Memoria arada
Joan Hernández Pijuan. Diez años.
Galería Rafael Pérez Hernando.
C/ Orellana, 18. Madrid.
Hasta el 1 de abril.
No es casual que la galería Rafael Pérez Hernando se haya presentado en ARCO la semana pasada con la obra de dos artistas como Joan Hernández Pijuan y Giorgio Griffa. Ambos representan, con alguna excepción, el espíritu de esta galería madrileña, que suele exponer obra de pintores y escultores poco dados a los aspavientos, de obra serena y que requiere una visión pausada. Ahora conmemoran los diez años de la muerte de Hernández Pijuan (Barcelona, 1931-2005), artista con cuyos dibujos inauguraron la sede actual de la galería en el año 2004.
Son esos mismos dibujos los que conforman, en su mayor parte, la exposición actual, además de unos pocos lienzos de gran formato. La iconografía de Pijuan es una reducción radical del paisaje rural. Revisitando sus obras en las páginas de un catálogo, quizá sorprenda leerle decir en una entrevista que, al trabajar, trataba de ser lo más preciso posible. Sus medios son tan mínimos como el catálogo de sus motivos: la tierra parcelada, los caminos, la casa, el campo arado. En la mayoría de las ocasiones, el fondo es tan importante como el dibujo. Cuando trabajaba sobre lienzo, Pijuan lo untaba con una gruesa capa de óleo y, mientras éste seguía húmedo, creaba el dibujo raspando sobre la superficie con una espátula. En el caso del papel o el cartón, el fondo lo pintaba con gouache y daba forma al dibujo con grafito, eliminando y sumando materia a la vez. En sus obras, fondo y dibujo están en un mismo plano plástico.
Son paisajes de interior dibujados y pintados por un hombre “de tierra adentro”, como lo define Rafael Pérez Hernando en un emocionado diario de viaje en que relata unos días de verano que pasó con Pijuan en su casa de campo de Lérida. El paisaje circundante se convirtió en el motivo obsesivo del pintor desde la década de los 80 hasta su muerte. La pintura y el dibujo eran, uno intuye, su manera de pensar el paisaje. A través de los marcos que con frecuencia trazaba en torno a sus dibujos, las imágenes se vuelven símbolos. Un marco es una afirmación, el equivalente pictórico a cuando uno subraya unas palabras en un texto. El marco, como el subrayado, es resaltar algo que ya está dicho, algo que ya ha quedado documentado y que sin embargo se teme que se pierda en medio de una indescifrable sopa de letras. En los cuadros de Pijuan, el marco nos ayuda a fijar la mirada, a que las sumarias líneas que conforman caminos, árboles o campos arados no se diluyan en el espacio infinito del lienzo o el papel. Quizá consciente de la manera distraída con que suelen mirarse las obras de arte, estos marcos parecen una invitación a la concentración.
Hernández Pijuan enmarca como el que subraya de verdad, como quien, en el acto de la lectura o la escritura, ha quedado deslumbrado por una revelación inesperada y dibuja una raya sin importarle si está recta o no, si en el ímpetu del trazo ha tachado sin querer otras palabras con el lápiz. Así son las líneas de los dibujos de Pijuan. Son –da la impresión– obras resueltas de una sola tacada en un momento de lucidez. Es tentador decir que la mano ha trazado estas líneas en un estado de trance, sin mediación de la consciencia. Lo cierto es que en esos momentos de aparente ceguera el cerebro sigue trabajando, acaso más que nunca, a una velocidad tal que sólo cabe darle respuesta mediante un acto físico: dibujar, escribir, tocar las teclas de un piano. Detrás del laureado chispazo del artista hay un trabajo intelectual y una educación de la mirada continuos. Con o sin herramientas, un buen artista nunca deja de trabajar.
“¡Qué fantástico es el sentimiento del paisaje!”, decía Hernández Pijuan. “¡Qué extraordinario resulta encontrarse inmerso en él por los cuatro costados!”. Ese paisaje, motivo obsesivo de su arte durante los últimos veinte años de su vida, era el de la Segarra, en la provincia de Lérida. Sus temporadas veraniegas allí debían de proporcionarle alimento visual para el resto del año. No imagino su observación menos minuciosa que la de un Monet. A diferencia de éste, sin embargo, Pijuan no quería recortar un fragmento del paisaje para, a través de él, estudiar el comportamiento de la luz. Pijuan quería atrapar hectáreas enteras en un solo lienzo u hoja de papel, para lo cual era necesario buscar su esencia primitiva. Despojado de todo detalle superfluo, los campos arados de Hernández Pijuan se reducen a una sucesión indefinida de rayas, diagonales unas, imperfectamente verticales u horizontales otras, las huellas del trazo del lápiz siempre visibles, encuentros precisos entre la mano y el cerebro.
En el bello catálogo de aquella exposición de 2004, Rafael Pérez Hernando se refiere al paisaje de la Segarra como un “mar de surcos”, citando a Delibes. Con obstinación, Joan Hernández Pijuan se esforzó por fijar aquel paisaje. Dibujo tras dibujo, cuadro tras cuadro, reproducía los mismos motivos, parecidos pero nunca iguales, tratando de concentrar años de observación en una única imagen. Tarea, por supuesto, imposible. La obsesión por encontrar esa imagen definitiva y la certeza del fracaso son la gran paradoja del arte. En sus mejores obras, un artista podrá creer momentáneamente que ha concluido su búsqueda, como imagino que le sucedería a Hernández Pijuan al terminar El marco acota la curva del camino, cuadro monumental que recibe al espectador incauto que accede a la planta baja de la galería con la imponente solemnidad de una verdad incontestable. El lienzo, de más de dos metros de ancho, está embadurnado de una gruesa capa de óleo negro, sobre la que han sido excavadas unas líneas que revelan el blanco del lienzo. Uno compara inmediatamente el surco trazado por la espátula con el arado de la tierra.
Toda obra de arte es una metáfora, una concentración radical de significado. En sus dibujos y sus cuadros, Hernández Pijuan no plasmaba lo que veía sino lo que llevaba viendo durante años. Sus obras no son paisajes concretos, son depositarios de la memoria. Partiendo de su ilusionismo congénito, el gran arte aspira, más allá de los medios empleados, a llegar a una verdad que pueda compartir con el espectador. En ese sentido, la naturaleza mínima de Joan Hernández Pijuan es tan verdadera como un profuso paisaje de Constable.