Beatriz Preciado: «Manifiesto contrasexual»
«¿Qué es la contrasexualidad?
La contrasexualidad no es la creación de una nueva naturaleza, sino más bien el fin de la Naturaleza como orden que legitima la sujeción de unos cuerpos a otros. La contrasexualidad es, en primer lugar, un análisis crítico de la diferencia de género y de sexo, producto del contrato social heterocentrado, cuyas performatividades normativas han sido inscritas en los cuerpos como verdades biológicas. En segundo lugar: la contrasexualidad apunta a sustituir este contrato social que denominamos Naturaleza por un contrato contrasexual. En el marco del contrato contrasexual, los cuerpos se reconocen a sí mismos no como hombres o mujeres sino como cuerpos hablantes, y reconocen a los otros como cuerpos hablantes.
Se reconocen a sí mismos la posibilidad de acceder a todas las prácticas significantes, así como a todas las posiciones de enunciación, en tanto sujetos, que la historia ha determinado como masculinas, femeninas o perversas. Por consiguiente, renuncian no sólo a una identidad sexual cerrada y determinada naturalmente, sino también a los beneficios que podrían obtener de una naturalización de los efectos sociales, económicos y jurídicos de sus prácticas significantes. La nueva sociedad toma el nombre de sociedad contrasexual al menos por dos razones. Una, y de manera negativa: la sociedad contrasexual se dedica a la deconstrucción sistemática de la naturalización de las prácticas sexuales y del sistema de género. Dos, y de manera positiva: la sociedad contrasexual proclama la equivalencia (y no la igualdad) de todos los cuerpos-sujetos hablantes que se comprometen con los términos del contrato contrasexual dedicado a la búsqueda del placer-saber.
El nombre de contrasexualidad proviene indirectamente de Foucault, para quien la forma más eficaz de resistencia a la producción disciplinaria de la sexualidad en nuestras sociedades liberales no es la lucha contra la prohibición (como la propuesta por los movimientos de liberación sexual antirrepresivos de los años setenta), sino la contraproductividad, es decir, la producción de formas de placer-saber alternativas a la sexualidad moderna. Las prácticas contrasexuales que van a proponerse aquí deben comprenderse como tecnologías de resistencia, dicho de otra manera, como formas de contradisciplina sexual.
La contrasexualidad es también una teoría del cuerpo que se sitúa fuera de las oposiciones hombre/mujer, masculino/femenino, heterosexualidad/homosexualidad. Define la sexualidad como tecnología, y considera que los diferentes elementos del sistema sexo/género denominados «hombre», «mujer», «homosexual», «heterosexual», «transexual», así como sus prácticas e identidades sexuales, no son sino máquinas, productos, instrumentos, aparatos, trucos, prótesis, redes, aplicaciones, programas, conexiones, flujos de energía y de información, interrupciones e interruptores, llaves, leyes de circulación, fronteras, constreñimientos, diseños, lógicas, equipos, formatos, accidentes, detritos, mecanismos, usos, desvíos… La contrasexualidad afirma que en el principio era el dildo. El dildo antecede al pene. Es el origen del pene. La contrasexualidad recurre a la noción de «suplemento» tal como ha sido formulada por Jacques Derrida (1967); e identifica el dildo como el suplemento que produce aquello que supuestamente debe completar. La contrasexualidad afirma que el deseo, la excitación sexual y el orgasmo no son sino los productos retrospectivos de cierta tecnología sexual que identifica los órganos reproductivos como órganos sexuales, en detrimento de una sexualización de la totalidad del cuerpo.
Es tiempo de dejar de estudiar y de describir el sexo como si formara parte de la historia natural de las sociedades humanas. La «historia de la humanidad» saldría beneficiada al rebautizarse como «historia de las tecnologías», siendo el sexo y el género aparatos inscritos en un sistema tecnológico complejo. Esta «historia de las tecnologías» muestra que «La Naturaleza Humana» no es sino un efecto de negociación permanente de las fronteras entre humano y animal, cuerpo y máquina, pero también entre órgano y plástico. La contrasexualidad renuncia a designar un pasado absoluto donde se situaría una heterotopía lesbiana (amazónica o no, preexistente o no a la diferencia sexual, justificada por una cierta superioridad biológica o política, o bien resultado de una segregación de los sexos) que sería una especie de utopía radical feminista separatista. No necesitamos un origen puro de dominación masculina y heterosexual para justificar una transformación radical de los sexos y de los géneros. No hay razón histórica susceptible de legitimar los cambios en curso. La contrasexualidad «is the case». Esta contingencia histórica es el material, tanto de la contrasexualidad como de la deconstrucción. La contrasexualidad no habla de un mundo por venir; al contrario, lee las huellas de aquello que ya es el fin del cuerpo, tal como éste ha sido definido por la modernidad. La contrasexualidad juega sobre dos temporalidades. Una temporalidad lenta en la cual las instituciones sexuales parecen no haber sufrido nunca cambios. En esta temporalidad, las tecnologías sexuales se presentan como fijas. Toman prestado el nombre de «orden simbólico», de «universales transculturales» o, simplemente, de «naturaleza». Toda tentativa para modificarlas sería juzgada como una forma de «psicosis colectiva» o como un «Apocalipsis de la Humanidad».
