«¡No os durmáis!»: «LA VIDA ES SUEÑO» (I), de Calderón de la Barca
Por Ignacio González Orozco.
“¡Ay, mísero de mí, y ay, infelice!” Más de uno de los lectores habrá recurrido alguna vez con burlesca grandilocuencia a dolerse de sus males, más o menos graves, más o menos reales, con el célebre lamento que da inicio a la intervención del príncipe Segismundo en La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681).
La vida es sueño se estrenó en 1635. El autor empleó en ella distintos metros, según las normas de situación: silvas pareadas, décimas, romance, quintillas, redondillas y octavas reales. Estructurada en tres actos, correspondientes a la presentación, el nudo y el desenlace, la historia salta por encima de la tríada de unidades aristotélicas de acción, lugar y tiempo. Y hay combinación de pasajes trágicos –de hecho, el conjunto de la obra tiene esa orientación– y jocosos, con la figura del cómico (Crispín) que zahiere con sus observaciones satíricas la pretendida sensatez de los personajes serios. En suma, Calderón se mostró de esta manera como seguidor esmerado del faro teatral de su tiempo, Lope de Vega (fallecido ese mismo año), y del modelo dramático establecido por este en su Arte nuevo de hacer comedias. Sin embargo, Calderón careció de la facilidad versificadora y el lenguaje vivaz del Monstruo de la Naturaleza. Eso sí, su texto es hondo, conceptualmente denso, diríase que quevedesco por sus consideraciones sobre lo efímero de la existencia y el absurdo final de la injusticia con que unos hombres se imponen a otros en la futilidad de esta vida material que habrá de acabar en el vertedero del olvido, cuando no en los dudosos laureles del oprobio por el recuerdo del mal infligido.
Muy conocido es el argumento de la obra que nos ocupa. Segismundo, príncipe de Polonia, lleva los veinte años de su vida encerrado en una torre solitaria porque el rey Basilio, su padre, teme a la profecía que identificaba al hijo con un cruel tirano. Preso de remordimientos, el monarca consiente en dar una oportunidad a su vástago, que es llevado a palacio narcotizado. Allí despierta y actúa como un déspota feroz, por lo que se le devuelve a la torre, donde lo atormentará la creencia de que lo vivido solo ha sido un sueño; será entonces cuando recapacite y se dé cuenta del mal cometido. Una revuelta popular lo libera a continuación, y su mansa actitud ante Basilio convence a este de su error. Y como acompañamiento a la historia principal, la peripecia de la inteligente Rosaura en busca del reconocimiento de su noble condición, finalmente obtenido gracias a la ayuda prestada a Segismundo.
Sabemos que Calderón cuidó personalmente y de modo exigente de la escenografía de sus obras, contribuyendo con su esmero al desarrollo de los decorados y, también, de los artificios que podríamos considerar como efectos especiales de la época. Pero no solo hizo esto con la intención de mejorar la ambientación de sus piezas, sino para acentuar el efecto visual de los elementos simbólicos que integraba en ellas. En La vida es sueño, la torre umbría donde pena sus desconocidas culpas el príncipe polaco adquiere una significación especial, cruel y agobiante, y evoca la caverna de Platón, en tanto que sima de la ignorancia. El Segismundo lastimero del inicio de La vida es sueño no es otro que el humano preso de la falsa conciencia del mundo sensorial, a la que se ve abocado por el pecado original; un ser dotado para barruntar la farsa en donde se halla aherrojado, pero incapaz de hallar justificación al interdicto que pende sobre su especie (ese “delito mayor/Del hombre” que es “haber nacido”). Sometido, por tanto, a un absurdo que escapa a las leyes de la razón y mortifica el alma como el hierro de la cadena escara la piel de las muñecas.
La condena de Segismundo también sirve a Calderón para ejemplificar de modo partidista uno de los conflictos teológicos más encarnizados de su tiempo, el que enfrentaba a los creyentes en la predestinación, defendida por los seguidores del reformador Juan Calvino (Jean Cauvin, 1509-1564), contra la Iglesia católica y su doctrina del libre albedrío.
