Cuando el amor no redime: “EL PROFESOR UNRAT”, de Heinrich Mann
Por Ignacio González Orozco.
Heinrich Mann (1871-1950) fue el hermano mayor del célebre novelista y ensayista alemán Thomas Mann (1875-1955). Parece triste empezar así la reseña sobre un autor, pero resulta evidente que Heinrich no ganó el premio Nobel de Literatura –Thomas lo hizo en 1929– ni goza su producción literaria de la fama atesorada por la obra del hermano. ¿Que si el renombre final establece diferencias reales entre la calidad de una y otra? Piense cada cual lo que quiera, pero Heinrich, por encima o por debajo de Thomas, fue sin duda un gran escritor.
Otra de las circunstancias que contribuyen a menguar el reconocimiento de nuestro autor estriba en que su obra principal, El profesor Unrat (1905), adquiriera una fama infinitamente mayor como filme que en su formato novelístico original: ¿qué aficionado al cine no recuerda el gesto lascivo de Marlene Dietrich en El Ángel Azul, cinta de Josef von Sternberg estrenada en 1930?
Entremos en materia. Los alumnos del atrabiliario profesor Raat han tergiversado su nombre en el apodo Unrat (en alemán, basura, porquería). Este personaje de aspecto enclenque, un tanto siniestro y a la par desastrado, no pasa de ser un instructor mediocre –entiende la ejemplaridad como excusa para la represión– y erudito fantoche, superficial, obsesionado en la confección de una sola pero pretendidamente magistral obra sobre las partículas en los poemas homéricos. Sostiene Unrat que “no hay más verdad que la amistad y la literatura”, pero tan elevados pensamientos no le impiden ser un malvado.
Empecinado en la disciplina, ciego ante la realidad de la adolescencia y su implícita tendencia mental hacia todo lo disolvente, Unrat aplica un régimen sin vocación instructiva, más bien penal. La persecución del profesor contra sus alumnos díscolos carece de motivación redentora, solo busca la damnación a través del dolor. Por supuesto, el perseguidor se cree víctima de la maldad ajena, pretendida causa de su mal humor crónico, y tiene “la mirada de un tirano con mala conciencia que trata de distinguir puñales entre los pliegues de los bolsillos ajenos”. Son las veleidades de “su sino, que no era otro que odiar al género humano”. Un pésimo individuo, acogido como tantos otros de su calaña y por falta de méritos propios a la más despiadada interpretación de la norma cívica y moral. Pero Unrat, a pesar de mostrarse tan rígido con sus inferiores, “al mismo tiempo era profundamente descreído y tenía la manga muy ancha para consigo mismo”. Qué majo.
Tres alumnos se le muestran especialmente levantiscos, y él les responde con un odio especial: Von Ertzum (un aristócrata bruto), Kieselack (el más humilde, un pillo muy sagaz) y Lohman (burgués, inteligente y poeta). El primero está enamorado de la cantante Rosa Frölich, estrella de un cabaré de baja estofa: El Ángel Azul, tugurio mugriento donde “Las notas agudas se empapaban de sollozos, las graves se sorbían los mocos”. Según Von Ertzum, Rosa posee “eso” que no tienen las demás mujeres y que en verdad no es propio de ella, sino don otorgado por el enamoradizo muchacho. Por su parte, Lohman ama a otra mujer mayor, la esposa de su tutor, y se desahoga con la cabaretera; en ella proyecta un instinto de macho dominador, muy cínico y privado de lirismo, pero esa entereza de adulto encapsulada en el cuerpo de un adolescente ha hecho mella en el interés de Rosa, que a su vez manipula a Von Ertzum. De todos modos, ni uno ni otro han conseguido favores carnales, aunque sí Kieselack, el pillo despreocupado. Unrat desconoce esta circunstancia y detesta de modo especial a Lohman, porque teme a su arrogante inteligencia, y convierte esa animadversión en “un asunto de dignidad propia”.
