José Guerrero. The Presence of Black. 1950-1966
Por Zulima Solano
Casa de las Alhajas. Fundación Montemadrid.
29 enero-26 abril
Negro, pero no sólo negro. Otros colores son sus parejas de baile en la obra de José Guerrero (Granada, 1914 – Barcelona, 1991), quien parece querer presentarnos su realidad interior a través de la pintura. La muestra, subtitulada The Presence of Black, es un recorrido que discurre paralelo al camino vital del propio artista, que hizo de Nueva York su puerto de amarre.
Dejaba atrás una infancia y juventud españolas, y una primera edad adulta que tuvo como escenario una Europa desgastada y desubicada, que trataba de encontrar el modo de reconstruirse. Y él mismo también buscaba su propio lugar en el mundo del arte, un modo propio de ser. Quería ser, según sus propias palabras, primero hombre, y en segundo lugar, artista, y artista sin fronteras. Este binomio de personalidad y trabajo creativo estructura cada una de sus obras, a pesar de la aparente contradicción que parece separar ambas dimensiones.
Se nos ofrecen en la madrileña Casa de las Alhajas (el mismo lugar de la exhibición antológica del autor en 1980) los lienzos, dibujos y murales experimentales que José Guerrero configuró en torno a su etapa americana, así como documentación diversa referente a su actividad expositiva (recortes de prensa, fotografías, folletos y catálogos). Y como todo gran final tiene un principio, el último espacio se reserva para un viaje retrospectivo, en el que lienzos y grabados nos cuentan cómo empezó todo. Pero, ¿qué es una obra sin su autor? La respuesta se incluye en un vídeo documental realizado por el Centro José Guerrero, en el que se nos narran las motivaciones que llevaron al artista a encaminar sus pasos a Estados Unidos, y por qué el arte que encontró allí fue determinante para su vida.
El sueño americano de José Guerrero quedó definido por el expresionismo abstracto de Pollock y Rothko, que le deslumbró y le hizo cambiar el rumbo de su pincel, encontrando así un modo de expresión adecuado para lo que guardaba en su interior, y que por fin podía comunicar. A partir de un biomorfismo inicial, sus cuadros fueron perdiendo toda reminiscencia figurativa, para centrarse en la fuerza de los colores y las formas.
Y es entonces cuando el negro toma el protagonismo, y se convierte en omnipresencia en el arte de Guerrero. Combinado con otros tonos, como ocres, burdeos, azules, amarillos, o rojos, pero siempre negro. A pesar de que lo acompañan colores intensos, incluso cálidos y alegres, el negro inunda la pintura de cierta sensación de angustia, tristeza y desesperanza. Estos sentimientos se ven reforzados por la definición de las pinceladas compulsivas, en las que se descarga toda la intensidad emocional. Melancólica nostalgia que empapa hasta los títulos, como Blues and Black (1958), haciendo partícipes a las palabras de su estado de ánimo. Es como si, tras la aparente alegría y equilibrio de la tonalidad complementaria, latiesen un descontento y una inquietud solapadas, como de hecho ocurría en la vida personal del artista.
Y es que, de alguna manera, el arte se adelanta a la vida en los lienzos de José Guerrero, en los que podemos leer su biografía desde la perspectiva del narrador omnisciente que conoce el final de la historia. De este modo, Guerrero se convierte, quizá sin saberlo, en escritor y protagonista al mismo tiempo, casi bifurcando su personalidad.
A partir de 1958 sufrió una profunda crisis, que le llevó a someterse a un tratamiento de psicoanálisis que duró cuatro años. Tras este periodo de introspección, la memoria de su patria comenzó a resurgir, no sólo en los títulos de sus obras (Albaicín, 1962), sino también en otros elementos. Un ejemplo de ello es su Homenaje a Kline (Calvario), (1964), en el que tres cruces aluden a la Crucifixión, y con ello a la tradición de la Semana Santa de su Andalucía natal. Emplea el lenguaje pictórico aprendido y experimentado en Estados Unidos para rescatar una imagen de infancia y juventud, al tiempo que expresa la admiración que profesaba hacia uno de sus maestros.
Esta necesidad de retorno se aprecia también en su decisión de viajar a España en 1965. Durante esta vuelta a las raíces, la intensa conexión con su tierra y su cultura quedó perfectamente reflejada en obras como La brecha de Víznar (1966), fruto de su fascinación lorquiana. En este lienzo Guerrero se identifica totalmente con el poeta, haciendo de la muerte de éste un espejo de su propia angustia vital: la caída asfixiante entre las grietas de un barranco negro, sin luz ni referencias, que lleva a una muerte dolorosa y sin esperanza. El tono blanco grisáceo del cielo, plomizo y denso, acentúa la sensación de presión y agobio.
Sin embargo, no podemos suponer que este deseo de retomar el contacto con lo español sea una repentina luz en la vida de Guerrero, ya que, de hecho, España siempre estuvo presente en su obra. Desde el negro, color español por excelencia, hasta las formas y colores que remiten a su tierra natal, especialmente en aquellas que nos remiten al arco de medio punto, elemento fundamental en la arquitectura histórica granadina. Es posible, de hecho, que este desarraigo asome en lienzos como Tierra roja (1955) en los que el pintor quisiera materializar el deseo de regreso a la propia tierra, al menos en el plano metafórico, en un conflicto interno finalmente resuelto.
Por lo tanto, cuando José Guerrero marchó al otro lado del Atlántico, no sólo se empapó del expresionismo abstracto, sino que empleó sus palabras y gestos, condensadas en pinceladas rápidas y enérgicas, para expresar los recuerdos y sueños españoles que llevaba dentro, trascendiendo sus fronteras peninsulares y transformándolos en algo universal.