Novela

¿Es esto un relato?

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

Me gustaría iniciar mi cuento diciendo que adoro la ciudad de Barcelona, la vibración de sus calles, las aglomeraciones, el aire contaminado, símbolo de una decadencia escondida tras los signos de una modernidad en perpetua renovación. Me gustaría empezar mi cuento con una imagen, la de mi ciudad, una ciudad en blanco y negro, una ciudad sin color y allí, en la avenida principal, estoy yo. Así me gustaría describirme, recorriendo los pasillos de la galería de arte contemporáneo, mientras discuto sobre el sentido del arte abstracto, del arte donde el sinsentido de la forma impide cualquier interpretación. Hablo de libros, de autores sobrevalorados como Böll – ¿quién lee hoy Las memorias de un payaso?- de músicos desterrados como Mahler, de genios del cine, de Bergman, en cuyas películas resuena el pesimismo kirkegaardiano, el pesimismo de ese filósofo cuyas páginas cito, mientras escucho la Rhapsody in blue. Así quisiera que empezaran las páginas de mi relato, paseando a altas horas de la madrugada por esta ciudad sin color, mientras confieso que me enamoré de mi profesor, de aquel hombre brillante de quien pronto me convertí en amante y que, sin embargo, no dudó en suspenderme. No estaba a su altura, pronto me dejó y yo, ¿qué decir más de mí, qué decir más de este yo que no me pertenece? Esta historia no es mía, apago el televisor y sobre mi mesa no hay ninguna máquina de escribir, sino un ordenador portátil. Con el recuerdo de las palabras de Renzi, así debe iniciar mi relato, con el recuerdo de un Renzi en pleno fervor discursivo, acalorado ante la incomprensión de sus atentos interlocutores: “no veo qué sentido puede tener escribir un relato sobre Asja Lacis”. Escribir sobre Asja Lacis, sobre la amante de Walter Benjamin, sobre la mujer que sedujo a Bertrol Brech, para Renzi no tenía ningún sentido, contundentemente lo afirmaba mientras levantaba su vaso, ya vacío, pidiendo una nueva copa. Siempre se discute mejor con una copa llena, la hidratación es esencial para todo acto dialéctico, solía decirme ese profesor, de quien nunca fui amante. Asja Lacis no podía ser la protagonista de ningún relato, su extraño acento ruso cada vez que hablaba alemán no bastaba para hacer de ella una interesante protagonista, “¿qué se puede decir de ella?”, nos preguntaba Renzi. Yo callaba, Jorge contestaba, él veía en esa mujer la posibilidad de un buen relato, sí, Asja era la protagonista ideal de ese cuento que nunca llegaría escribir. Yo los escuchaba discutir, sobre qué podía escribir yo, quién sería la protagonista de mi relato. Nunca fui una escritora prolífica, siempre me costó el arte de la inventiva, salía a la calle, paseaba, iba en autobús, escuchaba conversaciones, anécdotas, robaba vidas ajenas que, sin embargo, luego no sabía reescribir. Siempre me costó convertir esas vidas, esos discursos en páginas de un cuento que siempre empezaba, pero nunca concluía. Siempre fui una escritora con muy poca inventiva, ¿escritora? Todavía dudo si se puede llamar escritor a alguien incapaz de concluir todo escrito. ¿Escritora? Puede que simple escribiente, ladrona inconsciente de vidas que nunca acaba de revertir en el papel.

Recuerdo la frase de Renzi, recuerdo cada una de sus palabras, “no veo qué sentido puede tener escribir un relato sobre Asja Lacis”. ¿Por qué no escribir sobre ella? En silencio, escuchaba hablar a Renzi, sostenía que El pez plátano era el último gran cuento de la historia de la literatura, un relato sobre un día de playa, donde nada acontece; “las palabras se entrelazan como un seguirse de planos cinematográficos”, afirmaba, “Salinger escribe como si estuviera realizando un travelling lateral. Un prodigio”. El primero de esos nueve cuentos, publicados en 1953, era el último gran relato, “no hay nada de más”, ni siquiera Hemingway había alcanzado la perfecta sobriedad de Salinger, “incluso en los relatos de Hemingway hay elementos de más, pero no, esto no sucede con Salinger”. Jorge, haciendo honor a su nombre, le recordó a Borges: “no te olvides del cuentista por excelencia del siglo XX”, pero Renzi seguía aferrado a Salinger, a ese relato sobre la nada; “Borges necesita de las matemáticas, de la filosofía, de la teología….”, rebatía, “pero a Salinger, las palabras, tan sólo las palabras, le bastan para escribir sobre la nada”.

