Yo no soy nadie: “El que encuentra empieza a perder”
Por Óscar Mora. @osar_mora_
En “La casa de Asterión”, el cuento de Borges que nos introduce al minotauro en primera persona, tenemos la oportunidad de entrar y salir de un laberinto con la tranquilidad de que no nos extraviaremos, porque vamos de la mano del único que conoce todos los caminos que lo configuran. En otra parte de sus obras, el escritor argentino dijo que le asombra la idea de laberinto, por ser una casa diseñada para perderse en ella y no para vivir en su interior, y la resolución de otro de sus cuentos es la de que tanto un libro como un laberinto son la misma cosa. No andaba lejos de acertar, porque una buena novela no ha de ser un camino diáfano que nos lleve de principio a fin de una historia, sino un laberinto donde cada esquina doblada nos deje en la boca la duda de qué habría pasado si hubiésemos girado hacia el otro lado. Entramos de la mano de un narrador, y nos dejamos llevar con la promesa de que el camino será divertido y la falsa ilusión de que podremos escoger la ruta.
Pero, ¿qué hacemos cuando el autor ha diseñado el libro específicamente para que nos perdamos en él? Quizá conozcan el famoso Codex Seraphinianus, de Luigi Serafini. En sus poco más de 360 páginas hay contenida una enciclopedia irreal, escrita en un idioma no conocido y fuertemente influenciada en sus ilustraciones por el surrealismo. Sea una broma muy elaborada, o un volumen-enigma que pueda ser descifrado, la fascinación aumenta al pasar página a página, y se llega al final del mismo con el asombro intacto que se tiene ante lo incomprensible, pero sucumbiendo ante la belleza. Esta concepción de crear un libro para que el lector no pueda salir de él es la que late en la base del Ulysses (si no lo han leído, no se preocupen: les doy tres meses para que lo hagan y regresen aquí; el artículo seguirá colgado, y seguramente ustedes no habrán terminado el libro). El propio Joyce dijo “He puesto tantos enigmas y acertijos que la novela mantendrá ocupados a los profesores durante siglos, discutiendo acerca de lo que quise decir. Esa es la única forma de asegurarse la inmortalidad”. Inmortal o no, uno de los atractivos de esa novela-monstruo es precisamente su estructura laberíntica donde cada párrafo se dispara en múltiples direcciones, y a partir de la página 20 todas las referencias se van plegando sobre sí mismas al mismo tiempo que tratan de abrirse a la historia entera de la literatura. Un lío difícil, vaya.
Pero un laberinto, bien visto, tan sólo es una manera distinta de organizar el mundo, de plantear el camino sinuoso no ya como el más corto, sino como el único posible de unir dos puntos. Y ante la imposibilidad de resolver el enigma y solucionar el problema que plantea, sólo queda la alternativa de la destrucción, la biblioteca de “El nombre de la rosa” envuelta en llamas, en la que Guillermo de Baskerville trata de rescatar, antes que su vida, un puñado de libros, sin saber que al hacerlo está perpetuando a su pesar la idea de que encontrar algo no es un acto completamente gozoso, que encontrar algo es empezar a perderlo, y que salir de un laberinto a campo abierto puede producir más pavor que caminar entre sus paredes.