Cuando el islam pudo ser aliado: la polémica del adopcionismo hispano

Por Ignacio González Orozco.

Representación del anticristo con vestiduras y gorro orientales (Beato de Escalada, siglo X)
Representación del Anticristo con vestiduras y gorro orientales (Beato de Escalada, siglo X)

I

En la naturaleza divina de Jesús reposa uno de los pilares de la pretendida condición verdadera de la fe católica. Sin embargo, su relación filial con el Creador no siempre ha sido interpretada de un modo literal por los creyentes; mejor dicho, no todos los creyentes han entendido siempre que el primero era descendiente directo del segundo, en virtud de una misteriosa alquimia de transubstanciación de la energía espiritual en materia seminal.

El cristianismo primitivo realzó las virtudes de su fundador con un título tomado de la tradición judía, el de Mesías (del hebreo Mesiah), cuyo original sentido era el de “ungido”, en referencia a la costumbre de ungir (impregnar, untar) a los reyes con afeites y perfumes, antigua señal de homenaje.

El Ungido aguardado por los hebreos era humano, aunque de condiciones extraordinarias, además de –y necesariamente como– líder popular. El primero en citar a un Mesías que restauraría la libertad del pueblo de Israel fue el profeta Isaías, durante la cautividad de Nínive (siglo VIII a. de C.). La manumisión esperada atañía al fin del dominio extranjero (en tiempos de Jesús, ejercido por el Imperio romano), pero también al desarraigo de los vicios atávicos de sus beneficiados. Las proclamas de los profetas presentaban la libertad externa de los israelitas como premio a la reconciliación con el Dios que los había distinguido entre las demás naciones pero más tarde les retiró su favor, dado el escaso celo demostrado en el cumplimiento de las normas religiosas pactadas. De ahí que la misión del Mesías se desgranara en dos grandes tareas: sucesivamente, la unificación de las distintas interpretaciones y actitudes que fraccionaban a los seguidores de la ley mosaica, embarcando a todos los fieles en un mismo empeño de regeneración moral, y el encauzamiento de esa fuerza humana y espiritual hacia la consecución de una autonomía nacional plena. Así, la libertad exterior sería consecuencia de una depuración espiritual colectiva; un premio a la restauración de la Alianza datada en tiempos de Moisés.

II

Jesús de Nazaret descendía de estirpe regia: la Casa de David. En ese aspecto cumplía con las profecías mesiánicas de Isaías y Jeremías. Los Evangelios inciden en este aspecto genealógico, recogido como tesis argumental por Robert Graves en su novela Rey Jesús, que bosqueja la figura de un Mesías con objetivos políticos y ansias reformadoras, impelido a la causa por la conciencia de su estirpe. El escritor británico renueva así el sentido la célebre inscripción que coronaba la cruz, a menudo interpretada como jocosa: INRI (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum).

Con independencia de que la historicidad del rey David sea dudosa (en el mejor de los casos), los judíos no tenían duda acerca de su gloriosa biografía, creencia nunca extendida al reconocimiento de su parentesco con Jesús. Del mismo modo, la predicación del galileo quedó muy lejos de concitar un gran movimiento de regeneración espiritual entre sus compatriotas; el seguimiento alcanzado por la nueva doctrina resultó modesto entre los hijos de Jacob-Israel (de nuevo en la más generosa de las apreciaciones), aparte de desatar una polémica acerba con la jerarquía del templo, intérprete oficial de la religión hebrea. Hasta tal punto llegó la trifulca que los propios judíos pidieron la ejecución del pretendido Mesías –Jesús reivindica el rango para sí, también en los Evangelios– ante la desidia del poder romano, que siguió imperante sobre Palestina durante y con posterioridad a la vida de quien no logró la liberación de su pueblo. Así pues, los objetivos teóricos del mesianismo quedaron plenamente frustrados con el nazareno.

III

El cristianismo en general y la Iglesia católica en particular deben a Pablo de Tarso la transformación del fallido Mesías-restaurador hebreo, Jesús de Nazaret, en el Salvador espiritual de todos los humanos. Fue el Apóstol de los Gentiles –fariseo de formación y como tal experto conocedor de las tradiciones religiosas de su pueblo– el primero en descubrir, porque de una brillante invención se trató, la exitosa opción de restringir la liberación prometida al campo de la espiritualidad, y el liderazgo requerido a la inapelable autoridad de la filiación divina. El “hijo del hombre” se convirtió en un “Ungido” de justificación trascendente, el “Hijo de Dios”.

