Peleas de familia
Por Ignacio González Orozco.
Hay rencillas que perduran por simple inercia, proyectando su sombra de irracional desencuentro aún después de que se hayan olvidado las causas de la pendencia. Esas trifulcas se alimentan de la pereza y la costumbre a partes iguales, nutridas ambas por la idolatría hacia la tradición. Algo así ocurre con las discrepancias más o menos fundadas, más o menos sustanciales y ciertamente existentes entre las doctrinas de Platón y su discípulo Aristóteles: quienes los conciben como antagónicos e irreconciliables no comprenden que el pensamiento del segundo, a pesar de su originalidad, nació de las obras del primero, y sus visiones pueden interpretarse mejor como complementarias –a pesar de las discrepancias, insisto, que no son baladís– que como las de los Capuletos y Montescos de la filosofía clásica.
Hace unas fechas presentábamos en esta misma sección unas notas sobre la propuesta de vida de Platón, y más de uno tal vez se sorprendiera de la muy templada conclusión que obteníamos de un pensamiento tan radical como el suyo. Pues bien, quizá vuelva a extrañarse aquel lector de lo parecidas que eran –o como tal interpretamos– las propuestas de su discípulo y pretendido antagonista, Aristóteles (Estagira, 384-Calcis, 322 a. C.), quizá el filósofo más estudiado y aplaudido de la historia del pensamiento occidental: durante siglos y en atención a la doctrina del Estagirita, la cosmología académica creyó que todos los procesos naturales estaban regidos por una finalidad; que los entes ocupaban una posición natural, a cuya recuperación tendían cuando eran desplazados de ella; y que el Universo se organizaba en esferas superpuestas y concéntricas, con núcleo en la Tierra y movimiento conferido por un motor inmóvil. Debido a esta influencia en la historia de las ideas, tampoco ha habido otro pensador más criticado.
El Filósofo –así, con mayúsculas se conoció a Aristóteles entre los escolásticos medievales– era hijo de Nicómaco, médico del rey macedonio Amintas III. Con 17 años fue enviado a Atenas, donde ingresó en la Academia, el centro de estudios regentado por Platón; allí pasó el Estagirita veinte fecundos años de su vida. Más tarde recorrió distintos lugares del mundo griego, acrecentando el monto de sus saberes. Entre 343 y 335 a. C. ejerció como tutor del príncipe Alejandro de Macedonia, el futuro Alejandro Magno (quien no era ningún garrulo, a pesar de que dedicó casi toda su vida a guerrear), y regresó a Atenas en 335 a. C. para fundar su propia escuela, el Liceo, primer centro público y gratuito de altos estudios de la historia europea. Las lecciones que allí impartió componen los libros del maestro llegados hasta nuestros días: la Metafísica, la Física, la Política, la Poética, las éticas a Nicómaco y Eudemo… Mente superdotada y trabajador infatigable, se deben al Estagirita más de 200 tratados sobre distintas disciplinas: biología, física, astronomía, poética, retórica y, por supuesto, filosofía en todas sus ramas. Tan solo se conservan 31 de sus obras, íntegras o en fragmentos.
A pesar de su prestigio como docente y hombre de ciencia, el odio étnico se impuso a los méritos del Aristóteles, quien hubo de huir de Atenas en 323 a. C. debido a su origen macedonio, cuando la muerte de Alejandro soliviantó las ansias de rebeldía de los atenienses, hasta entonces sumisos al rey difunto. El filósofo se mudó a la isla de Eubea, en cuya ciudad de Calcis falleció apenas un año después, como ya se ha dicho.
Tras una larga etapa de formación en la que transitó dentro de los preceptos doctrinales del platonismo (en su diálogo Protréptico, hoy perdido pero citado por Cicerón y san Agustín, el joven Aristóteles comparó la relación entre alma y cuerpo con la tragedia de los prisioneros que los piratas tirrenos abandonaban en playas desiertas, encadenados al cadáver de un compañero muerto), Aristóteles rebatió en su madurez el dualismo con que Platón había escindido el ser humano, imprimiendo a su filosofía un giro eminentemente materialista. Entendió desde entonces que el alma no es un ente espiritual encarnado sino la “forma” del cuerpo, fuerza intelectual que gobierna sobre la materia. Fuera del cuerpo, pensaba el Estagirita, el alma no es nada; no le sobrevive. Y para explicarlo se sirvió de una metáfora: el alma es al cuerpo como la visión al ojo. Así pues, nos encontramos ante un alma puramente intelectiva, que no participa de ninguna entidad divina sobrenatural, y muchos siglos antes de su formulación se sientan las bases conceptuales de una noción de la mente como “fenómeno emergente” (Chomsky) de una conformación física.
[Según Platón, el alma goza de inmortalidad, sí, pero se trata de una suerte de vivencia solitaria, insulsa en su soliloquio. La grandeza de la condición inmortal se sanciona cuando el alma denigra temporalmente su plenitud con las ataduras del cuerpo, a través de la reminiscencia provocada por la contemplación de los objetos mundanos. Como el dios padre de la religión cristiana, las Ideas o Fomas, que son principio de todo, necesitan de la impureza material para manifestarse y ser honradas. Entonces empieza el peculiar método empírico de Platón: recuérdese que la ascensión del amor hacia el ideal de belleza se inicia en el trato –y el roce, evidentemente– con los cuerpos bellos, según se lee en el Banquete].
Prosigue Aristóteles: el alma individual (psyqué) puede aproximarse, mediante la reflexión racional, al nous o inteligencia superior que estructura el cosmos, y que también es inmortal. En el conocimiento profundo de tal norma estriba la gran aspiración de todo filósofo, aseveró Aristóteles, y la más digna expresión del ser humano, puesto que brinda el conocimiento del bien supremo, una felicidad deseable en sí misma y con independencia de sus efectos.
