Pelea de carneros: «EL ETERNO MARIDO», de Fiódor Dostoievski
Por Ignacio González Orozco.
Un grande de la cultura del siglo XIX, Friedrich Nietzsche, calificó a Fiódor Dostoievski (1821-1881) –a la sazón otra de las grandes figuras de aquella centuria– como el mejor “psicólogo” que había conocido. Un conocimiento, valga decir, nunca personal y por demás tardío, a través de las novelas del ruso y en la época ya crepuscular del genio alemán. Pero no le faltaba razón al creador del alegórico Zaratustra, porque si Tólstoi encarna al narrador nato de la literatura rusa, Dostoievski es sin duda su mejor pintor de almas, como se encargó de recordar también Stefan Zweig.
La novela que nos ocupa, El eterno marido (1870), es un producto de madurez del autor, posterior a piezas maestras como Memorias del subsuelo (1864), Crimen y castigo (1966) o El idiota (1868-1869), pero previa al monumento literario que culminó su obra: Los hermanos Karamázov (1878-1880). Su extensión no es dilatada, la trama entretiene y lo narrado se presta a muchas consideraciones.
Dostoievski inicia su recital como «psicólogo” cuando aborda la semblanza del porte y la personalidad del primero de los protagonistas por orden de aparición, el no menos altivo que huraño Alexei Ivanóvitx Veltxaninov, un hombre de impresionante prestancia por su corpulencia y su hipocondría, rasgo este último que es lastre de un pasado casquivano, propio del individuo acostumbrado a las frivolidades de la alta sociedad, las cuales recordaba “con lágrimas de arrepentimiento”.
Veltxaninov se halla desde hace meses en San Petersburgo, donde un pleito judicial lo retiene (la burocracia rusa tenía fama de lenta y corrupta hasta lo superlativo, como bien describe otro clásico del país, Nikolai Gogol, en su magnífica Las almas muertas). Durante uno de sus paseos por la ciudad se encuentra con un conocido de antaño, Pavel Pavlovitx Trusotski, un funcionario provinciano de cuya esposa fue amante… hasta que ella decidió sustituirlo por un joven oficial. Como cabe esperar, Dostoievski se embarca entonces en la descripción del nuevo convidado literario, pero confiándola esta vez a los diálogos entre ambos hombres, que retratan la silueta mental de un hombre pusilánime y refugiado en el alcohol, que llora la muerte de su mujer, Natalia Vasilievna –un pormenor desconocido hasta entonces por Veltxaninov–, aun sospechando todos los engaños sufridos. Trusotski es un borracho tan contumaz que llega a confundir ebriedad y cuitas, cuando declara que “Bebe uno su dolor, y se siente, en cierto modo, embriagado. Y entonces, ya no es dolor, es como una nueva naturaleza que siento latir en mí…”. Es más, la relación que se establecerá entre uno y otro caballeros se cifrará en “enternecimientos de borracho”, como más adelante reconocerá Veltxaninov.
El rasgo principal del enclenque carácter de Trusotski estriba en su condición de “eterno marido”, así definido: “El hombre de esta especie viene al mundo y crece únicamente para casarse, y apenas casado, se convierte inmediatamente en algo complementario de su mujer, por personal y autónomo que fuera su carácter. El distintivo de los maridos de esta clase es el bien conocido ornamento. Tan imposible les es no llevarlo como dejar de lucir al sol; y no solo les está vedado darse cuenta de ello, sino también conocer las leyes de su naturaleza.” Una exposición cuasiclínica de singular impacto en el lector, que exige como requisito imprescindible el concurso de un varón pusilánime y como por forzosa consecuencia una esposa infiel. Peculiar ley de causalidad esta, con un planteamiento ciertamente machista, pues da a entender que la debilidad del marido desboca las malas tendencias connaturales de la fémina (¿debemos entender la fidelidad marital como un prescrito contractual leonino, basado en el imperium de la parte masculina?). Esta tesis –aquí supuesta, pero literalmente aparente– choca con ímpetu de carnero –ya que hablamos de cornudos, pues ambos fueron preteridos en cuestión de amores por la misma mujer– con las palabras de uno de los personajes secundarios de la narración, el joven Alexandr Lobov, quien denuncia la “barbarie social” que convierte a las jóvenes casaderas en moneda de cambio matrimonial de provechosos negocios familiares, una injusticia basal que podría tomarse como complemento y explicación de las suposiciones sobre la maldad intrínseca que las mujeres desenvuelven hacia sus cónyuges –a modo de venganza, tal vez– cuando estos son eternos maridos.
