Cherchez la femme: «EL GRAN MEAULNES», de Alain Fournier
Por Ignacio González Orozco.
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue intensamente disputada por los escritores e intelectuales europeos y estadounidenses, en distintos frentes y desde diferentes bandos. Lejos del escenario bélico, Bertrand Russell, Albert Einstein, Romain Rolland, Thomas Mann y Stefan Zweig unieron sus voces en contra de las hostilidades y por una solución pacífica al enfrentamiento entre naciones; dentro del teatro de operaciones del conflicto, John Dos Passos y Ernest Hemingway sirvieron en los cuerpos de ambulancias, mientras que Giani Stuparic, William March, Wilfred Owen, Erich Maria Remarque, Ernst Jünger, Louis Fedinand Céline y el autor que ahora nos ocupa, Alain Fournier (de verdadero nombre, Henri Alban Fournier), fueron testigos directos de los horrores de la lucha en las trincheras. En concreto, Fournier falleció en las operaciones militares de Les Espargues, cerca de Verdún, el 22 de septiembre de 1914. Tenía entonces 28 años.
La trágica desaparición del joven escritor aportó un halo de romántico heroísmo a su única novela concluida, El gran Meaulnes, publicada en el año anterior a su muerte (1913). Un relato en buena medida autobiográfico, que transcurre mayormente en el entorno rural y protagonizan dos muchachos: François Seurel (trasunto novelesco de Fournier), hijo del maestro de la aldea de Sainte-Agathe, y Augustin Meaulnes, pensionado en casa del anterior.
Se trata de personalidades dispares, pero complementarias: si François es un adolescente tímido y sensible, Meaulnes se demuestra inquieto, no siempre conforme con las normas aunque lejos de caer en la indisciplina; transido de ánimo aventurero y, sobre todo, poseedor de un aplomo propio de adultos. Ambos entablarán una amistad inmarcesible, en la que mucho influye la admiración cuasi extática que François profesa a su compañero, ejemplo de superación de todos sus miedos y carencias infantiles.
Ocurre que Meaulnes, extraviado casualmente durante una salida campestre, llega sin saber por dónde a la quinta solitaria donde se está celebrando una fiesta nupcial. Allí pasa un par de días y conoce a una bella muchacha (la hija de los propietarios, Yvonne de Galais), de la cual queda prendado. El traje de letras de este episodio da pruebas suficientes de las dotes de observación de Fournier, así como de su comodidad en los pasajes descriptivos. Partiendo del pintoresquismo de los tipos –campesinos unos, burgueses otros– y del comportamiento disipado de todos ellos por efecto del alcohol y del jolgorio inherente al festejo (cuya intensidad nos retrotraería al primer elemento del binomio, puesto que la pescadilla se muerde la cola), el autor logra crear una atmósfera ciertamente onírica. La quinta se asemeja a un pequeño paraíso donde se dispensan con prodigalidad todos los dones de la tierra, para gozo de unos invitados que viven un paréntesis de camaradería inusual en sus vidas cotidianas, dada la diferencia de rangos sociales.
El evento concluye abruptamente, porque la novia deja plantado al novio el mismo día de la boda, y Meaulnes regresa a casa del maestro Seurel gracias a unos campesinos que lo dejan cerca de Sainte-Agathe. Desde entonces vivirá preso de una obsesión: encontrar el camino de la quinta donde le aguarda su enamorada. Cuál será su sorpresa, ciertamente feliz, cuando descubre que uno de los cómicos que han recalado en la aldea es Franz de Galais, el novio despechado de la fiesta y a la sazón hermano de Yvonne, lanzado a los caminos en busca de quien fuera su prometida… Y cuál su desconcierto al saber que los actores han huido del pueblo, previo robo de una gallina.
Desesperado ante la imposibilidad de rehacer el itinerario que lleva a la mansión, Meaulnes consigue volver con su madre a París, donde sabe que la familia de Galais tiene una casa. Cherchez la femme. Allí vigila día tras día, noche tras noche con la esperanza de ver a su amada. Vana ilusión, porque la vivienda está cerrada a cal y canto, y al parecer permanece deshabitada desde hace largo tiempo.
En su puesto de centinela, hasta el dolor llega a perder su atractivo y su sentido, transformándose en rutina. La adolescencia se da de bruces con la realidad: la pasión es una carga insufrible, porque resulta agotadora. También por degradarse en una melancolía paralizante cuando, a la larga, no halla satisfacción. Meaulnes acaba por ceder –pues no llega a olvidar– y lo hace con Valentine, una muchacha que encuentra con frecuencia en la calle, durante sus largos ratos de plantón. Muere el muchacho, de su dolor nace el hombre.
Tiempo después, cuando también ha fenecido en la nada el breve romance con Valentine, la casualidad –Seurel mediante– hace que Meaulnes e Yvonne de Galais se reencuentren y unan en matrimonio. Y poco después del enlace, la reaparición de Franz, el hermano de Yvonne, que sigue corriendo por los caminos en busca de su frustrada esposa, arrastrará misteriosamente a Meaulnes. Durante su ausencia, Seurel descubre unas notas del amigo que desvelan la identidad de Valentine: era la prometida de Franz y también rondaba la casa de París, arrepentida de su acción, por si recalase en ella el novio atormentado. Cherchez une autre femme. Cuando Meaulnes regresa junto con Franz y Valentine, por fin casados, hallará que su esposa ha muerto de parto, aunque proporcionándole el consuelo de una hija, de la cual ha cuidado Seurel como improvisado tutor.
No puede pasarse por alto la trascendencia, singularmente patética, que el fallecimiento de Yvonne conlleva para Seurel: su primer contacto físico con un cuerpo de mujer –no se colige otro de la lectura del texto– tiene lugar cuando carga en brazos el cadáver de Yvonne para bajarlo a la planta baja de la casa de los Galais, ya que la estrechez de la escalera impide subir el ataúd. Terrible manera, sin duda, de traspasar la frontera entre la ensoñación sensual y la elocuencia de su materialidad.
Para los dos amigos, la muerte de Yvonne se hilará como un eslabón más en ese proceso de desencantamiento del mundo que supone el estreno de la edad adulta: sueños que parecen cumplidos pero se cierran con trágico final.
¿Qué persigue esta “novela poética” –como ha sido definida por la crítica– sino conmover al lector mediante la evocación de sentimientos universalmente compartidos? Tal es su finalidad, más que embelesar con los misterios que de modo sucesivo plantea (ligados siempre a circunstancias de la vida cotidiana, no piense nadie que estamos ante una novela de intriga) o mostrar la complejidad psicológica de los personajes (abordada tan solo mediante su reflejo conductual, a través de las peripecias en que se enfrascan). Melancolía y nostalgia son terrenos hospitalarios para la literatura. De hecho, toda la historia es un ejercicio de añoranza a cargo de un narrador en primera persona, François Seurel/Alain Fournier, y su moraleja podría expresarse con una de las reflexiones que aparecen en el texto, referida a los aldeanos que lo pueblan: “Yo les enseñaría a encontrar la felicidad, que está cerca de ellos aunque no lo parece”. Buena sentencia para dedicar –y predicar– a todos los adolescentes, de edad o mentalidad, que conciban la felicidad como un objeto, no como un estado de conciencia.