aula

En silencio, me preguntaba que significaba escribir sobre la nada; recordaba mis años universitarios, aquellas clases donde la voz del profesor retumbaba a través del micrófono, “déjelo, no lo utilice”, hubiera querido decirle, pero sin el micrófono los del fondo no hubieran escuchado. Me veía, años atrás, sentada siempre en las primeras filas, escuchando al profesor hablar sobre la nada mallarmeriana; “el soneto en ix es el soneto de la ausencia”, decía mientras nos mostraba los vacíos dejados por Mallarmé en su Coup de dés. “¿Qué significan, para ustedes, estos vacío?” nos preguntaba, pero yo por entonces era tan silenciosa como ahora. Pensaba en esos vacíos, yo no sería nunca capaz de escribir sobre la nada, mis vacíos serían solamente el resultado del no saber qué escribir. “Yo no tengo ideas”, me hubiera gustado decirle al profesor, “yo quiero escribir esos vacíos, llenar mis poemas de guiones, como lo hacía Emily Dickinson, pero no tengo ideas”. Pensé en leer a Hegel, si la lectura de sus páginas había influenciado al poeta francés, pensé que esas mismas frases podrían tener algún efecto sobre los versos, que todavía no había logrado escribir. Mi incomprensión fue completa, ¿cómo plasmar la disolución del ser en el pensamiento, qué implica el concepto de Absoluto? pronto abandoné la lectura y todavía hoy, sin haber ojeado otras vez esas páginas, no he hallado a nadie que haya leído a Hegel. “Quién lo va a leer, si es incomprensible. Vive y déjate de tanta filosofía”, me dijo alguien un día, “la poesía nace de la vida, no de los libros”. Traté de seguir sus consejos, pero pronto me di cuenta de que vivir y leer eran, para mí, sinónimos. No volví a leer a Hegel, descubrí a Walt Whitman, “un cosmos, el hijo de Manhattan, turbulento, carnal, sensual, comiendo, bebiendo, procreando….” “¿Se puede saber en qué piensas?”, me preguntó de repente Renzi; el relato de Salinger había dejado de ser el tema de conversación; “¿No crees que Los siete locos es una versión de Crimen y Castigo?”. Jorge parecía no compartir la teoría de Renzi, era una afirmación demasiado atrevida, él pensaba que antes de poder decir algo así había que saber si Roberto Arlt había leído al novelista ruso. “El polen de ideas”, dijo Renzi, “así se conforma la historia literaria, a través del polen de ideas”; Jorge seguía sin convencerse, para él, Renzi tenía unas teorías completamente estrambóticas, aunque, en verdad, esa teoría acerca del no le pertenecía, se la había robado a Faulkner. Renzi, para mí, era la clara evidencia de la imposibilidad de decir nada nuevo, él me recordaba que siempre escribiría después de otros, que en mis textos serían más numerosas las voces ajenas, la mía apenas se escucharía. Así eran sus discursos, sus teorías eran el resultado de la mezcla de muchas otras, de citas mal dichas, de poesías olvidadas que recitaba de memoria; el habla de Renzi era babélica, pero en esa confusión surgía algo nuevo, una novedad que, sin embargo, yo era incapaz de crear.