Empero, no quedó tan claramente justificada la sobrenatural filiación, porque la propia denominación de “hijo” está cargada de antigua ambigüedad. Todos los seres de la Creación merecen la consideración de vástagos de Dios, si originados por su voluntad y acto (lo dice la Biblia). Pero en la escala tradicional de los entes, fijada –qué casualidad– por los humanos, los considerados “superiores” –los recién citados clasificadores– monopolizaron en la práctica ese rango, no solo por considerarse poseedores de cualidades descollantes, un aserto básico de la filosofía grecorromana, sino también, junto con lo anterior, por haber sido hechos “a imagen y semejanza” del Padre en la visión judeocristiana. Con lo cual, ante el igualitarismo que deriva de la general excelencia humana, la jerarquía inherente al singular hijo podía entenderse fácilmente como la propia del elegido, sujeto de carácter heroico más no por ello divino en su naturaleza.

Esta última apreciación vertebró la tesis central de la doctrina adopcionista, oficialmente herética: como el adjetivo bien indica, sus seguidores cifraban la relación entre Jesús y Dios en una elección, equiparable a la adopción. El Mesías seguía siendo un hombre, si bien se trataba de un ser de cualidades sobresalientes, inigualables seguramente, cuya acción estuvo inspirada de modo directo por el Padre (de todos) Eterno.

IV

La polémica acerca de la divinidad de Jesús no es ajena a la historia eclesiástica hispana, que durante los siglos V-VI conoció la desconfiada convivencia entre el arrianismo, doctrina profesada por la casta gobernante visigoda y opuesta a la divinización del nazareno, y el cristianismo latino de la mayoría demográfica hispanorromana, insistente siempre en el ligamen paterno-filial entre el Mesías y el Padre, dentro de la unidad de la Santísima Trinidad. La controversia concluyó oficialmente con la unificación religiosa bajo los dictados teológicos de Roma, verificada durante el reinado de Recaredo (587).

En esencia, la polémica mantenida por los seguidores de Arrio se reprodujo a causa del adopcionismo, una corriente de menor complejidad teológica que el arrianismo y por ello más cercana a la comprensión del sentido común. Aunque antigua y originaria del Oriente Próximo (ya había sido condenada en 325 por el primer concilio de Nicea), la herejía adopcionista estaba arraigada en la Hispania del siglo VIII, o cuando menos presente en sus cenáculos teológicos; entre sus valedores tuvo a los prelados Elipando (756-807) y Félix (?-h. 811-818), obispos de Toledo y Urgell, respectivamente.

Elipando, precursor y principal propagandística del adopcionismo hispano, sostuvo que Dios eligió a su Hijo y habitó en él como un sacerdote mora en el templo, sin confundirse sus naturalezas. Tras ver nuevamente condenada su doctrina por el segundo concilio de Nicea (787), no perdió el toledano el ánimo y siguió manteniéndola, incluso arriesgándose a sufrir represión física, durante el sínodo de Frankfurt (794) y el concilio de Aquisgrán (800), foro este último ante el cual –así lo quieren las crónicas– fue dialécticamente derrotado por uno de los grandes retóricos de su tiempo, Alcuino de York (735-804), valido espiritual del emperador Carlomagno.

Antes de batirse en duelo teológico con Alcuino, Elipando ya había padecido las invectivas de un destacado compatriota, el monje Beato (?-798). Ambos animaron la más agria polémica teológica de la historia eclesiástica española.

V

Beato profesó con data incierta en el monasterio de San Martín de Turieno (más tarde consagrado a Santo Toribio), en la cántabra Liébana, un paraje alejado de las insidias del mundo y las guerras fronterizas; a pesar a ello, el monje desplegó una intensa actividad tanto intelectual como pública, plenamente referenciada a los avatares políticos e ideológicos de su tiempo, favorecido tal vez –si fue cierto– por su empleo como confesor de Alfonso II el Casto, rey de Asturias.

El prestigio teológico de Beato se cimentó gracias al Apologeticum adversus Elipandum, sive de adoptione Christi Filii Dei (Apologética contra Elipando, o de la adopción de Cristo, Hijo de Dios), escrito h. 786 con ayuda de otro monje, Eterio de Osma. El subido tono expresivo de este escrito con aires de libelo, fue calificado siglos después de “bárbaro” por el erudito cántabro Marcelino Menéndez y Pelayo.