Unrat sigue a los muchachos hasta El ángel azul, donde cae en las redes de Rosa. En un principio, la mujer le despierta un sentimiento de compasión profesoral (toda una catarsis, si tenemos en cuenta sus antecedentes profesionales); él quiere instruirla, sacarla del mundo zafio en el que se mueve, cautivado por su belleza de ese modo que ha dado en llamarse platónico. Una voluntad de ayuda que nunca había experimentado antes. Así pues, el cascarrabias se convierte en tutor oficioso de la artista.
Bajo su coraza de frivolidad, “la artista Frölich” –curiosa la fórmula con que Mann la denomina de modo reiterado, seguramente para dotarla de la distinción con que Unrat quiere ornarla– esconde la triste realidad de una mujer bella pero ramplona y pobre, que vive de las dádivas de los hombres, sobre quienes no tiene más ascendiente que su innegable atractivo físico.
Cuando conquista los favores carnales de Rosa (o mejor dicho: cuando Rosa decide pagarle así sus atenciones), Unrat se transfigura, como borracho, olvidándose del régimen estricto con que ha maltraído a sus alumnos: “tenía algo de hombre descarriado, de vencedor depravado, de beodo torpe”. Sin embargo, sigue pensando que su labor es justiciera; que con su triunfo erótico ha castigado debidamente a los tres alumnos perversos. Y a base de extravagantes atenciones, en las que la cabaretera no deja de ver –o cree ver– el atractivo de la distinción y el señorío intelectuales, Unrat llega a despertar admiración y cariño en Rosa, que se siente capaz de perseverar en la relación: “Hasta entonces nadie se la había tomado en serio, de ahí que tampoco ella se tomara en serio a sí misma. Estaba agradecida al hombre que le había enseñado a hacerlo. Sentía que, por su parte, debía procurar tener en alta estima a quien le había asignado tan elevada posición. E hizo más: se esforzó por amarlo.”
Entre tanto, Unrat también está cambiando de principios, como demuestra su alegato ante el director del instituto: “El hombre forjado en la cultura humanística puede prescindir tranquilamente de las supersticiones morales de las clases inferiores, (…) lo que llamamos moralidad y buenas costumbres está en la mayoría de los casos estrechamente vinculado a la estupidez. (…) puede haber otros ambientes regidos por leyes morales radicalmente distintas a las de los burgueses, esos filisteos vulgares y corrientes”. ¿Conlleva esta transformación una moraleja de resabios nietzscheanos?: gracias a la moral, los débiles se ahorran sufrimientos anímicos mediante la prohibición universal de cuanto no pueden conquistar por sí solos (en este caso, el sexo), pero cuando alguno de ellos accede a la esfera del placer, desdeña ese mismo precepto como un lastre para la vida.
Contrariamente a lo que suele ocurrir en muchas historias, el amor no salva a Unrat; bien al contrario, acentúa su vertiente más perversa, pues el profesor se sirve de Rosa para arruinar a sus imaginarios enemigos, incluso tolerando –con gran dolor– las artes adúlteras de ella, imprescindibles para mantener el modo de vida dilapidador en que cae la pareja, una vez que Unrat es expulsado del instituto por los malos ejemplos de su nueva vida. Y en la cima del triunfo, cuando parece haberse convertido en un calavera satisfecho, lo arremeten los celos: “Unrat pensaba que todo había acabado. Toda su obra su obra de destrucción y castigo había sido en vano, toda vez que Lohmann estaba en compañía de la artista Fröhlich. (…) Debía condenarla a muerte, y con ello condenarse a sí mismo.” Pero el conato de tragedia se torna bufo y ambos –Unrat y Fröhlich– acaban encarcelados como vulgares delincuentes, con el amor de ella evidenciándose a pesar de la desgracia.
En suma, El profesor Unrat ofrece una magnífica descripción, plena de matizaciones y detalles, de la evolución psicológica de un misántropo desquiciado que a la postre es capaz de albergar amor… pero también de ser amado, lo que más difícil parecía.