Yo no soy nadie: “Apostar contra las palabras”
Por Óscar Mora. @oscar_mora_
Yo no soy nadie para hablar de prisas, pero puede que hayáis oído hablar de esa diabólica idea que es el NanoWrimo. Se trata de escribir una novela en un mes, con un mínimo de 50.000 palabras. ¿Un documento de 50.000 palabras nos convierte en novelistas? Obviamente, no, no lo hace. Como dice una ilustre participante, al terminar no tenía una novela, sino “una mierda”. ¿Para qué sirve, entonces, hacer una maratón de la escritura, forzar las horas posibles de trabajo literario, exprimir y estirar las ideas hasta que queden irreconocibles? Cuando decidí apuntarme en NanoWrimo, lo hice impelido por las más de 30 libretas con ideas, capítulos sueltos, esbozos de personajes… que ocupan un estante en esta habitación y que se habían mantenido ahí por culpa de la pereza y por la falta de confianza en que en cualquiera de esas libretas hubiese alguna idea con valor real. La propuesta de contrarreloj del Nanowrimo pervierte completamente el mecanismo solitario de la escritura. Mientras se va redactando, hay detrás (y delante, y a los lados) una comunidad de escritores en ciernes, que ofrecen la sensación de estar ejecutando un acto en grupo, un acto social. Os habrá pasado alguna vez: haciendo zapping, ves que ha empezado una película que te gusta y que inexorablemente finalizará media hora o una hora después de su minutaje real. Nada tan fácil como clicar un enlace o estirar la mano hasta la estantería de los DVD’s para verla sin cortes, pero nos quedamos viéndola con pausas y con un timing que nos han impuesto. Uno de los mecanismos que está operando aquí es el de pertenencia, el de poder realizar en solitario un acto colectivo. Ese es el atractivo del NanoWrimo, convertir lo particular en universal.
No escribimos solos, eso es evidente. Cuando nos sentamos delante de nuestros asépticos teclados, hay una tradición literaria detrás que nos sopla las ideas a la oreja, una recua de experiencias inevitables que dotan de armazón lo que se pone por escrito. La dificultad de darle una forma es lo que muchos novelistas jóvenes parecen eludir, con la excusa de que sus libros son “novelas de ideas”, pero si Kerouac sólo tardó tres semanas en escribir El camino o Faulkner apenas seis semanas en redactar la descomunal Mientras agonizo, es porque la historia ya estaba en su interior. El propio García Márquez explicaba que, durante un viaje en coche por México un relámpago iluminó el parabrisas y “vio”, de principio a fin, toda la historia de Cien años de soledad. Dejó su trabajo y dedicó meses a lo que menos le gustaba: sentarse a escribir. El verdadero mérito de la nómina de novelas escritas en tiempo récord lo tiene, a mi parecer, El jugador, de Dostoievski. El autor ruso tenía una fama modesta, una salud precaria y una nueva adicción: las apuestas, hábito que adquirió durante un viaje por Francia para encontrarse con una amante. A través de sus cartas, sabemos que le fascinaba tanto ganar una fortuna como arruinarse por completo. Cuando las deudas le apremiaron y estaba a punto de perder incluso los derechos de lo que tenía publicado hasta el momento. Vivía encerrado en la habitación de un hotel de la que no podía salir porque era incapaz de pagar lo que debía a sus dueños. Para colmo de males, en esa época le asaltó la idea de otra obra de redacción descomunal, Crimen y castigo, y como García Márquez, necesitaba el tiempo para escribirla. En ausencia de tiempo, o de dinero que convertir en tiempo, dictó la novela en una sola semana sin preparación previa, viajando únicamente al infierno personal que para él fue la ludopatía. No dejó de jugar en toda su vida y, para nuestra fortuna, tampoco dejó de escribir, si es que ambas cosas no son, en esencia, lo mismo.