Cierto es que Elipando había arremetido primero contra su adversario teológico, tildando a Beato de charlatán (“falso profeta”), infame (autor de “escritos apestosos”), pecador (“dado a la lascivia de la carne”) y garrulo (“Ahora una oveja sarnosa se quiere convertir en nuestro doctor”). El monje de Turieno, por alusiones, tachó al obispo toledano de hereje –¡qué menos para esa trifulca!– y “mono de circo”, pero si en una expresión mostró su grado de desvergüenza, esa fue la de “testiculum Antichristi”. El improperio se presta a una traducción rápida y fácil, pudiendo tomarse literalmente como “testículo del Anticristo” (Camilo José Cela, llevado de su grosero casticismo, lo interpretaba sin reparos como “cojón”). Sin embargo, Beato jugaba aquí con dos palabras latinas, el sustantivo testis (testigo) y el sufijo –culus, de sentido diminutivo; así pues, una traducción benévola del vituperio sería “pequeño –o insignificante– testigo del Anticristo”. Sea como fuere, quedó claro que su arrojo le permitió ganar por KO este combate de descalificaciones.

VI

El enfrentamiento personal entre Elipando y Beato reflejó también la diatriba política y cultural que enfrentaba en su mismo seno a la Iglesia hispana del siglo VIII: en un bando formaban los partidarios de una alianza con la Córdoba islámica o, cuando menos, la no beligerancia ante ella mismo; frente a ellos, los proclives al enfrentamiento directo con los musulmanes, y por cierto en todos los órdenes, desde el plano doctrinal al militar. Un precedente ibérico directo del choque de civilizaciones vaticinado en 1993 por el analista político estadounidense Samuel Huntington.

Aunque se desconozcan el lugar y la fecha de su nacimiento, el monje Beato era de presumible origen mozárabe; es decir, procedía de los territorios sitos al sur del río Duero y dominados por los musulmanes, cuyos gobernantes toleraban la práctica del culto cristiano so pago de un impuesto especial y con ciertas restricciones públicas (por ejemplo, quedaba prohibido el tañido de las campañas de las iglesias, tanto como la celebración de procesiones callejeras). Los mozárabes más reacios a la aceptación de esas trabas emigraron a los reinos cristianos norteños, para aportarles el exótico capricho de su arte orientalizante y una enconada animadversión hacia el islam, precursora histórica del posterior movimiento cruzado europeo.

Otros cristianos hubo que permanecieron en su solar nativo, bajo la autoridad jurídica de condes que actuaban como delegados del poder ejecutivo musulmán y, en el ámbito espiritual, de obispos elegidos por la propia Iglesia mozárabe. Incluso se dio el caso de que algunos de esos mozárabes no migrantes pretendieron allanar las diferencias dogmáticas que los separaban de los seguidores de Mahoma, entre las cuales descollaba la calidad divina de Jesús. El adopcionismo fue el vehículo de ese acercamiento, a la postre frustrado por la ortodoxia romana.

El adopcionismo se expandió también por los prístinos condados de la Catalunya Vella, y aun al otro lado de los Pirineos, a cuyos prelados remitió Elipando su Carta de los obispos de Spania a sus hermanos de la Galia. También redactó el diocesano de Toledo una misiva a Carlomagno, en la que denostaba a Beato, pero la larga mano de Alcuino, valedor del lebaniego, tenía bien sujetos todos los asuntos doctrinales en el palacio imperial de Aquisgrán.

VII

El choque de civilizaciones postulado por Beato quedó bien expresado en los doce tomos de su más célebre obra, In Apocalypsin Beati Ioannis Apostoli Commentaria (Comentarios al Apocalipsis del Apóstol San Juan, h. 786). Se trata, como su nombre indica, de una exposición comentada del último libro del corpus bíblico cristiano, tradicionalmente considerado como profético, escrito h. 95 en la isla de Patmos por Juan el Teólogo, discípulo de Jesús y autor también del cuarto Evangelio canónico.

Más que su contenido teológico, de los Comentarios ha recibido superiores encomios la eclosión polícroma y el desahogo fantástico de las miniaturas que lo adornaban, presentes igualmente en sucesivas copias manuscritas distinguidas con la denominación genérica de beatos. Sin embargo, el texto amerita un innegable valor recopilatorio, pues al monje de Liébana se debe la salvación del olvido de una parte sustancial de la exégesis bíblica del Bajo Imperio romano y la Alta Edad Media, con fragmentos de Ticonio Afro (h. 300-390), san Jerónimo (h. 340-420), san Ambrosio (h. 340-397), san Agustín (350-430), san Gregorio Magno (h. 540-604) y san Isidoro de Sevilla (h. 556-636), entre otros muchos comentaristas sacros. Beato enlazó las citas de los autores, para crear con ellas unidades temáticas que se asignan a los distintos fragmentos de la obra del evangelista.

