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Crítica de ‘Los que sobreviven nunca son los mismos’, Berta Delgado Melgosa

Por Carlos Palanco Vázquez.

En medio de tanta literatura vana, a veces, de vez en cuando, surgen talentos refinados y dignos de mención. Estoy hablando de la joven escritora burgalesa Berta Delgado Melgosa.

Con su libro de relatos Los que sobreviven nunca son los mismos se dibuja la estela típica del genio artístico, tantas veces mostrada a lo largo de la historia. Me refiero a la consciencia del sufrimiento hasta el punto de conseguir hacer del drama una virtud.

Y es que no hay mayor virtud que la consciencia del propio ser y en este libro eso se muestra de forma permanente. La consciencia de la tragedia humana plasmada en el día a día. No hablo de grandes catástrofes ni de lamentos pasionales. Hablo de ese existencialismo que todos, aun sin saberlo, en mayor o menor medida tenemos. Hablo de la sutileza de la rutina torcida, que sin darnos cuenta, gota a gota horada el alma, colándose en nuestras vidas, tiñéndola de un gris apenado y que por momentos pareciera eterno. Me refiero a las historias personales que se dibujan en los relatos y que no hacen más que mostrar realidades tediosas que martillean la consciencia hasta hacerla peligrosamente inconsciente.

Se palpa en estos relatos el lamento humano, masticado lentamente en cada página, en cada renglón, en cada palabra. Cada frase pareciera haber sido diseñada con plena intención. No hay párrafo en el que no tenga cabida la reflexión, a veces simple, con frecuencia sarcástica y mordaz.

La obra mira directamente a la realidad y la señala, sin miedo al miedo, al vacío o a la desesperanza. Pero no se recrea en la tragedia porque sí, lo hace, o al menos uno quiere pensar eso, para tomar consciencia de la situación y superarla: topar con el suelo duro para luego saltar alto. Magistral el último relato, donde la esperanza, que pareciera ya ausente, renace de las cenizas y se transforma en quietud pacífica y atemporal.

El libro, sus historias, aunque tienen principio y fin, carece de límites y pareciera querer abordar al lector y decirle “¡Tú también tienes un relato que contar!”.

Con todo, la profundidad de lo narrado no debe ocultar en absoluto el estilo refinado, preciso y precioso, que se teje a lo largo de todas las páginas.

Estamos pues ante un libro de relatos cortos, como corta es su extensión. Pero no nos llevemos a engaño, no. Ahora, más que nunca, donde el éxito está excesivamente mercantilizado y con demasiada frecuencia se escribe con tinta de imprimir billetes, es cuando más falta hace mostrar el talento, difundirlo, darlo a conocer. Y eso es justo lo que pretendo con esta crítica. Mostrar un libro corto en extensión, pero extenso en calidad y contenido, escrito por una autora cuya trayectoria se promete firme y trascendente.

La luz, entendida como talento o esperanza, acaba siempre colándose por una u otra rendija.

 

 

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