Este plano de temporalidad fija es el fundamento metafísico de toda tecnología sexual. Todo el trabajo de la contrasexualidad está dirigido contra, opera e interviene en ese marco temporal. Pero hay también una temporalidad del acontecimiento en la que cada hecho escapa a la causalidad lineal. Una temporalidad fractal constituida de múltiples «ahoras» que no pueden ser el simple efecto de la verdad natural de la identidad sexual o de un orden simbólico. Tal es el campo efectivo donde la contrasexualidad incorpora las tecnologías sexuales al intervenir directamente sobre los cuerpos, sobre las identidades y sobre las prácticas sexuales que de éstos se derivan. La contrasexualidad tiene por objeto de estudio las transformaciones tecnológicas de los cuerpos sexuados y generizados. No rechaza la hipótesis de las construcciones sociales o psicológicas del género, pero las resitúa como mecanismos, estrategias y usos en un sistema tecnológico más amplio. La contrasexualidad reivindica su filiación con los análisis de la heterosexualidad como régimen político de Monique Wittig, la investigación de los dispositivos sexuales modernos llevada a cabo por Foucault, los análisis de la identidad performativa de Judith Butler y la política del ciborg de Donna Haraway. La contrasexualidad supone que el sexo y la sexualidad (y no solamente el género) deben comprenderse como tecnologías sociopolíticas complejas; que es necesario establecer conexiones políticas y teóricas entre el estudio de los aparatos y los artefactos sexuales (tratados hasta aquí como anécdotas de poco interés dentro de la historia de las tecnologías modernas) y los estudios sociopolíticos del sistema sexo/género. Con la voluntad de desnaturalizar y desmitificar nociones tradicionales de sexo y de género, la contrasexualidad tiene como tarea prioritaria el estudio de los instrumentos y los aparatos sexuales y, por lo tanto, las relaciones de sexo y de género que se establecen entre el cuerpo y la máquina.
Del sexo como tecnología biopolítica
El sexo, como órgano y práctica, no es ni un lugar biológico preciso ni una pulsión natural. El sexo es una tecnología de dominación heterosocial que reduce el cuerpo a zonas erógenas en función de una distribución asimétrica del poder entre los géneros (femenino/masculino), haciendo coincidir ciertos afectos con determinados órganos, ciertas sensaciones con determinadas reacciones anatómicas. La naturaleza humana es un efecto de tecnología social que reproduce en los cuerpos, los espacios y los discursos la ecuación naturaleza = heterosexualidad. El sistema heterosexual es un aparato social de producción de feminidad y masculinidad que opera por división y fragmentación del cuerpo: recorta órganos y genera zonas de alta intensidad sensitiva y motriz (visual, táctil, olfativa…) que después identifica como centros naturales y anatómicos de la diferencia sexual. Los roles y las prácticas sexuales, que naturalmente se atribuyen a los géneros masculino y femenino, son un conjunto arbitrario de regulaciones inscritas en los cuerpos que aseguran la explotación material de un sexo sobre el otro.
La diferencia sexual es una heteropartición del cuerpo en la que no es posible la simetría. El proceso de creación de la diferencia sexual es una operación tecnológica de reducción que consiste en extraer determinadas partes de la totalidad del cuerpo y aislarlas para hacer de ellas significantes sexuales. Los hombres y las mujeres son construcciones metonímicas del sistema heterosexual de producción y de reproducción que autoriza el sometimiento de las mujeres como fuerza de trabajo sexual y como medio de reproducción. Esta explotación es estructural, y los beneficios sexuales que los hombres y las mujeres heterosexuales extraen de ella obligan a reducir la superficie erótica a los órganos sexuales reproductivos y a privilegiar el pene como único centro mecánico de producción del impulso sexual. El sistema de sexo-género es un sistema de escritura. El cuerpo es un texto socialmente construido, un archivo orgánico de la historia de la humanidad como historia de la producción-reproducción sexual, en la que ciertos códigos se naturalizan, otros quedan elípticos y otros son sistemáticamente eliminados o tachados. La (hetero)sexualidad, lejos de surgir espontáneamente de cada cuerpo recién nacido, debe reinscribirse o reinstituirse a través de operaciones constantes de repetición y de recitación de los códigos (masculino y femenino) socialmente investidos como naturales. La contrasexualidad tiene como tarea identificar los espacios erróneos, los fallos de la estructura del texto (cuerpos intersexuales, hermafroditas, locas, camioneras, maricones, bollos, histéricas, salidas o frígidas, hermafrodykes…), y reforzar el poder de las desviaciones y derivas respecto del sistema heterocentrado.
