règle du jeu vuelven a mis oídos: “Le plus terrible du monde c’est que chacun a ses raisons”.

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