Entrevista a Gonzalo Salesky
Por David Acebes.
Gonzalo Salesky (Córdoba, Argentina, 1978). Ha publicado tres libros: ‘2011’ (poemas y cuentos, 2009), ‘Presagio de luz’ (poemas, 2010) y ‘Ataraxia’ (cuentos y poemas, 2011). Ha obtenido múltiples distinciones en certámenes literarios de Argentina, España, México, Venezuela, Estados Unidos, Colombia y Australia.
D.A.: En el prólogo a Presagio de luz, Eduardo Casas afirma que toda literatura tiene un argumento. Según este prologuista, “la sola selección de los poemas por parte de su autor ya nos está indicando por donde sugiere que la lectura y la interpretación se dirijan”. En principio, no puedo compartir esta idea. ¿Por qué siempre hemos de premiar la homogeneidad en un florilegio de poemas? ¿Acaso un libro heterogéneo, compuesto por grandes poemas, con autonomía y sustantividad propias, no puede ser digno de elogio?
G.S.: Sí, puede ser digno de elogio. Interpretando lo que escribió Eduardo en el prólogo, la palabra clave es “sugiere”. En el caso de un libro de poemas, el autor indica, a través de la elección del contenido y de la estructura, una suerte de recorrido interno. Las palabras surgieron en ese orden por alguna razón y en este caso, quise componer una obra que se aleje del caos y transmita lo mismo que fui sintiendo a medida que nacían los versos. De todas formas, cada libro de poemas puede leerse en cualquier orden de acuerdo al gusto del lector, ya que golpea su corazón de distintas maneras (si es que lo golpea). Son botellas al mar que uno arroja y no sabe en qué orden van a llegar a otro o si van a conmoverlo o no, si despiertan sentimientos parecidos a los del autor, o si se pierden en el camino y naufragan antes de llegar a otra orilla. Se me ocurre que lo mismo debe ocurrir con un álbum de música. Escucho “Yesterday” y me emociona, y no sé –ni me importa– qué canción estaba antes o después de ella en la lista original. Cada canción o poema tiene un vuelo propio y cada obra, después que sale del autor, vuelve a nacer con cada lector u oyente. No hay dos interpretaciones iguales de un poema y en cada alma, va a retumbar de forma diferente. La voz del autor deja de ser su voz, otros se apropian de ella y la obra despierta sensaciones únicas, casi siempre distintas a las que el autor imaginó.
D.A.: Abunda en tu obra el “endecasílabo blanco”. Un verso medido, límpido, que huye de la rima consonante, tal y como estipulan los cánones de la poesía moderna. Sin embargo, de vez en cuando, te permites el lujo de incluir en tus estrofas la rima asonante en los versos pares. ¿A qué se debe este hecho? ¿Es un mero desahogo poético? ¿Es un guiño al romanticismo literario? ¿O, yendo un poco más allá, dirías que es una forma de provocar con tus versos, rompiendo la insípida monotonía rítmica del endecasílabo blanco?
G.S.: No es un guiño al romanticismo literario. En mi caso, los poemas salen espontáneamente y de una sola vez, con muy poca corrección posterior. En cinco minutos o menos, en un rapto de inspiración en donde tengo que tomar papel y lápiz y transcribir directamente lo que suena en mi cabeza, antes de olvidarlo. La mayoría de las veces siento esa “voz que dicta” de la que hablan otros autores. No termino de comprender la manera en la que nacen los versos. Por lo que la métrica y la rima ya salen así y su formato no es algo adrede.
Por otro lado, creo que la buena poesía (no la que escribo, la que aspiro escribir) tiene que provocar. Interpelar al lector. Cuestionarlo, interrogarlo. Ser una cachetada en la oscuridad que lo sorprenda, que lo obligue a pensar y lo despabile. Prefiero la literatura que provoca, esos autores que te llevan de las narices y te sueltan donde quieren, te confunden, te hacen dudar de lo que lees y hasta de tus propias verdades. Y me gusta mucho tu expresión “desahogo poético”. Escribir me ayuda a eso. Hasta podría compararlo con el llanto. Ayuda a liberar tensiones y miedos, a superar desilusiones… es algo que reconforta. Uno es capaz de hacerse fuerte frente al mundo y a los problemas que agobian, puede tomar aire y sentirse capaz de transformar su realidad, una vez que ha podido desahogarse.
D.A.: En tus libros 2011 y Ataraxia, junto a tus poemas, incluyes cuentos y relatos cortos. Históricamente, los clásicos solían ser reacios a publicar sus poemas de una forma separada, por lo que era de uso común acompañar sus versos de un discurso explicativo de los mismos o bien que estos formaran parte de una obra en prosa. ¿No tienes reparo en unir prosa y verso en un único contexto?
G.S.: No, no tengo reparos. Aunque tal vez no quede prolijo para un lector que sólo desea encontrarse con un solo género y tiene que “repartirse” entre los dos. Algunas personas me lo han cuestionado. En mi primer libro fue una necesidad, porque tenía mucho material tanto de un género como del otro y quería darlo a conocer al mismo tiempo. Pero en el tercer libro, fue por convicción y motivado por el deseo de transmitir un mensaje que no sólo se compusiera de versos, sino que se complementara lo mejor posible con otro género.