Cuando la contrasexualidad habla del sistema sexo/género como de un sistema de escritura o de los cuerpos como textos no propone, con ello, intervenciones políticas abstractas que se reducirían a variaciones de lenguaje. Los que desde su torre de marfil literaria reclaman a voz en grito la utilización de la barra en los pronombres personales (y/o), o predican la erradicación de las marcas de género en los sustantivos y los adjetivos reducen la textualidad y la escritura a sus residuos lingüísticos, olvidando las tecnologías de inscripción que las hacen posibles. La cuestión no reside en privilegiar una marca (femenina o neutra) para llevar a cabo una discriminación positiva, tampoco en inventar un nuevo pronombre que escapase de la dominación masculina y designara una posición de enunciación inocente, un origen nuevo y puro para la razón, un punto cero donde surgiese una voz política inmaculada. Lo que hay que sacudir son las tecnologías de la escritura del sexo y del género, así como sus instituciones. No se trata de sustituir unos términos por otros.
No se trata tampoco de deshacerse de las marcas de género o de las referencias a la heterosexualidad, sino de modificar las posiciones de enunciación. Derrida ya lo había previsto en su lectura de los enunciados performativos según Austin. Más tarde Judith Butler utilizará esta noción de performatividad para entender los actos de habla en los que las bollos, maricas y transexuales retuercen el cuello del lenguaje hegemónico apropiándose de su fuerza performativa. Butler llamará «performatividad queer» a la fuerza política de la cita descontextualizada de un insulto homofóbico y de la inversión de las posiciones de enunciación hegemónicas que éste provoca. Así por ejemplo, bollo pasa de ser un insulto pronunciado por los sujetos heterosexuales para marcar a las lesbianas como «abyectas», a convertirse posteriormente en una autodenominación contestataria y productiva de un grupo de «cuerpos abyectos» que por primera vez toman la palabra y reclaman su propia identidad. La tecnología social heteronormativa (ese conjunto de instituciones tanto lingüísticas como médicas o domésticas que producen constantemente cuerpos-hombre y cuerposmujer) puede caracterizarse como una máquina de producción ontológica que funciona mediante la invocación performativa del sujeto como cuerpo sexuado. Las elaboraciones de la teoría queer llevadas a cabo durante los noventa por Judith Butler o por Eve K. Sedgwick han puesto de manifiesto que las expresiones, aparentemente descriptivas, «es una niña» o «es un niño», pronunciadas en el momento del nacimiento (o incluso en el momento de la visualización ecográfica del feto) no son sino invocaciones performativas –más semejantes a expresiones contractuales pronunciadas en rituales sociales tales como el «sí, quiero» del matrimonio, que a enunciados descriptivos tales como «este cuerpo tiene dos piernas, dos brazos y un rabo». Estos performativos del género son trozos de lenguaje cargados históricamente del poder de investir un cuerpo como masculino o como femenino, así como de sancionar los cuerpos que amenazan la coherencia del sistema sexo/género hasta el punto de someterlos a procesos quirúrgicos de «cosmética sexual» (disminución del tamaño del clítoris, aumento del tamaño del pene, fabricación de senos de silicona, refeminización hormonal del rostro, etc.). La identidad sexual no es la expresión instintiva de la verdad prediscursiva de la carne, sino un efecto de reinscripción de las prácticas de género en el cuerpo.
El problema del llamado feminismo constructivista es haber hecho del cuerpo-sexo una materia informe a la que el género vendría a dar forma y significado dependiendo de la cultura o del momento histórico. El género no es simplemente performativo (es decir, un efecto de las prácticas culturales lingüístico-discursivas) como habría querido Judith Butler. El género es ante todo prostético, es decir, no se da sino en la materialidad de los cuerpos. Es puramente construido y al mismo tiempo enteramente orgánico. Escapa a las falsas dicotomías metafísicas entre el cuerpo y el alma, la forma y la materia. El género se parece al dildo. Porque los dos pasan de la imitación. Su plasticidad carnal desestabiliza la distinción entre lo imitado y el imitador, entre la verdad y la representación de la verdad, entre la referencia y el referente, entre la naturaleza y el artificio, entre los órganos sexuales y las prácticas del sexo. El género podría resultar una tecnología sofisticada que fabrica cuerpos sexuales. Es este mecanismo de producción sexo-prostético el que confiere a los géneros femenino y masculino su carácter sexual-real-natural. Pero, como para toda máquina, el fallo es constitutivo de la máquina heterosexual. Dado que lo que se invoca como «real masculino» y «real femenino» no existe, toda aproximación imperfecta se debe renaturalizar en beneficio del sistema, y todo accidente sistemático (homosexualidad, bisexualidad, transexualidad…) debe operar como excepción perversa que confirma la regularidad de la naturaleza. La identidad homosexual, por ejemplo, es un accidente sistemático producido por la maquinaria heterosexual, y estigmatizada como antinatural, anormal y abyecta en beneficio de la estabilidad de las prácticas de producción de lo natural. Esta maquinaria sexo-prostética es relativamente reciente y, de hecho, contemporánea de la invención de la máquina capitalista y de la producción industrial del objeto. Por primera vez en 1868, las instituciones médico-legales identificarán este accidente «contranatura» como estructuralmente amenazante para la estabilidad del sistema de producción de los sexos oponiendo la perversión (que en ese momento incluye todas las formas no-reproductivas de la sexualidad, del fetichismo al lesbianismo pasando por el sexo oral) a la normalidad heterosexual.