Los siete locos es una nueva versión de la novela de Dostoievski, pero sin castigo”, dije convencida; Renzi sonrió, bebió el último trago y, mirando a Jorge, “aquí tienes a alguien que piensa”, dijo, su voz denotaba el orgullo que todo maestro tiene por su discípulo, aunque él nunca hubiera sido mi maestro. Lo había conocido en la biblioteca, yo estaba de becaria y él venía a coger libros cada tarde, nunca faltó. Nunca entendí porque tenía el carnet de la universidad, si jamás había sido alumno; “yo nunca he pisado un aula” decía orgulloso, “todo lo que sé lo aprendí por mi cuenta”. Me contó que vivía solo en un altillo, altillo que siempre imaginé lleno de libros, desordenado y con una fantástica vista sobre la ciudad. Renzi se convirtió para mí en la refiguración de Montaigne que, encerrado en su torre, inventó el ensayo. Renzi, desde lo alto de su altillo, aprendió a hablar siempre a través de los otros. Montaigne se buscaba a sí mismo, Renzi se perdió entre voces ajenas. “Déjate de tanto estudio”, me solía decir en épocas de exámenes; escondida tras el mostrador leía una y otra vez los apuntes tomados en clase, intentando reconstruir un discurso perdido ya en el olvido; “constrúyete tu propio discurso” me repetía Renzi, mientras dejaba en el mostrador el libro que iba a llevarse y otro que debía leerme yo. “Deja los apuntes y lee lo que han dicho los que realmente saben” y, así, libro tras libro, mi trabajo en la biblioteca se convirtió en un juego de escondite: escondida tras el mostrador, leía todos aquellos libros que Renzi me dejaba, los leía compulsivamente, así ocupaba mis tardes de becaria, así transcurrieron mis años en la universidad. “Eres poco habladora”, me dijo Renzi una de las tantas tardes transcurridas en la biblioteca, “no tengo tiempo para hablar”, le contesté y seguí leyendo.

Vuelvo a recordar la frase de Renzi, “no veo qué sentido puede tener escribir un relato sobre Asja Lacis”; ésta es la frase con la que debe iniciar mi relato, el relato sobre la mujer que enamoró a Benjamin y sedujo a Brecht. Es el relato de una seducción, de una actriz rusa que actúa en alemán, de una actriz rusa que seduce al gran dramaturgo del siglo XX. “Fue ese acento ruso, lo que me fascinó”, decía Brecht, “ese acento ruso en cada una de las palabras en alemán que pronunciaba fue lo que despertó mi atención”; así relataba el dramaturgo la primera vez que vio a Asja Lacis en el escenario: “fue algo único, diferente, algo ‘estraniant’”. El acento de Asja no sólo enamoró al joven autor, sino que fue el origen de la teoría del “estranenie” que convirtió a Brecht en el gran revolucionario del teatro moderno; en el acento ruso de Asja se halla el origen del teatro moderno, así como el inicio de un amor frustrado, un amor irrealizable, cuyo único obstáculo tenía el nombre de Walter Benjamin.

