Un grito desde el olvido: “Y EL MUERTO NADÓ TRES DÍAS”, de Rafael Barrett
Por Ignacio González Orozco.
De la edad de plata vivida por la literatura española en el primer tercio del siglo XX, muchos autores han quedado preteridos por la fama de los Baroja, Azorín, Valle Inclán, Jiménez, Machado, Lorca, Unamuno, Ortega… Entre esos escritores eclipsados figura Rafael Barrett, un hombre muy de su tiempo, bohemio, revolucionario y sentimental, que ganó más y merecido renombre por su valía literaria en Argentina, Paraguay y Uruguay que en su país natal, España.
Nacido en Torrelavega (Cantabria) en 1876, por sus venas corría la noble sangre de los Álvarez de Toledo (apellido de su madre), el linaje de los duques de Alba. Su padre era un negociante británico con menos prosapia nobiliaria pero millonario al menos, lo que no es poco aval para ciertos enlaces nupciales.
En 1896, el joven Barrett se mudó a Madrid para cursar estudios de ingeniería. Allí prefirió darle al trago, las mujeres y las letras antes que a las ecuaciones. La mala vida –así suelen llamarla– le condujo a varios altercados que provocaron una mudanza a la Argentina, donde llegó con su cuerpo ya desgastado por los muchos excesos (1903). Un año después sentaría cabeza en Paraguay, al convertirse en esposo amante –de la intelectual paraguaya Francisca López Maíz– y padre de familia. En 1908, las convulsiones políticas del país de acogida forzaron su exilio al Uruguay. Le quedaba poca vida: murió en Arcachon (Francia), donde esperaba hallar cura para la tuberculosis que lo devoraba por dentro. Corría el mes de diciembre de 1910.
Aunque desconocido para el gran público, autores de la talla de Jorge Luis Borges y Augusto Roa Bastos se contaron entre los admiradores de Barrett, parte de cuyos relatos breves han sido recientemente compilados por la editorial Libros de Itaca, bajo el título de Y el muerto nadó tres días.
Se trata de una serie de cuentos breves, sin conexión argumental entre ellos. Solo uno de los textos descolla por su longitud (Alberico) y las piezas finales disienten del estilo general con su formato de diálogo, al estilo de un guión de cine; son estas, por cierto, las más explícitamente políticas, con alusiones directas a la España de principios del siglo XX.
Apenas hay trama en estos relatos; en algunos ni pizca de ella, solo la reproducción de un cuadro estático pero cargado de belleza formal y sensibilidad, porque bajo las imágenes se trasluce un estado anímico que a la vez es un mensaje moral. Barrett se desenvuelve en la mayoría de las escenas como un pintor impresionista; a falta de pincel, la pluma del autor se recrea en el instante con notas rápidas pero certeras, enriquecidas por un acierto a menudo sorprendente en la creación de metáforas. La prosa así cuidada, propende a la musicalidad y emparenta formalmente al autor con el modernismo latinoamericano de la época.
De Barrett podría decirse, recordando a Miguel Hernández, que llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida. El amor aparece en estos relatos como justificación de la existencia humana; en todas sus manifestaciones, ora si se trata de un sentimiento filial –brutalmente conmovedor en La madre, ejemplo de cómo la ternura puede llevar al homicidio– ora si erótico. Y cabe describir la sensualidad que rezuman algunos pasajes como delicada, inseparable de la sentimentalidad, sin nada que pueda calificarse de soez porque el autor presenta el sexo cual guinda en el plato del amor.
La muerte también entra en escena con frecuencia, y en estos cuentos tiene más de incógnita que de sufrimiento. Se trata de una pesquisa sin respuesta y quizá sin sentido, que infunde perplejidad a los vivos. Da la impresión de que a los personajes de Barrett se les queda cara de tonto ante la evidencia inconceptualizable del fin de la vida, como se imagina uno al leer el primero de los relatos del libro, De cuerpo presente.
Y sobre la vida, ¿qué decir de ella? ¿Quién puede definirla fuera de las convenciones científicas? Por eso se moldea la existencia como un metal ardiente, según el gusto de cada uno –en el mejor de los hipotéticos casos– o a rebufo de las vivencias que cada cual tuvo en la feria. Así pues, para Barrett la vida es una pugna plasmada en la lucha de clases. Rebelde en todo momento ante las convenciones sociales, indica Francisco Corral en el estudio preliminar a Y el muerto nadó tres días que nuestro autor evolucionó desde un temprano individualismo narcisista al anarquismo solidario. Este último es el escritor que nos muestran cuentos como La cartera, en el que un plutócrata se felicita por haber despertado la ira de un pobretón: “sonrió considerando que por algunos instantes había convertido un esclavo abyecto en hombre, él que tan acostumbrado estaba al fenómeno inverso”.
La inocencia, siempre ensalzada, es otro de los temas favoritos del autor, quien critica la edad adulta y sus veleidades pretendidamente intelectuales, pura tapadera de la crueldad, en el que tal vez sea el mejor texto del libro, La risa, que no es relato sino honda reflexión sobre la maldad camuflada tras el ejercicio de la ironía. Con esta pieza, Barrett desbarata unos cuantos lugares comunes: “La risa noble se volvió alevosa. El signo de la alegría plena se convirtió en signo de dolor. Si oís reír, es que alguien sufre. Hemos hecho de la risa una daga, un tósigo, un cadalso. (…) Es cómico perder el equilibrio, caer, y chocar contra la realidad exterior, que, cómplice de los fuertes, siempre se burla. Por eso el justo es risible: ignora la realidad, ya que ignora el mal. Por eso no es digna de risa la doblez, sino a confianza; no la crueldad, sino la blandura de corazón.”
Palabras poco halagüeñas sobre la condición humana, las recién leídas. Y es que nuestra especie, según se colige de los textos de Barrett, experimenta una peculiar involución espiritual conforme despliega sus capacidades intelectuales (si nos atenemos a lo expuesto en Alberico, el relato con mayor carga filosófica del volumen). Un poder mental plasmado en la tecnología y estatuido desde la creencia en el carácter natural de la propiedad privada, tildada en Gallinas como causa de la más profunda desdicha, como es su deshumanización: “¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario…” Claro que de casta le viene al galgo, y toda esa insania humana procede del mismísimo Dios Padre, a quien Jesús critica su orgullo y soberbia en La divina jornada, un osado diálogo teológico en el que Cristo anuncia a su divino progenitor el final de reinado.
Finalmente, que no se nos escape bajo todo este alarde de temas e imágenes la melancolía del bebedor, condenado de por vida al retorno a sus soledades. Sublimes líneas desde el punto de vista literario las que nos depara Ajenjo, donde narra el autor su acibarado tránsito desde la ebriedad hasta las asechanzas del mundo: “El espíritu se desgarra sin dolor, se alarga suavemente en puntas raídas hacia lo imposible. El espíritu es una invasora estrella de llama de alcohol fatuo. (…) La verdad es alegre. Un horno que sacude en la noche su cabellera de chispas. (…) Libertad, facilidad sublime. El mundo es un espectro armonioso, que ríe con gestos de connivencia. (…) ¿Y debajo? Algo que duerme. La vuelta, la vuelta a la mentira laboriosa. El telón caerá. No quiero esta idea terrible. Desvanecerse en las tinieblas, mirar con los ojos inmóviles de la muerte el resplandor que camina. Tornar al mostrador grasiento, al centavo, al sudor innoble…”.