Durante los últimos dos siglos, la identidad homosexual se ha constituido gracias a los desplazamientos, las interrupciones y las perversiones de los ejes mecánicos performativos de repetición que producen la identidad heterosexual, revelando el carácter construido y prostético de los sexos. Porque la heterosexualidad es una tecnología social y no un origen natural fundador, es posible invertir y derivar (modificar el curso, mutar, someter a deriva) sus prácticas de producción de la identidad sexual. La marica, la loca, la drag queen, la lesbiana, la bollo, la camionera, el marimacho, la butch, las F2M [female to male] y los M2F [male to female] las transgéneras son «bromas ontológicas», imposturas orgánicas, mutaciones prostéticas, recitaciones subversivas de un código sexual trascendental falso. Es en este espacio de parodia y transformación plástica donde aparecen las primeras prácticas contrasexuales como posibilidades de una deriva radical con relación al sistema sexo/género dominante: la utilización de dildos, la erotización del ano y el establecimiento de relaciones S&M (sadomasoquistas) contractuales, por no citar sino tres momentos de una mutación poshumana del sexo.
Los órganos sexuales como tales no existen. Los órganos que reconocemos como naturalmente sexuales son ya el producto de una tecnología sofisticada que prescribe el contexto en el que los órganos adquieren su significación (relaciones sexuales) y se utilizan con propiedad, de acuerdo con su «naturaleza» (relaciones heterosexuales). Los contextos sexuales se establecen por medio de delimitaciones espaciales y temporales sesgadas. La arquitectura es política. Es la que organiza las prácticas y las califica: públicas o privadas, institucionales o domésticas, sociales o íntimas.
Volvemos a encontrar esta gestión del espacio en un nivel corporal. La exclusión de ciertas relaciones entre géneros y sexos, así como la designación de ciertas partes del cuerpo como no-sexuales (más particularmente el ano; como Deleuze y Guattari han señalado «el primero de todos los órganos en ser privatizado, colocado fuera del campo social») son las operaciones básicas de la fijación que naturaliza las prácticas que reconocemos como sexuales. La arquitectura corporal es política».
(Fuente: Manifiesto contrasexual, Beatriz Preciado, Editorial Anagrama)
q sociedad para mas triste !
Preciado representa al sistema
de esto trata la performatividad neoliberal Y CAPITALISTA ( publicidad para el falo-plastico y la felicidad orgasmica a traves de la maquina)
No entiendo cómo se le quiere otorgar tanta importancia a lo que dice un espécimen cómo está.que se ve que entiende tela de su rollito,que para una web porno está muy bien.
Ahora es cuando se está cosechando los frutos de la neo-marxista-judeo-comunista escuela de Frankfurt.
Gramsci podría tener un orgasmo escuchando a esta individua.
No entendí una pija!!!!
La ideología de género no tiene ningún fundamento biológico, histórico o sociológico. Es una filosofía centrada en el sexo. Una filosofía con escaso fundamento, sin ninguna justificación racional, ningún fin útil para la sociedad o para el individuo. Simplemente es una manera más de crear «Untermenschen», subhumanos alienados, en este caso, alienados por los últimos estertores del marxismo criminal, que una vez ha perdido la batalla económica, busca nuevos campos de batalla.
Satanás doctrinando a la sociedad,para el nuevo orden mundial,tristemente serán muchos los que entrarán en ese orden,Jesús dijo «Y conocereis la verdad, y la verdad os hará libres»
SA-TA-NIS-MO puro y duro
qué idiotez!!!!
Un cachetazo al intelecto humano. Eso es lo que nos quieren imponer con esto de la ley de género.
Pingback: PUBLICIDAD ENGAÑOSA SEXUAL Y MENTIRAS DISFRAZADAS DE DERECHOS - EGLIS GAINZA
NO HABIA ESCUCHADO COSA TAN ABERRANTE DE ESTA SEÑORA PRECIADO POBRE NO TIENE CEREBRO.