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Jeffrey Eugenides habla de amor

Por Rebeca García Nieto

 

¿Influyen los libros que leemos en nuestra forma de amar?, ¿podría la gente enamorarse si nadie hubiera escrito jamás palabra alguna sobre el amor? o, yendo un poco más allá, ¿es el amor sólo un invento de la literatura del siglo XIX?

 

Éstas son algunas de las cuestiones que Jeffrey Eugenides aborda en The Marriage Plot, el esperado regreso del americano, que no publicaba nada desde que ganó el Pulitzer con Middlesex en 2003. El epígrafe elegido por el autor para abrir su tercera novela, una mala traducción de una cita de Francois de la Rochefoucauld (“La gente nunca se enamoraría si no hubiera oído lo que se ha dicho sobre el amor”), es toda una declaración de intenciones: el amor, como casi todos hemos temido alguna vez, es una construcción social, y sí, como también  sospechábamos, la literatura ha influido enormemente en la idea que tenemos de él…

 

A primera vista, la trama de The Marriage Plot es convencional. La protagonista, Madeleine, se despierta la mañana de su graduación con resaca y remordimientos por lo ocurrido la noche anterior. Tiene dos pretendientes: el idealista Mitchell Grammaticus, que ama alternativamente a Madeleine y a Dios, y el intenso y maniacodepresivo Leonard Bankhead, que ama a Madeleine al compás que marca su enfermedad. No obstante, pese a su aparente convencionalidad, ésta es la más metaficcional de todas las novelas escritas por Eugenides. La intertextualidad se advierte desde la primera frase: “Para empezar, mira todos los libros”…

 

Los personajes son caracterizados a través de sus lecturas. Así, las estanterías de la habitación de Madeleine, graduada en Inglés por la Universidad de Brown, están llenas de  libros de Dickens, Colette o Trollope. Mientras sus compañeros de clase se rinden a las tendencias literarias del momento (Foucault, Derrida, Barthes), ella escribe su tesis doctoral sobre Jane Austen y George Eliot. Aunque nos encontramos en 1983, el Marqués de Sade, que escribía sobre desflorar vírgenes en la Francia del siglo XVIII, se ha puesto de moda en el campus de Brown; Madeleine, sin embargo, sólo se siente a salvo entre las grandes novelas del siglo XIX.

 

El resto de la novela pivota entre los tres vértices del triángulo y sigue la evolución del ménage à trois a través de las páginas de los libros que los personajes están leyendo. Entre ellos destaca Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, con el que The marriage plot sostiene un interesante diálogo. Curiosamente, la intertextualidad es también un ingrediente importante en el libro del semiólogo francés, que está construido en torno al Werther de Goethe.

 

Si en la Divina Comedia dos amantes se unían al leer un libro sobre Lancelot y Ginebra, aquí los personajes no sólo se unen, sino que también se separan a través de un libro. Cuando Madeleine declara su amor a Leonard, él toma la declaración como una cita textual del libro de Barthes y a su vez responde con una cita del mismo libro: “Una vez que se ha declarado el amor por primera vez, Te quiero no tiene significado alguno”. Madeleine reacciona lanzándole el libro a la cabeza, a lo que él responde con una cabeza rota por la enfermedad… A partir de aquí, como diría Barthes, los personajes tienen distintos ritmos de sufrimiento: los síntomas de la enfermedad de Leonard comienzan a aparecer en su versión más florida; Madeleine, por su parte, tratará a duras penas de curarse a través del libro del francés: “Fragmentos de un discurso amoroso era la cura perfecta para el mal de amores. Una reparación del corazón…”

 

Finalmente, tras soportar las vicisitudes del destino, que les ha unido, desunido y, sobre todo, enredado durante páginas, los tres protagonistas logran zafarse de la encorsetada trama para construir una historia de amor propia. El final de la novela es antivictoriano, y el lector cierra el libro con la impresión de que lo que ha leído se asemeja a lo que las hermanas Bronte habrían escrito si hubieran conocido las relaciones de una noche, el divorcio y, por qué no decirlo, las sustancias psicotrópicas. Eugenides no sólo ha conseguido escribir una novela con una trama a lo Jane Austen, sino que, al mismo tiempo, la ha deconstruido a la manera de Barthes o Derrida.

 

No obstante, pese a haber colocado al amor bajo la lente del microscopio deconstructivista, es una lástima que no haya acercado un poco más la lupa a las profundidades de los protagonistas. Todo lo que sabemos de la psicología de Madeleine es que, para protegerse del seminario de Semiótica y “recuperar la cordura”, se refugia en las viejas novelas de la biblioteca: “¡Qué maravilloso era cuando una frase seguía lógicamente a la anterior! ¡Qué exquisita culpa sentía cuando disfrutaba maliciosamente de la narrativa!”. Henry James y compañía podían resultar a veces aburridos, pero la riqueza psicológica de sus personajes es innegable, y, a este respecto, Jeffrey Eugenides no está a la altura de sus predecesores.

Como curiosidad decir que, si bien es cierto que la literatura influye en nuestra vida, lo contrario no lo es menos… En este caso la vida real aparece en forma de cameo: el personaje de Leonard está moldeado a partir de David Foster Wallace, el escritor norteamericano que se suicidó en 2008; y para dar cuerpo a Mitchell, Eugenides ha tomado prestado muchos detalles de su propia vida.

 

No sé si el amor podría existir sin la literatura, lo que está claro es que no podría existir sin las palabras. Amamos a través de las palabras, y para ilustrarlo no se me ocurre nada mejor que acudir a Barthes, al libro de cabecera de Madeleine: “El lenguaje es una piel: froto mi lenguaje contra el del otro. Como si tuviera palabras en lugar de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje se estremece de deseo”.

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