Foxcatcher (2014), de Bennett Miller

 

Por Miguel Martín Maestro.

foxcatcher-cartel-5947Antes de nada, Foxcatcher es portentosa. Todavía hay posibilidades de sorprenderse, de empezar a ver una película sin expectativas, creyendo que te están vendiendo algo inane, sin sustancia ni trascendencia y, transcurrida la primera media hora de película sentir que aquello empieza a crecer de manera considerable, que el relato biográfico se transforma y muta en un drama existencial de campanillas, que lo que te has creído que iba a ser la enésima loa al héroe americano, al deportista sufrido y entregado a la gloria olímpica, cambia de perspectiva y comienza a transitar el camino tortuoso del drama, del complejo, del rechazo, de la frustración de querer ser algo por encima de todas las cosas y quedarte en tierra de nadie, porque en la historia de los hermanos Schulz, campeones olímpicos de lucha libre en las mini-Olimpiadas de Los Ángeles de 1984 (boicoteadas por el bloque comunista en respuesta al boicot americano de las de Moscú de 1980) el protagonismo no recae en ellos, sino en el personaje que aparece a la media hora, el magnate de la industria química y del armamento estadounidense Du Pont, una de esas corporaciones capaces de cambiar gobiernos, cambiar leyes y, en definitiva, decidir el futuro de la población a golpe de talonario.

Mirarse al espejo y no saber quién eres o en qué te has convertido, un mundo en el que el dinero es la llave que abre todas las puertas, como ese helicóptero que refleja el mundo del poder, cuya ascensión meteórica va acompañada de la metafórica producida por el consumo de cocaína, el imperio Du Pont se sostiene en el aire a fuerza de tradición, de contactos, de sobornos, de connivencias políticas, de adulaciones, de equipos de verdaderos profesionales, porque las capacidades del dueño son más que limitadas, una personalidad disfuncional acosada por su egolatría, narcisismo, soberbia y, también, su inseguridad, su miedo al fracaso, su nula capacidad de aceptar el rechazo, ese helicóptero que te asciende también te hundirá, pero eso es otra historia que no conviene ni apuntar. Foxcatcher se dibuja entonces como un retrato de la ruina humana bajo la apariencia de éxito, la apariencia por encima de la realidad, el servilismo de una sociedad anclada en el culto al dinero, un ser frágil, como los atletas a los que acoge, y que se autohumilla viendo una y otra vez el video de autopromoción que ideó para un éxito olímpico que nunca llegó, un ser lleno de odio e ira que tiene que expulsar de vez en cuando.

Como ocurre con American Sniper, no conocer los hechos reales de esta historia “verdadera” me parece una ventaja. La sorpresa incorpora un punto de interés añadido para ir descubriendo que nos estamos apartando del relato convencional. La etiqueta inicial “basado en una historia real” suele provocarme un rechazo instintivo porque ya he tragado demasiadas ruedas de molino amparadas en “yo no tengo la culpa, la historia sucedió así”. Lo que sucede es que en este triángulo de amor-odio filial y fraternal, todo encaja a las mil maravillas, la evolución de Mark desde el deslumbramiento al desencanto, la entrega de David, el hermano mayor, siempre preocupado por el futuro del hermano pequeño, a quien siente vulnerable y poco preparado para enfrentarse solo al mundo, y que no ceja en acercarse al hermano pequeño pese a su temporal rechazo, como si la culpa de no haber crecido como persona se debiera a la sobreprotección del pasado, y la perfecta radiografía del personaje de John Du Pont y ese odio interior concentrado durante décadas hacia una madre que le trata con desprecio porque, en el fondo, es quien mejor conoce su impostura.

foxcatcherFoxcatcher utiliza los hechos para rodar una historia de manera poco convencional, donde las elipsis temporales no restan información, donde el guión predomina sobre los diálogos discursivos que, en muchas ocasiones son eliminados por una banda sonora enigmática que ahoga las palabras de los intérpretes porque, en el fondo, ya sabemos de lo que están hablando, donde una mirada a través de una puerta transmite todo el odio o la sorpresa dolorosa que no se espera, mientras el diálogo se produce fuera de campo. Los combates no interesan, ni los entrenamientos son necesarios para que los personajes evolucionen, nada es gratuito ni maquillado, hasta puede advertirse que el montaje ha eliminado las interpretaciones de Vanesa Redgrave y Sienna Miller, sólo así se entiende contratar a actrices tan importantes para tan poca aparición, eliminando del relato aquello que interfiera en la esfera personal de los tres hombres situados en una encrucijada existencial que, cuando parece resuelta, desata toda su crudeza.

Nada hubiera extrañado leer un rótulo que dijera que esta película es una libre adaptación de una tragedia de Shakespeare o de alguna de la antigüedad griega (y hay varias películas a punto de estrenarse procedentes de USA en las que la influencia de las tensiones de los dramas clásicos son muy evidentes), porque en esta película de odios, de rencores, de anulaciones, de rechazos, lo normal es que todo el mundo pierda, lo que suele doler más es que quien suele terminar perdiendo es quien menos se lo esperaba y quien mejor había sabido acomodarse al tipo de vida que podía esperar.

No cuento nada de la trama, es preferible que el espectador acuda a la sala sin ideas preconcebidas, quédense con la idea de que es una película sobre la lucha libre, en un momento en que ve peligrar su carrera, un luchador, entrenado por su hermano, aparece un mecenas improvisado, un multimillonario que quiere convertirse en referente del país como entrenador y magnate reivindicador de las esencias patrióticas, con esta presentación pensarán lo mismo que yo, que esta película ya la he visto, y sin embargo no va a ser así ni mucho menos, un peliculón sin concesiones, con tres actores muy contenidos y en verdadero estado de gracia, incluido el “blandito” Channing Tatum, que no desentona, pero que no puede rivalizar con Steve Carell y un portentoso Mark Ruffalo.

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