Junto a tal rescate, el compilador sumó de su propio numen algunas notas que representan una parte poco significativa del texto –en atención a su magnitud– pero adquieren especial significación por su tono y contenido, al identificar los grandes males presagiados por la obra de Juan con los avatares de su tiempo. Así, la gran Bestia infernal que la tradición había identificado con el Imperio romano se troca en el emirato omeya de Córdoba; la Babilonia capital de la impiedad no es otra que la capital andalusí; si el sentido final tradicionalmente atribuido al Apocalipsis era el anuncio del triunfo de Cristo sobre su antagonista, el Anticristo, los Comentarios asignan esa lucha trascendental a la batalla que los reinos cristianos libran contra los musulmanes, y todo es válido en este debate sangriento entre el bien y el mal, porque su resultado implicará el destino de la humanidad entera. Por supuesto, Mahoma asume el rol del Anticristo. De este modo, la obra de Beato adquiere un nuevo valor, el panfletario: las monarquías del norte peninsular se sirvieron de sus invectivas para convertir pendencias políticas en guerras de religión.

El choque de civilizaciones se sirve así en su estado puro, el de las pasiones y los enconos obcecados. Sobre tal dislate se fundará la pretendida misión secular de España, mito cerrilmente refrendado siglos después por las palabras de uno de sus gobernantes, José María Aznar López: “el problema que España tiene con Al Qaeda y el terrorismo islámico no comienza con la crisis de Iraq, De hecho, no tiene nada que ver con las decisiones del Gobierno. Deben retroceder al menos 1.300 años, a principios del siglo octavo, cuando España, recientemente invadida por los moros, rehusó a convertirse en otra pieza más del mundo islámico y comenzó una larga batalla para recobrar su identidad” (discurso en la Universidad de Georgetown, septiembre de 2004).

VIII

A modo de colofón, unas curiosidades sobre los dos antagonistas, Elipando y Beato.

Como buen preboste eclesiástico que al fin y al cabo era, Elipando no se sintió movido por la persecución y condena de sus ideas hacia una mayor tolerancia con respecto al pensamiento ajeno, puesto que al obispo toledano se debe el interdicto contra la doctrina de Migecio, quien identificó al Hijo de la Santísima Trinidad con el rey David (en tanto que de él nació la estirpe del Mesías) y al Espíritu con Pablo de Tarso (por ser este apóstol el alma difusora del cristianismo). No deja de parecer una permutación estrambótica en exceso, hasta para el heresiarca Elipando.

Al prelado de Toledo nunca lo alcanzaron las llamas de una pira, como ocurrió a lo largo de la historia con tantos heresiarcas, pero murió a espada, degollado junto a otros 400 prohombres toledanos –musulmanes, cristianos y hebreos– por orden del emir Alhakén II, en la llamada Jornada del Foso (797). Con esta masacre, el mandatario cercenó de cuajo –nunca mejor dicho– las ansias emancipatorias de la ciudad, que pretendía ganar parcelas de autonomía al gobierno autocrático de Córdoba.

Comentarios aparte, a su antagonista Beato se debe también la leyenda de la predicación ibérica del apóstol Santiago, expuesta en su himno O Dei Verbum (788), donde por primera vez se trata al Hijo del Trueno como patrono de España. El sepulcro del apóstol –hermano mayor del apocalíptico Juan– fue milagrosamente descubierto en 810, pocos años después del fallecimiento del monje lebaniego.

Otra de las obsesiones de Beato fue el fin de los tiempos. Aunque Jesús aseguró que su Reino “no es de este mundo”, el Apocalipsis (en griego, Revelación) sienta en la tradición cristiana la creencia en un gobierno divino efectivo de las cosas terrenales, correspondiente al período denominado Quiliasmo o Milenio: literalmente, cumplidos seis mil años desde la creación del mundo se inaugurará el reinado personal de Cristo en la Tierra, una etapa de mil años durante la cual Satanás permanecerá aherrojado en el abismo (20:4-5). Esta tregua del mal concluirá con la aparición del Anticristo, un falso profeta; será entonces cuando Satanás emprenda la lucha final contra el Mesías, secundado por la Bestia, una figura de caprichosa interpretación que puede entenderse como un poder bélico terrenal, seguramente imperial. A la postre quedarán derrotados, tras causar inenarrable devastación y dolor, y tendrá lugar el Juicio Final. Pues bien, calendario Juliano en mano, Beato escribió sus comentarios h. 823 (en el calendario gregoriano actual, 785), ni más ni menos que el 5985 desde que Adán y Eva pisaron por vez primera el Edén: apenas quedaban quince años para el fin del mundo, según ese cómputo legendario. Se equivocó, evidentemente.

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