biblioteca sorbonneNo importa lo que haya dicho Renzi, Asja Lacis puede convertirse en la protagonista de ese relato que Jorge nunca escribió. Jorge siempre hablaba de escribir, de sus proyectos, de esas novelas que siempre tenía a medio hacer, pero que nunca concluía. Se autodefinía como escritor, pero nunca publicó nada; nunca nadie, ni yo ni Renzi, leímos ni una sóla de sus páginas. “Tus novelas son novelas en el tiempo”, le solía decir Renzi, “seres-en-el-tiempo”, así los denominaría Heidegger, proyectos siempre en realización. Jorge no soportaba las burlas de Renzi, lo irritaban, puesto que sabía que todas ellas ocultaban era verdad; decía que el hecho de no haber nunca publicado era el resultado de la decadencia del mundo editorial, incapaz de apreciar la buena literatura; “buscan vender”, decía en su defensa, “y huyen de los buenos escritores”. Siempre me pareció que Jorge era un excelente enmascarador de la realidad, siempre encontraba razones, aparentemente válidas, para excusar su inexistente producción literaria. Yo tampoco había publicado, algún artículo en revistas de poca difusión, pero nada más; mis carpetas estaban llenas de proyectos empezados, algunos contaban con apenas pocas frases; proyectos empezados que pronto abandonaba por falta de ideas, proyectos en el mundo que parecían no tener posible realización. Abandonados, pocas veces intentaba concluirlos, pues siempre pensé que para escribir hay que tener las idea claras, no dudar; “los buenos relatos”, decía Renzi, “son aquellos que se escriben de una sola vez; lee, si no, El Veredicto, escrito en tan sólo una noche”; Renzi ponía siempre ejemplos inimitables, pretender imitar a Kafka, ser Kafka, es pretencioso, terriblemente pretencioso; por mucho que se busquen sus precursores, Kafka es de esos autores que aparecen de una sola vez, escritores que, desde el aislamiento, no necesitan del polen para tergiversar los caminos de la literatura. “Tienes razón”, me solía decir Renzi que, sin embargo, tenía muy claro que los escritores eran seres históricos, seres que se constituían con el devenir del tiempo; “nadie nace siendo Kafka, ni tan siquiera él lo fue al nacer; Kafka nació siendo simple y llanamente Franz, el tiempo lo convirtió en Kafka”. Mientras Renzi expresaba su teoría sobre el devenir del escritor, yo pensaba en Foucault, quien una vez le dijo a un todavía joven Derrida que las ideas aparecerían escribiendo, que no se preocupara, que antes o después escribiría; ahora los libros del padre de la deconstrucción ocupan varios estantes de la biblioteca, ¿cuánto espacio necesitarán mis libros, esos libro todavía por venir? Pienso en Foucault y en el consejo que me dio un día una profesora, “escribe, no dejes de escribir”, consejo que intenté seguir, que seguí, pues nunca dejé de teclear palabras sobre este viejo ordenador, palabras que, sin embargo, nunca condujeron a nada.

“Todas las palabras tienen un sentido”, dijo de pronto Jorge; parecía indignado ante alguna de las nuevas teorías de Renzi, “toda palabra remite a algo; significantes y significantes, ya os habéis cargado al autor, ¿ahora también al referente?”. Renzi reía ante su nueva copa de whisky; cuanto más reía, más se irritaba Jorge, que repetía que los autores existen, claro que existen, “de lo contrario, ¿quién soy yo?”. Jorge nunca había entendido nada de literatura y esa noche resultó más que evidente; la muerte del autor le parecía una gran ofensa contra su persona, ofensa proveniente de esa gente infame, “amargamente resentida” por no haber sido capaz nunca de escribir algo ex novo. “Eso es imposible”, trataba yo de convencerle, “escribir es siempre volver a escribir, todo ya ha sido dicho” cuando Renzi me interrumpió: “lo que es peor, todo ha sido ya callado”. La última frase del Tractatus ya no tenía sentido, lo que no puede ser dicho ha sido ya silenciado; ante lo indecible, el silencio ha sido el triunfador, ¿ahora qué?

Recuerdo una calurosa tarde de julio en el patio de la facultad; sentada en unos de los bancos, observaba la poca gente que todavía pasaba por entre las columnas; sentada en un banco, le dije a una compañera que estaba a mi lado: “¿qué haremos ahora, de qué hablaremos?” Me sonrió, sin contestar. Tras dos años de estudio, de lecturas, de viajar de una teoría a otra, todas las ideas me eran extrañas, ninguna parecía pertenecerme. “¿Qué podemos decir nosotras?”, volví a preguntarle a mi amiga, “nada”, me contestó, “seguir leyendo y hablar de ello”. No me conformaba con eso, quería algo más, quería hablar yo, decir algo nuevo; esos autores tenían que convertirse en mis precursores y yo…yo quería ser ese mal lector que crea algo nuevo. “Yo quiero ser la protagonista del clinamen”, le dije de repente a mi amiga, distraída en observar a un niño que intentaba alcanzar uno de los peces del estanque; “¿me escuchas? Yo quiero ser la protagonista del clinamen del que habla Bloom, ser ese lucifer que se rebela contra su creador”. “Has leído demasiadas veces el Doktor Faustus” y con esta frase se alejó. No la volví a ver, tampoco volví a leer la obra de Mann; incapaz de encontrar mi propia voz, hablo con Renzi en busca de ideas curiosas que insertar en mis relatos, pero ¿es esto un relato?