No obstante, apunta el Estagirita que el conocimiento del bien no es el único de los fines de las acciones humanas. Hay muchos más. En la mayoría de los casos se trata de utilidades o satisfacciones particulares, tanto en la elección (no todas las metas son de predilección general) como en el efecto (con frecuencia se trata de beneficios particulares, que no se pueden o no se desean compartir). Aristóteles considera que todos estos anhelos –incluida la aspiración al conocimiento del bien– no son sino manifestaciones de una inspiración general común a todos los humanos, la búsqueda de la felicidad (eudaimonismo).
[Platón insistió tenazmente –más aún, de modo terco– en que el objetivo supremo del espíritu apuntaba hacia el Bien; dicho de otro modo, el fin último de la existencia es la aprehensión, en la medida de las humanas posibilidades, de una virtud que se cifra en conocimiento. Como el valor en la extinta mili, la felicidad se le suponía a quien tuviera acceso a tal saber… Pero ahí estaba también ella, la eudaimonia, como satisfacción profunda y digna. Y ese nous universal vertebrador de todas las dinámicas cósmicas, ¿no nos recuerda poderosamente a las Ideas, como un hermano gemelo evoca la faz de su par univitelino? Distintos caminos nos conducen al mismo destino, o, por lo menos, a puntos próximos. Seguimos acercando posiciones].
A pesar de su defensa de la razón como medio de conocimiento para alcanzar la virtud, Aristóteles sostuvo, aparentemente contra Platón, que la ética no es cosa de sabios. Por mucho conocimiento que acumulemos, la diversidad de las expectativas y necesidades de los seres humanos nos obligará a adaptar nuestro saber a las condiciones sociales en que transcurra nuestra vida. Sin duda, cuanta más sabiduría acumulemos mayores serán las posibilidades de elección, pero recurriendo siempre a la mediación de la prudencia (phrónesis), bajo la cual alienta una voluntad de convivencia. De ahí que la “más alta de todas las ciencias” no sea para el Estagirita la filosofía, como quiso Platón, sino la política, que estudia el espacio común donde el ser humano –que es por naturaleza zoon politikon, animal político– discute y dirime con sus congéneres ejercitando sus facultades para proceder con tacto y mesura.
Escribió Aristóteles en su Ética a Nicómaco que la virtud “consiste en la capacidad de escoger el justo medio, adecuado a nuestra naturaleza, tal como es determinado por la razón, y como podría determinarlo el sabio”. Esta capacidad es la ya citada phrónesis, el arte de saber adecuar nuestros deseos a la realidad de un modo digno, pero también satisfactorio. Por tanto, un rasgo fundamental del mensaje ético aristotélico se identifica con la moderación, producto de la prudencia, que rehúye los excesos de la pasión en sus múltiples variantes, como el afán o el odio. Aplicado al elenco de conductas humanas, este punto medio conduce al valor, contrario por igual a la temeridad y la cobardía; a la templanza, situada entre la incontinencia y la pasividad; a la liberalidad, intercalada entre la avaricia y el despilfarro; a la magnanimidad, grado central de la escala que separa la vanidad de la pusilanimidad… Y pueden ir sumándose otras muchas más.
[Y sin embargo te quiero, podría decirle Platón a su discípulo respondón. La circunscripción de la virtud suprema al ámbito del raciocinio es una herencia genuina de la Academia. Además, el filósofo ateniense ya era consciente de que la casuística de lo cotidiano puede perturbar al alma mejor dotada, por ello confió la educación a una instancia estatal ajena a las familias, ámbito sin duda del amor –a veces no tanto– pero a la par vivero de prejuicios, vicios y otras manías. Para Platón, la forma idónea de adaptación a las condiciones sociales consiste en erigir la mejor sociedad, atenta a la idea del Bien y ajena al albur del capricho o el interés egoísta, de tal modo que el individuo no se adapte a cualquier marco colectivo, sino al diseñado por la propia racionalidad humana en su retorno a las Ideas. La política es filosofía, sostiene Platón; no cabe distinguir entre ellas. En cuanto a la phrónesis, ya la adscribía en La República a las virtudes del alma racional, luego contaba con ella para mediar en las relaciones que la casta intelectual gobernante debe mantener con los escalones inferiores de la sencilla pirámide social compuesta por los filósofos, los defensores de la polis y el pueblo].
Para concluir, cabe señalar que Aristóteles apreció la amistad como uno de los principales dones a que pueda tener acceso el ser humano. Se lee en la Ética a Nicómaco: “Nadie escogería vivir sin amigos, aunque estuviese provisto en abundancia de todos los demás bienes”. Pero su idea de la amistad trasciende los estrechos límites de esa relación intensa y confiada que se establece entre personas afines. Toda relación de solidaridad es digna de ser considerada amistad (philía), y el concepto aristotélico de sociedad contempla el establecimiento de este lazo como cemento que une fuertemente las individualidades en un destino común, porque “como cada uno desea la propia existencia, así también desea la del amigo”. En este sentido, Platón es mucho menos explícito, puesto que sus menciones a la relación entre amigos –que trató en tres diálogos: Lisis, Banquete y Fedro– se entrevera en sus escritos con un sentido del amor decididamente erótico, poco o nada ajustado a eso que más tarde fue llamado “amor platónico” (ideal, sin mediación sexual). Y es que Platón, el de las anchas espaldas, también tenía amplia cintura para estos lances.