Pasión contra prejuicio: «UN VAGABUNDO DE LAS ISLAS», de Joseph Conrad
Por Ignacio González Orozco.
A diferencia de otros dos grandes escritores británicos de su tiempo, Robert Louis Stevenson y Rudyard Kipling, Joseph Conrad (1857-1924) mostró siempre una actitud reacia ante la expansión colonialista, práctica cuyos réditos habían encumbrado a su patria de adopción hasta la cima del concierto internacional. Pero más allá de la explotación económica inherente por naturaleza al estatus colonial, el autor escarbó en el prejuicio etnocéntrico que lo justifica y en la reacción de mutuo desprecio –y aun odio– necesariamente surgida de la asimetría de las relaciones culturales, económicas y políticas que el colonialismo impone.
Conrad también fue una víctima de cierto colonialismo, de origen no tan mercantil como ligado a la mentalidad del postrer feudalismo europeo. Polaco de origen (su verdadero nombre era Józef Teodor Konrad Korzeniowski), su familia sufrió la represión del régimen zarista, que por entonces dominaba Polonia. Más tarde (1878) huyó a Inglaterra para eludir el reclutamiento militar ruso; allí hizo carrera en la marina mercante, y buena parte de sus vivencias y aventuras en la mar pasarían luego al papel. Del trato con marineros, militares, piratas, comerciantes, indígenas de toda etnia y un sinfín de buscavidas, el novelista extrajo la turbadora conclusión de que la civilización solo era una excusa para dignificar formalmente la rapacidad individual, proyectada al ámbito colectivo en forma de patrias, imperios y evangelizaciones cuando la enjundia del latrocinio superaba las fuerzas limitadas del individuo.
Esta desconfianza radical en la bondad humana campa sobre Un vagabundo de las islas (1896), la tercera novela publicada por Conrad, donde se nos muestran los problemas morales, el desapego afectivo, el castigo a sus faltas y la locura pasional transitoria de Willems, un holandés que ha medrado en los negocios como hombre de confianza de Hudig, el comerciante más opulento de un establecimiento colonial de la Malasia entonces británica. Allí ha formado Willems una familia con Joanna, aborigen, y junto a ellos vive toda la parentela de la esposa. Tras apropiarse de unos dineros de su patrón, el holandés es despedido y sus familiares políticos se sublevan contra él, pero no de indignación por la falta cometida sino de pura rabia, al verse amenazados por la pobreza. La intervención de un viejo amigo, el capitán Lingard, disuade a Willems del suicidio y lo embarca en una expedición tierra adentro, a pagos libres de la soberanía colonial dominados por sultanes mahometanos. Allí se enamora brutalmente –el comedimiento es la principal carencia del protagonista– de la nativa Aissa, cuya influencia –y agencia– lo conducirá a la tragedia, porque “Usted es valiente, fuerte…, un hombre, en toda la extensión de la palabra. Y, sin embargo (y esto se lo dice un hombre que tiene muchos más años que usted, y, por tanto, mucha más experiencia), ella le domina a usted por completo. Esto ocurre con frecuencia con los hombres fuertes y de carácter firme; dijérase que es su destino…”.
Añade el autor, redundando al fin: ”Cuando el corazón está lleno de amor, no hay sitio en él para lo que es justo y razonable.” Un aserto que parece veraz a la experiencia cotidiana aun careciéndose de estadísticas que lo respalden, y que resulta desasosegante, como mínimo por dos razones: la primera, porque suele pensarse erróneamente que el amor –y en concreto su expresión sensual– es uno de los modos de perfección del ser humano; la segunda, porque a falta de verdades universalmente admitidas se considera que son los sentimientos –aunque no específicamente ese– las fuerzas que fundamentan el sentido moral del ser humano (el sentimiento actuaría como continente; la razón, mediante el cálculo de utilidad o la consideración de bondad que dimana del sentido del deber, pondría el contenido positivo al anterior). La templanza, fuerza centrífuga frente al vórtice autorreferencial de la pasión, se configura así como elemento imprescindible para mantener siempre el poso de equidad que impide caer en el dislate o la barbarie.
Sin embargo, la pujanza del frenesí amoroso que afecta a Willems no tiene como dique ningún comedimiento, lo frena tan solo el prejuicio de la mente colonialista. Hasta la pasión sensual se ve penetrada y desnaturalizada bajo las relaciones de preeminencia y subordinación establecidas por el régimen de conquista del cual participa el holandés. El resultado es abominable: la tutela colonial-paternalista no solo denigra moralmente al usufructuador de la situación, sino que atonta y crea individuos oprimidos, sí, pero también holgazanes y mediocres. El paternalismo (“El ser Providencia de alguien es algo muy importante, y el oírselo llamar cada día proporciona a la persona el sentimiento de una inmensa e indiscutible superioridad”) supone una opción tan perniciosa como la tiranía, y ambos connotan la fe obtusa del privilegiado en la propia superioridad individual, étnica o nacional. Una convicción que deviene fácilmente en violenta arrogancia… Como muestra, otro botón: ¿donde está la frontera entre el beligerante desprecio manifestado por Ginés de Sepúlveda hacia los aborígenes americanos (“poco más que simios”, los llamó el humanista porque carecían de Estado e Iglesia) y la furia violenta de Willems (”Sentía por aquella gente el odio innato de su raza, de su moral y de su inteligencia”)?
Por dos veces llevado de la pasión se empareja el holandés con nativas, y en ambas ocasiones desdibuja el odio étnico los trazos de esperanza que el sentimiento había pergeñado: “Un odio horrible parecía llenar el espacio que separaba a aquellos dos seres, el odio de la raza, el odio de esperanzas distintas, de diferentes conceptos de la vida y del mundo, el odio de la sangre, el odio contra el hombre nacido en la tierra de las mentiras, de las infamias y de las traiciones, en la tierra de donde no llegaban más que el mal y la miseria para aquellos que no eran blancos.” Como se aprecia, una nítida exposición del encono que suscita la colonización y la religión acrecienta. Porque el concepto que del colonizador tiene el colonizado resulta igualmente anclado en el prejuicio (un patrimonio universal de la humanidad), si bien es cierto que previa mediación de la fuerza brutal del primero; y ese rechazo preconcebido tiene mucho que ver con una visión religiosa que se niega a transigir con los principios de una sociedad laica llegados desde afuera, tomados de la mano con las mentiras del opresor. La religión es el último refugio para la identidad del discriminado y el oprimido, un abrigo colectivo donde los parias de la Tierra se sienten valorados como personas.