patio“Déjate de tonterías”, me dijo Renzi, “todos hablan de cómo es la novela moderna, de cómo será el libro del futuro, pero en verdad nadie lo sabe”; Jorge concordó causalmente con la teoría de Renzi, “la no-teoría, por favor”. Recordaba con ellos mi primera lectura de la Teoria de la novela de Lukács; no entendí absolutamente nada, durante un par de años repetía siempre las mismas frases, frases que ya se han borrado de mi memoria y que me servían para convencer y autoconvencerme de que había entendido ese libro. “Nadie entiende a Lúkacs”, dijo Renzi, “fíjate, hables con quien hables, todos resumen el libro de la misma manera: para Lúkacs la novela moderna es la novela de la desilusión, cuyo protagonista es el héroe problemático”, “nadie dice nada más aparte de esto”, añadió Jorge. Reía, les acusé de frívolos, pero hice memoria y no encontré entre mis olvidos ningún comentario diferente. Ha pasado tiempo desde que mis años de estudiante concluyeran, años en los que construía el futuro con la misma imaginación con que el historiador recupera los vacíos del pasado; el futuro fue mi primer relato, un relato que escribía día tras día, que construía como reflejo distorsionado de un pasado del que quería huir; escribía mi futuro con palabras deformantes, con palabras que, como espejos rotos, fragmentan la imagen y la hacen irreconocible; escribía mi futuro, borrando mi pasado. Sin embargo, el futuro siempre refleja el pasado, el presente no es más que una imperceptible frontera entre el futuro en constante devenir y un pasado perpetuamente continuo. El futuro fue mi primer relato, el primer relato que nunca logré concluir, nunca encontré las palabras adecuadas para escribirlo; se escribió sólo y, pronto, dejó de pertenecerme, pronto dejó de ser mi relato. Recuerdo las conversaciones con Renzi, quien me decía que entre tantas palabras es difícil encontrar la propia; “en el mundo babélico en el que nos hallamos”, me decía, “¿qué importa quién hable?”. Él nunca habló con sus palabras, siempre habló con las de otros; como él mismo decía, sus discursos no eran más que notas a pie de páginas de un texto siempre inaprehensible, anterior a él y a todos. Notas a pie de página, no puse nunca ninguna en mis relatos, hubiera sido demasiado borgeano hacerlo, pero ¿acaso no imito a nadie cuando escribo estas palabras?

“Escribe” me dijo Renzi, también me lo dijo una profesora; ya no recuerdo, ¿a quién pertenecían esas palabras? Recuerdo a Jorge indignado al ser definido como un no-escritor que dice que escribe; como si se tratara de la antítesis de Bartleby, Jorge prefería hacerlo, pero nunca escribió. Ahora, sostenía Renzi, ante la imposible novedad, sólo nos queda ser la antítesis de todo: ya se ha dicho lo decible y el silencio ha acallado lo indecible, el hombre ha pactado con Fausto y se ha encerrado para viajar en su habitación. ¿Qué nos queda? “Ya no podemos metamorfosearnos en cucaracha”, decía Renzi, “ahora solamente podemos ver como muere la cucaracha”. No hay escapatoria posible, atrapada, me pregunto si todavía puedo preguntarme si esto es un relato; atrapada, recurro a mi olvidos y Renzi se desvanece, ya no recuerdo dónde lo conocí, dónde lo escuché teorizar por primera vez, ¿acaso llegué a conocerlo alguna vez? Busco en mi memoria, ¿quién era Jorge? Ninguna imagen conservo ya de él, sólo su nombre escrito en estas páginas, de las que no sé si algún día salió. Releo lo escrito; no sé quién ocupó esas tardes en la biblioteca, esas mañanas en las aulas; ya no sé quién fue la amante de ese profesor que nunca existió, ¿lo fui yo o ella? La protagonista debía ser Asja Lacis. Como dijo Borges –esto es mi único recuerdo- ya no sé quien escribe. ¿Es esto un relato?

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