Yo no soy nadie: “quitarse de en medio”
Esta pared blanca sobre la que el cielo se hace a sí mismo:/ infinita, verdad, intocablemente intocable / Los ángeles se bañan en ella, y las estrellas igualmente, en indiferencia también./ Mi medio son./ El sol se disuelve contra esa pared, desangrándose de sus luces.
Sylvia Plath
Sylvia Plath tiene treinta y un años, y ha decidido que ya no quiere seguir viva. En realidad, lleva treinta y un años suicidándose, rindiéndose, dejándose llevar. A primeros de año ha publicado la nota de suicidio más extensa de la historia, su novela “La campana de cristal”, y el esfuerzo la ha dejado agotada, vacía y, extrañamente, por fin más ella misma que nunca. Le lleva el desayuno a sus hijos, cierra herméticamente la cocina, abre el horno y después la llave del gas. Su hijo Nicholas tiene un año, y dentro de 47 él también se quitará de en medio colgándose en su casa de Alaska.
El rol de escritores suicidas es tan extenso que tiene su propia entrada en la wikipedia. Lo más habitual es que una vez muerto, se busque en los textos del autor las pistas o huellas que prefiguren el desenlace, y también lo más habitual es que el número de escritores suicidas vaya disminuyendo. Hoy día es difícil que nazca un Kafka, una Pizarnik o una Plath. Cuando se detecta cualquier tipo de desorden mental, rápidamente se diagnostica, se trata, se adormece a la bestia, se cortan las conexiones neuronales averiadas. Con diazepán y prozac, “La metamorfosis” habría sido una historia pastoril, y quién sabe si nos habríamos quedado sin “Lo bello y lo triste” o “La casa de las bellas durmientes” de Kawabata.
El individuo lo tiene muy difícil para quedarse solo con sus propios demonios. Las paradas de metro y las consultas del médico están llenas de gente con la cabeza gacha y los ojos y la mente en el chat, en el Candy Crush, en lo que venga después de Google News. Es la paradoja de la individualidad: no paramos de recibir mensajes de lo especiales que somos, de que tenemos derecho (sic) a tener la última tecnología, de que debemos sentirnos libres en un coche o expresar a cada segundo lo que se nos pasa por la cabeza en Internet. No es una conversación, es un coro de aullidos. Parece que la profesión de escritor es a veces una manera socialmente correcta de llevar la esquizofrenia, el trastorno bipolar o la depresión, y que el colofón muchas veces es poner punto y final. Pocas experiencias dejan tan vacío como terminar de contar una historia, como mirar el manuscrito y pensar y ahora qué, mirar alrededor y verse solo incluso de uno mismo, porque todo lo que se es se ha quedado en las páginas.
El “campeón” en este apartado es el escritor uruguayo Horacio Quiroga. Siendo un niño, asistió al suicidio de su padrastro; años más tarde, se casó y tuvo dos hijos que, cuando eran pequeños, perdieron a su madre porque ella también decidió quitarse de en medio. El padre natural del escritor había muerto de un escopetazo fortuito, y el propio Quiroga también había matado a su mejor amigo de un disparo accidental. En 1937, Horacio Quiroga escogió el cianuro como manera de evitar quedarse consigo mismo, y un año después la que se suicidó fue su hija Eglé. La onda expansiva llegó a dos escritores muy cercanos a él: Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones, que escogieron el mar y el cianuro con whisky para desaparecer.
¿Qué es el suicidio, un acto de cobardía infinita, o el último gesto de valentía? Nunca sabremos si es alivio lo que sintió Zweig cuando decidió abandonar el mundo junto a su mujer porque veía que el mundo que conocía estaba desapareciendo; nunca sabremos si Foster Wallace silbaba una alegre canción mientras se anudaba la soga al cuello, contento porque las voces de su cabeza desaparecerían; nunca sabremos si Virginia Woolf escogió con cariño y morosamente las piedras que se pondría en los bolsillos para adentrarse en el Ouse; nunca volveremos a probar el sabor del veneno.