Leviatán (2014), de Andrei Zvyagintsev
Por Jaime Fa de Lucas.
Mi primera y única andadura por el territorio de Andrei Zvyagintsev –antes de ver Leviatán– fue desafortunada. The Banishment (2007), película que apenas recuerdo y que a la hora de rastrear en mi memoria lo único que encuentro es la nota que le puse en mi perfil de filmaffinity. Pero las cosas cambian, los espectadores maduran, los directores evolucionan, y ahora he de decir que el director ruso, con esta Leviatán, ha conseguido crear un film de calidad considerable. En Rusia también se han dado cuenta y a pesar de que la película es muy crítica, han decidido que represente al país en los Óscar.
La historia es sencilla: una familia que vive en un pueblo del norte de Rusia tiene problemas con el alcalde, pues éste quiere echarlos de la casa en la que viven. Obviamente, la familia sospecha que detrás de eso hay fines oscuros, y más teniendo en cuenta que la casa está lejos del pueblo, al otro lado del río. Más adelante la trama se complica y se genera una tensión familiar de difícil resolución, acompañada por una lucha de poderes entre el hermano abogado que viene de Moscú para ayudarlos y el alcalde. Esta sencillez argumental coge tonalidades más complejas según se desarrollan los personajes y la situación.
La belleza de las imágenes es sublime. La fotografía está muy cuidada y sabe sacar el máximo partido al lugar. Zvyagintsev ha sabido ver cómo ese pueblo en medio de ese paraje abandonado, frío, apartado de la civilización, bello a la vez que triste, encaja a la perfección con esa decadencia moral que transmiten el alcalde y sus secuaces, y con esa degradación vital de los habitantes, que ahogan sus penas en vodka. Ese emplazamiento también ayuda a percibir cómo las manos avarientas del poder son capaces de llegar a todos los rincones del planeta. Desde un punto de vista particular, Leviatán es una película estéticamente admirable, que relata con bastante acierto las vicisitudes de una familia rusa, pero desde una perspectiva más general, es una crítica bastante ácida contra el país, donde el Estado y la religión van de la mano desplegando a su paso la alfombra de la corrupción.
Profundicemos un poco más –a partir de aquí hay spoiler–. Hobbes, en su libro homónimo, ya utilizó la figura del Leviatán, monstruo bíblico marino, como metáfora del Estado. Zvyagintsev hace lo mismo pero añadiendo sus propios matices. Ya los primeros planos de la película ponen de manifiesto el choque entre el mundo marino y el terrestre, vemos cómo las olas chocan con la tierra, cómo sólido y líquido están separados. Esta oposición contrapone el agua, la vida, lo dinámico, frente a la tierra, lo estático y opresivo –esto último a causa del Estado–. Al poco tiempo vemos los esqueletos de madera de unos barcos encallados que funcionan como analogía del esqueleto de ballena que se ve después. Tanto barcos como ballenas mueren al quedarse atrapados en la tierra. La familia está atrapada por lo terrestre, sobre todo Kolya, tanto por su condición de ser humano, puesto que es su medio natural, como por sus lazos afectivos con la casa y el pueblo. Lilya es la que propone que se vayan a Moscú y la que más tarde se tira al mar para morir. Lilya representa la vida, la fuerza dinámica del mar, frente a lo estático, terrestre. Justo antes de suicidarse ve una ballena nadando, lo que le transmite libertad. Lilya se tira al mar en una búsqueda de su libertad perdida –ataduras de matrimonio, familia, pueblo, tierra–, como un retorno al verdadero origen de la vida, puesto que donde verdaderamente está el monstruo –el ser humano y sus urdimbres de corrupción– es en la tierra. Más interesante todavía es que en las escenas finales predomine la nieve, algo que se sitúa por encima del agua y la tierra y que se presenta como un estado intermedio entre ambas, haciendo alusión a la religión. En este sentido es una película circular: empieza con naturaleza, marcando los límites entre el agua y la tierra y acaba igual pero con nieve, un nuevo decorado en el que lo supuestamente puro –la religión– se impone.
En Leviatán todo parece una cosa y luego es otra, apariencia y realidad no tienen nada que ver. No hay más que analizar los nombres de la familia: el marido se llama Kolya, de Nikolai, que en ruso significa “la victoria del pueblo”; la mujer es Lilya, flor de la castidad para los cristianos, asociada con la virgen María; y el hijo Roma, capital de un imperio. Kolya, lejos de lo que su nombre indica, acaba derrotado por el Estado, no hay victoria para el pueblo. Lilya, a su vez, acaba siendo infiel a su marido, por lo que no se acerca ni por asomo a la virgen María –esto se relaciona con la hipocresía de la religión que aborda la película–. Roma, tras la caída del imperio familiar, no es más que las ruinas, los restos que quedan. Todo esto se potencia con el recurso narrativo que utiliza Zvyagintsev a lo largo de la película: la ruptura de expectativas –o desautomatización si se quiere–. Escenas que empiezan pareciendo una cosa y acaban siendo otra, ejemplo: cuando el hermano llega a la estación, la cámara enfoca a una puerta del tren que se abre, pero el hermano aparece por detrás de la cámara y se salta la valla –detalle que refuerza la ruptura– para saludar a Kolya. Otro ejemplo: cuando van de barbacoa y se hinchan a vodka y empiezan a practicar la puntería con las armas, genera una situación en la que parece que algo malo va a pasar, pero al final lo que sucede es que el hermano se beneficia a la mujer del otro, pero esto a su vez es descrito por el niño como que la está ahogando.
Cabe destacar el humor que recorre toda la película. En especial dos momentos: cuando están en la barbacoa y se acaban las botellas de vidrio a las que están disparando, empiezan a lamentarse por la falta de blancos, entonces uno de ellos dice que ha traído más cosas para disparar y saca retratos de presidentes rusos. El otro, de ecos kafkianos, cuando la familia está en el juicio que da el veredicto sobre si les quitan la casa o no y la jueza lee la sentencia a toda velocidad y como si fuera un robot, mofándose así de la burocracia y remarcando su falta de humanidad. También hay algún que otro punto de humor más aislado, pero en general, se aprecia que el tono humorístico está al servicio de la crítica, adoptando una perspectiva optimista respecto a lo negativo.
Hay ciertas similitudes entre Leviatán y la galardonada en Cannes Winter Sleep (Nuri Bilge Ceylan, 2014). Ambas presentan un conflicto binario basado en jerarquías. Si en Leviatán tenemos a una familia enfrentándose al alcalde, en Winter Sleep tenemos a los ricos y a los pobres. Además, las dos están ambientadas en un pequeño pueblo del país de procedencia del director. En cuanto a los elementos artísticos, Ceylan apenas utiliza el entorno y se apoya fundamentalmente en el diálogo para transmitir sus ideas, mientras que Zvyagintsev explota al máximo el lugar y presenta cierto equilibrio expresivo, acudiendo tanto al diálogo como a los simbolismos visuales. Un poquito más allá, salvando las distancias, me atrevería a decir que Zvyagintsev es una especie de Tarkovski a lo terrenal, menos simbólico. Podríamos trazar un paralelismo entre Leviatán y Sacrificio (1986), sobre todo en lo concerniente al desenlace. En ambas películas se acaba destruyendo el santuario familiar en favor de lo religioso, pero, mientras que en la primera se impone la religión de forma materialista, en la segunda es todo lo contrario, se presenta un antimaterialismo donde predomina el valor espiritual de la religión. En Leviatán, esa materialización de lo supuestamente espiritual es lo que sentencia a la religión y la muestra como algo totalmente corrompido.
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