Según Calvino, la salvación estaba justificada por los méritos de Cristo, que se sacrificó por el género humano; así pues, constituía un acto de soberbia considerar que las buenas obras podían abrir las puertas del cielo. Para el reformador, la Gracia, ese don consistente en la íntima connivencia entre el alma y Dios, era un regalo que el Creador libremente dispensaba, ajeno a cualquier propósito humano. Desde esta perspectiva, la salvación dependía del estricto criterio de Dios, previo a la existencia de los individuos finitos y ajeno a cualquier mérito de estos. Frente a esta tesis, la Iglesia sostenía el valor de las buenas obras en el acceso a la vida eterna, tanto de las caritativas (el socorro al prójimo) como de las piadosas (el cumplimiento de las obligaciones del feligrés para con la institución eclesiástica); se trataba, a la postre, de una forma lógica de pensar que los malos actos condenados por la moral confinaban a sus actores entre las llamas del infierno, aunque, por supuesto, la propia fe ofreciera salidas de emergencia dignas para los peores pecadores, caso del arrepentimiento (tema de otra de las obras emblemáticas del teatro religioso español del Siglo de Oro: El condenado por desconfiado, de Tirso de Molina).
Calderón, autor ortodoxo, fiel a los principios de la Iglesia en tanto que sacerdote y, como tal, enemigo de la Reforma, defendió en La vida es sueño la doctrina del libre albedrío; esto es, la capacidad del ser humano para tomar autónomamente sus decisiones y edificar así, con la ayuda de la Gracia, el edificio de su salvación individual. Y no satisfecho del todo con ello, vino a tachar de superstición la doctrina de la predestinación, al diluirla –difamándola de hecho– bajo el ropaje de una profecía que, como todo cuanto excediera la sobrenaturalidad reglada por el dogma católico, bien podía ser obra del demonio. Por eso puso en boca de un compungido Basilio que “(…) el hado más esquivo,/La inclinación más violenta,/El planeta más impío,/Solo el albedrío inclinan,/No fuerzan el albedrío.” Una posición a la postre afirmativa en cuanto a las capacidades intelectuales del sujeto, que disolvía su barroco claroscuro de esperanzas y temores soteriológicos en una vía de optimismo relacionada lejanamente –y de seguro, también casualmente– con la razón autónoma de la filosofía cartesiana. A este respecto puede decirse que el oscurantismo inquisitorial conoció en el calvinismo esa vuelta de tuerca de inhumanidad extrapolable al ejemplo del sabio muerto de hambre que un día vio a otro individuo recoger las cáscaras que él tiraba al suelo (recuérdense las célebres redondillas: “Cuentan de un sabio que un día / tan pobre y mísero estaba…”, también presentes en La vida es sueño). Siempre puede haber algo peor.
Decíamos que la vida adquiere un valor intrínseco si se admite la doctrina del libre albedrío… O eso parecía, si pecamos de confiados; o de soberbios, tan pagados de nuestra humana condición, porque resulta absurdo concebir una existencia valiosa cuando todo se fía al resultado postmortem, donde se dice que aguarda la vida verdadera. ¿No muestran una experiencia sin sentido estos versos: “Y la experiencia me enseña/Que el hombre que vive sueña/Lo que es hasta despertar” (…) Y este aplauso, que recibe/Prestado, en el viento escribe;/Y en cenizas le convierte/La muerte (¡desdicha fuerte!).” (…) “¿Qué es la vida? Un frenesí:/¿Qué es la vida? Un ilusión,/Una sombra, una ficción,/Y el mayor bien es pequeño;/Que toda la vida es sueño,/Y los sueños, sueños son.”? Un vacío que solo pueden llenar los sueños, aunque sea con la sutil materia de los espejismos. Porque el sueño es en esta obra la alegoría de la esperanza; de un proyecto vertido hacia la dimensión de lo terreno, pero no sustentado en las glorias mundanas (“tan parecidas/A los sueños son las glorias,/Que las verdaderas son/Tenidas por mentirosas/Y las fingidas por ciertas?/¡Tan poco hay de unas a otras,/Que hay cuestión sobre saber/Si lo que se ve y se goza/Es mentira o es verdad!”) sino en la aspiración a un proceder digno, que justifique una honra, ese bien tan apreciado en la época: ”Obrar bien es lo que importa./Si fuere verdad, por serlo;/Si no, por ganar amigos/Para cuando despertemos.” Por lo menos, la amistad es una buena recompensa terrenal, más aun que las gratas esperanzas frustradas de tantos cuentos de la lechera, sobre todo para un hombre pío como Calderón que muy en cuenta debía tener una de las más sobrecogedoras parábolas de Jesús, la de las diez vírgenes, aquella en la que se nos advierte: “¡No os durmáis!”.