D.A.: En la actualidad, proliferan en el panorama internacional los poetas formalistas (como puede ser tu caso) que escriben a su vez relatos de ciencia ficción. En Ataraxia, por ejemplo, podemos leer “Nieve”, un relato distópico que plantea la posibilidad de un mundo sin Internet. ¿Realmente crees que sería posible un mundo así o piensas que hemos iniciado el camino de no retorno?
G.S.: No creo que sea posible un mundo sin la red, salvo una catástrofe mundial. Hemos iniciado un camino sin retorno. Pero me encantaría un mundo sin Internet. Sería un lindo desafío para nuestra especie. Creo que, en muchos aspectos, ha hecho que involucionemos. La web, las pantallas que nos hipnotizan, la comunicación al instante y el bombardeo informativo de texto e imagen al que nos sometemos por voluntad propia terminaron de sepultar aspectos valiosos, sentimientos y valores del hombre. Obviamente, la tecnología no es la única culpable. Pero nos quita tanto tiempo que antes teníamos para pensar en nosotros, en nuestra vida, en el progreso espiritual y el crecimiento intelectual. Veo los avances de hoy con cierta tristeza, melancolía y nostalgia por un mundo que ya no es. Todo va cambiando tan rápido y no nos detenemos a pensar hacia dónde vamos y si realmente queremos llegar allí. En ocasiones, este progreso me duele. Temo que estemos siendo demasiado inocentes con algunas cosas y que va a ser tarde para volver atrás, cuando en unos cincuenta años nos despertemos siendo mitad humanos y mitad máquinas.
Reconozco que estoy siendo contradictorio, sin Internet no habríamos podido establecer contacto, concretar esta entrevista a miles de kilómetros de distancia ni publicarla. Esa misma contradicción sufre el protagonista del cuento: él sabe que tiene la chance de destruir la red gracias a las posibilidades que Internet le dio.
Pero de todas maneras, añoro esos tiempos no tan lejanos donde te sorprendía una carta o una tarjeta postal, cuando memorizabas un poema o un llamado telefónico era tan poco común que nos emocionaba. Nos hacía disfrutar de la comunicación y no sufrirla, como muchas veces nos ocurre hoy. Ya no nos damos ni siquiera el tiempo de extrañar a alguien porque esté donde esté, sabemos en qué lugar se encuentra y siempre está a un clic de distancia. Evitamos el aburrimiento, le tenemos terror. Estamos en la cima de una montaña y en vez de contemplar un paisaje único, nos maravillamos porque un dispositivo nos permite seguir al instante el resultado de nuestro equipo de fútbol favorito.
Cada día, al ser todo un poquito más fácil, va perdiendo importancia la cultura del esfuerzo. No hay tiempo ni siquiera para desear y si algo nos cuesta mucho, lo dejamos de lado. Aunque parezca un dinosaurio diciendo esto, no me gusta lo que estamos viviendo. Rechazo ese placer momentáneo y vacío que nos da satisfacer necesidades que continuamente otros crean por nosotros y nos convencen de que vamos a ser felices calmándolas. No quiero que un buscador sea mi memoria, ni una red social mi agenda o mi álbum de fotos.
D.A.: Como argentino que eres, percibo en tus relatos una innegable influencia de Jorge Luis Borges. En “Rosas rojas”, un hombre contempla una sangrienta pelea entre dos individuos y la trama se desarrolla vertiginosa hasta que la escena inicial se repite en la última escena y comprende que él era uno de esos dos individuos. Está claro que el desdoblamiento literario, tan caro al maestro Borges, refleja de alguna manera la falta de identidad de la que adolece el hombre actual…
G.S.: Me gusta tu punto de vista. Hasta ahora, no lo había pensado de esa manera porque este relato nació de una pesadilla horrible. Me costó mucho sacarlo de la almohada y poder plasmar en el papel la angustia que me generó. Me atrajo la idea del doble como un lugar donde proyectar miedo, odio, rechazo. A veces tememos, odiamos o rechazamos algo pero el objeto de nuestro temor, odio o rechazo es demasiado parecido a nosotros mismos. En la literatura fantástica, el “doppelgänger” nos da la posibilidad de asustar, de confundir, de presagiar algo terrible e inevitable.
Con respecto a la falta de identidad que mencionabas, concuerdo en que el hombre está pasando por un período de crisis similar a otros momentos de la historia. Pero en esta ocasión –y vuelvo a pecar de pesimista– no lo veo preparado para superar este inconveniente con éxito.
D.A.: Para terminar, escogeré uno de tus versos: “Debajo del amor, está el olvido”. Y es que, como sabemos bien los poetas, debajo de la alfombra del amor, se esconde la pelusa del olvido…
G.S.: Es algo que tenemos muy presente aquellos que escribimos. De manera consciente o no. Animarnos a amar o a plasmar en el papel los sentimientos más profundos, va de la mano con la necesidad de trascender. De pelear contra el olvido. En ocasiones, amamos o escribimos motivados por ese miedo latente. El miedo a que nos olviden, a que no nos necesiten. Sería muy triste descubrir que aquellos que alguna vez te quisieron, se han olvidado de vos.
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