«Los vicios no son crímenes», de Lysander Spooner

Por Ignacio G. Barbero.

portadaTodo los seres humanos deseamos alcanzar cierto bienestar en la vida, una felicidad más o menos estable; y compartimos la idea de que cumplir ese anhelo implica buscar y encontrar lo que nos satisface y evitar lo que nos hiere. La natural tendencia de nuestro albedrío a elegir lo que consideramos mejor para nosotros y huir de lo que entendemos como perjudicial no es, sin embargo, infalible. Damos, sin cesar, pasos en falso que nos lastiman y, en ocasiones, lastiman a los demás. Esto forma parte del común devenir de nuestras vidas. Lo más importante es rescatar esa libertad moral que ponemos en uso al recorrer nuestro camino y que, ante todo, es (y ha de ser) autónoma e inalienable.

Así lo considera Lysander Spooner -pensador norteamericano del siglo XIX- en su ensayo “Los vicios no son crímenes”. El título ya anuncia las claves teóricas de su desarrollo, que es impulsado por dos definiciones claras y distintas: “Vicios son los actos mediante los cuales el hombre se daña a sí mismo o a su propiedad. Crímenes son los actos mediante los que el hombre daña a la persona o a la propiedad de otro”. Los vicios son, como podemos leer, los fallos que comete un hombre en libre búsqueda de su felicidad. Errores que redundan, exclusivamente, en su propio perjuicio, porque ningún acto de persona alguna puede ser un perjuicio para otra a menos que, en algún sentido, obstruya e interfiera con la seguridad y bienestar del otro o con el disfrute de lo que es legítimamente suyo (su propiedad). En ese caso, nos enfrentaríamos a un crimen.

Las leyes penalizan los crímenes -eso tenemos asumido-, pero las instituciones del Estado y las personas que las conforman se arrogan también el derecho, por costumbre, de censurar y criminalizar determinados actos que consideran faltos de moral -a los que denominan con desprecio «vicios»-, es decir: consideran punible la práctica plena de nuestra autonomía moral. Como bien expone Spooner, hay que desobedecer, pues ningún hombre tiene obligación alguna de creer en la palabra de otro ni tiene obligación de someterse a una autoridad ajena en un asunto tan vital para sí como su felicidad, respecto al cual nadie más tiene, ni puede tener, mandato o derecho a intervención. En consecuencia, el único objeto de castigar legalmente los vicios es el de privar a todo hombre de su natural derecho a la libertad y a la búsqueda de su propia felicidad bajo la guía de su propio juicio y haciendo uso de su propiedad. Por otro lado, el fin del castigo de los crímenes es el mismo, a saber: garantizar, para todos y cada uno de los hombres y mujeres por igual, la mayor libertad posible para buscar su propia felicidad bajo la guía de su propio juicio y haciendo uso de su propiedad. Así lo explica el autor estadounidense:

Ahora, nadie, sino un tonto o un impostor, puede pretender que él, como individuo, tenga el derecho de castigar a otros hombres por sus vicios. Pero todo hombre tiene el derecho natural, como individuo, a castigar a otros hombres por sus crímenes, pues todo hombre tiene el derecho natural, no solo de defender su propia persona y propiedad de cualquier agresor, sino también de ir en ayuda y defensa de cualquier otro congénere cuya persona o propiedad esté siendo invadida. El derecho natural de cada individuo a defender su propia persona y propiedad contra un agresor y de ir en ayuda y defensa de cualquiera cuya persona o propiedad sea invadida, es un derecho sin el cual los hombres no podrían existir sobre la tierra. Y el gobierno no tiene derecho a la existencia, salvo en la medida de que encarna, y está limitado por, este derecho natural de los individuos.

Y los crímenes se castigan, pero los ricos no entran en la cárcel y los pobres no salen de ella. Popular adagio que describe con precisión la última parte de este intenso ensayo. En ella aborda el autor la cuestión de la criminalidad de las clases bajas y su supuesta relación con un vicio concreto: el alcoholismo. Se daba por hecho en su tiempo (y en el nuestro) que el pobre es culpable directo de su situación y de los delitos que comete; no hay justificación posible ni atenuante aplicable para sus acciones. Spooner da una vuelta de tuerca al argumento y establece el origen de estas prácticas en la extrema miseria a la que es condenada buena parte de la población, la cual acaba por darse, sometida y humillada, al consumo abundante de alcohol; la desesperada pobreza de las clases bajas destruye su coraje y autoestima, sujeta a sus miembros a tan constantes insultos, prejuicios y discriminaciones, a tan incesantes y amargas miserias de todo tipo y, finalmente, las conduce a tal desazón, que el corto respiro que la bebida y otros vicios les brinda es, por un tiempo, un alivio. ¿Y dónde radica el primer motor de esta situación miserable? En el gobierno, que administra los bienes y promulga leyes que benefician a los ricos y perjudican a los pobres. Los verdaderos criminales no son los hombres y mujeres que van a prisión, sino los políticos, los jueces y los hombres a su servicio que justifican y ejecutan su envío allí.

Solo las personas que tienen poca capacidad o poca disposición para iluminar, estimular y ayudar a la humanidad, están poseídas por esta violenta pasión para gobernar, controlar y castigar. Si en lugar de otorgar su apoyo, consentimiento y sanción a todas esas leyes con las que el hombre débil es primero saqueado, oprimido, descorazonado y, por último, castigado como criminal, dedicaran su atención al deber de defender los derechos del débil, de mejorar sus condiciones y, en consecuencia, hacerlo más fuerte, e hicieran posible que se sostuviera por sí mismo, resistiendo así a las tentaciones que lo rodean no habría- opino gran necesidad de hablar de leyes y prisiones, ya sea para vendedores de ron o bebedores de ron, o incluso para cualquier otra clase de criminales comunes.

No solo la fuerza de la ley jurídica cae con violencia sobre la dignidad de los desfavorecidos, también lo hace la represiva ley moral, pues la prédica de abstinencia desde las capas altas del poder es moneda común. Esto es: en lugar de aliviar sus sufrimientos o mejorar sus condiciones, se busca condenarlos al ostracismo, proclamando la suciedad de su delito y la maldad de su moral. Una condena doble que no promueve ninguna posible emancipación, únicamente la vejación de su dignidad y la reproducción de la injusticia estructural de la que son víctimas.

Por esto es tan importante leer «Los vicios no son crímenes»; porque nos muestra la necesidad de una plena libertad moral y la dolorosa imposibilidad de su realización para la gran mayoría de la población. Por esto duele tanto, porque muchos estamos condenados a la miseria y, además, no se respeta ni se defiende nuestro derecho al ingenio: nuestro derecho a inquirir, a investigar, a razonar, a experimentar, a juzgar y averiguar por nosotros mismos qué es, para nosotros, virtud, y qué es, para nosotros, vicio; a saber: qué en general conduce a nuestra felicidad y qué, en conjunto, tiende a nuestro infelicidad, qué prácticas, en resumen, consideramos necesario llevar a cabo para alcanzar un estable bienestar. Si este gran derecho no se mantiene libre y accesible para todos, si las autoridades estatales lo vulneran y anulan al tratarlo como un crimen, entonces todo el derecho del hombre, en tanto que ser humano que razona, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad, le está siendo vetado.

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«Los vicios no son crímenes. Una vindicación de la libertad moral»
Lysander Spooner
Piedra Papel Libros, 2014
68 pp., 4 €

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