Lo ciertamente curioso es que el eterno marido, le duela o no, nunca escarmienta y quiere volver siempre al altar, fin para el que está predispuesto por váyase a saber qué designio innato o adquirido. Y ocurre que Trusotski está en plena gestión de un nuevo matrimonio, y desea convertir a su admirado Veltxaninov –envidia sus dotes de galán a pesar de las sospechas, que las tiene– en una suerte de avalista de su candidatura de esposo. Una propuesta que el segundo aceptará a regañadientes, quizá por lástima hacia el pretendiente, ora por maliciosa curiosidad, y que a punto estará de convertirse en tragedia.
Con estos mimbres argumentales, mientras el gran escritor ruso especula sobre la dialéctica de poderes que se enfrentan y equilibran cual vasos comunicantes en el seno del matrimonio, la novela incide también en uno de los aspectos más caprichosos del sentimiento amoroso, como es la figuración; en otras palabras, la persona amada como creación del amante. Con la perspectiva de los años transcurridos, Veltxaninov pondera que la difunta Natalia Vasilievna “carecía de todo lo necesario para cautivar y dominar”, y temía que “quizá fuera él el único que había visto en ella cosas que en realidad no existían”. ¿No les recuerda ese pensamiento atormentado al sentido del ridículo que se apodera del Swann de Marcel Proust?: “¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!”, podemos leer en la magnífica Por el camino de Swann. Por cierto: la reflexión de Veltxaninov brinda al autor la oportunidad de realizar otro ejercicio de descripción técnicamente majestuoso, esta vez de la persona física y psíquica de la amante evocada.
Claro que hay otros tipos de amor, y el más elevado de ellos –para Dostoievski– es el filial. Veltxaninov se siente conmovido hasta la última de sus fibras, una sensación que nunca había experimentado antes (“Solo veía una cosa: que jamás había sentido lo que ahora, y que jamás, en toda su vida, podría olvidarlo”), cuando conoce a la hija de Trusotski, que sospecha de su propia simiente en razón de ciertos cálculos cronológicos. La paternidad es tratada como “verdadero fin de la vida” y llega a generar la metamorfosis del hombre frívolo y lúbrico –aunque compungido por sus faltas– que hasta entonces era Veltxaninov, como nos muestran sus propios pensamientos: “Ayudado por mi amor a Lisa [la presunta hija], yo habría purificado y rescatado todo mi pasado absurdo e inútil; yo habría educado para la vida a un ser puro y bueno, y a causa de este ser, todo me habría sido perdonado; hasta yo mismo me habría absuelto de todo.” Y es que el ansia de redención es otro de los temas de aparición recurrente y estelar en las novelas del gran Dostoievski.
Apuntes, del subsuelo.
La Clara y las figuraciones.
El culmen de la fantasía, es frugalidad de las cosas, vanidad de vanidades.
Es como subirse a una rama, y bajar el remo de la plancha, a la carabina. Y, allí, compone, el músico, la música celeste, más amplificada, de todos los cantos, sonoros. De todas las épocas santas y sagradas, en torno, a el. Y, además, no voy ya, en torno a lo mítico.
Cuestión, de la tierra sagrada. Cuestión, de el viento. Frugal. Y, de los santos.
Cuestión, de el recuerdo, de la tierra, infastuosa. De el prendil, me acuerdo. A razón, de más. Cuando la subliminal, sea menor. . . Que el edificio, de la razón, pura, sublime, a todos, los cantos habidos…. Fin. Etc, etc, etc.. FIN… .