Enmienda a la totalidad: “EL FORASTERO MISTERIOSO”, de Mark Twain
Por Ignacio González Orozco.
¿Qué haría el lector si fuera a cruzarse en su camino un joven bello y agradable que asegurara ser Satán, sobrino del Maligno pero a la postre ángel de Dios, que no demonio?
El progresivo desencantamiento del mundo –tomando prestada la célebre cita de Max Weber– ha convertido en objeto de mofa lo que antes hubiera hecho escarpias de nuestro vello, cual turbador cóctel de sacrilegio con generoso aderezo de miedo. Pero la guasa nos duraría poco si El forastero misterioso –título de la novela que nos ocupa– sembrara prodigios discrecionalmente, como hace el personaje de Samuel Langhorne Clemens (1835-1910), quien firmó sus escritos bajo el pseudónimo de Mark Twain.
Twain fue elogiado por Ernest Hemingway y William Faulkner como padre fundador de la literatura estadounidense contemporánea. Sin embargo, la memoria popular ha querido vestirlo con el sambenito de autor infantil, prenda que de por sí exhala cierto tufillo de amena superficialidad. Cuán poco tiene de somero la obra que nos ocupa, publicada póstumamente, en 1917, y que es reflejo fiel del grado de descreimiento –y aun de mordaz nihilismo– alcanzado por el escritor norteamericano en el período culminante de su vida.
Niño es, cierto, como los más conocidos personajes de Twain (piénsese en Tom Sawyer y Huckleberry Finn), el narrador de este relato, testigo de las travesuras del prodigioso Satán. Vive en una localidad imaginaria, Eseldorf, aldea aislada por la geografía y náufraga del decurso histórico en el Imperio austriaco del siglo XVI, azorado por la caza de brujas como toda Europa central; un lugar donde “Los conocimientos no eran buena cosa para la gente común y podían ponerla en disconformidad con la parte que Dios le había asignado”. Detalle este último de significado capital para entender la novela, aunque haya de esperarse hasta el final para calibrar su verdadera magnitud.
El Satán juguetón de visita en Eseldorf se distrae creando hombrecillos y mundos en miniatura que no tiene reparo en destruir más tarde, mediante calamidades a escala (catástrofes naturales o guerras, no por su tamaño menos trágicas). Y al contrario de lo que cabría esperar de la naturaleza celestial que su creador se atribuye, el desolador espectáculo de esos microholocaustos no le aflige en lo más mínimo. Además, guárdenos Dios –o el tío Satanás– del favor del forastero, pues cada vez que bendice a alguien con sus atenciones tiene lugar un trueque en la situación del distinguido, siempre con un desenlace fatal.
A partir de este planteamiento argumental, los comentaristas de El forastero misterioso tienden a considerar que Twain se sirve de su ángel para develar la estupidez congénita de la humanidad, con una reiterada sorna acerca del “sentido moral”, máscara de la ignorancia y presea de la maldad. Podemos conceder a estos exégetas que un sinfín de decisiones crueles se cobijan de la lluvia del remordimiento bajo el paraguas de la conciencia del deber y la persecución de nobles fines; que la hipocresía, quién lo duda, suele cavar su madriguera en los buenos modales; que “en cuestiones de finanzas incluso los más piadosos de nuestros campesinos confían más en un arreglo con el diablo que con un ángel”; que como bien puede sospecharse, los próceres, caudillos y estadistas caen “en el mismo saco” de una gloria insulsa en una vida “pequeñita y boba”; y por descontado, que tras las acciones alabadas como grandes proezas a menudo palpita la ambición más abyecta, ora en el filo de las espadas ora en la prédica de los clérigos. De esto último pone Satán dos ejemplos: el de Julio César, quien invadió Britania –la gran potencia invasora del tiempo de Twain– “no porque esos bárbaros le hubieran hecho ningún daño, sino porque quería su tierra, y deseaba conferir las bendiciones de la civilización a sus viudas y huérfanos”; y el de la cristiandad, a la cual vitupera en los siguientes términos: “siendo el matar la principal ambición de la raza humana (…) Dentro de dos o tres siglos se reconocerá que todos los exterminadores competentes son cristianos; entonces el mundo pagano tomará lecciones de los cristianos… Más no adquirirán su religión, sino sus fusiles”.
(“Cuán largo me lo fiáis/siendo tan breve el cobrarse”, escribió Lope de Rueda: no hubo que esperar más de tres décadas desde la muerte de Twain para que la Humanidad conociera los horrores de Auschwitz, perpetrados por un país de tradición cristiana y a la sazón perteneciente del mundo germánico, como la recóndita Eseldorf de El forastero misterioso.)
Sí, señores hermeneutas, todo lo anterior puede darse por cierto, pero asombra de verdad que las acciones de Satán, capacitado para encauzar los destinos individuales en uno u otro sentido, siempre tengan un resultado que se antoja cruel, y que el taumaturgo excusa achacando todo mal a las debilidades del alma humana. Suprema calumnia ese pretexto, pues culpa a unos actores sin prerrogativas, los humanos, de cuanto está regido –y decidido de antemano– por instancias superiores, como afirma el propio ángel.
En atención a esta consideración final, de la novela de Twain se desprende una enmienda a la totalidad del mito fundacional del mismísimo Dios y su oscuro plan soteriológico, accidentado por tantas maldades que desfilan ante la pasiva bondad del Altísimo; el cual proyecto, ora es una estafa suprema, por involucrar al humano en un juego del que no se comprenden las reglas, ora un fraude, en tanto que mera ilusión (como se concluye al final de la novela). En ambos casos se trata de un planteamiento tenebroso. O tal vez de soberana insania, porque a Twain se atribuye la sentencia: “Si nuestro Creador es todopoderoso para el bien o para el mal, no está bien de la cabeza”.
(Toda épica tiene su bajeza, toda lírica su debilidad, toda tiranía su farsa. También la alegoría del inescrutable mandato divino cuenta con su reflejo empírico: el secretismo del gobierno humano. La soberbia e indolencia celestiales, personificadas en el ángel Satán, presentan su correlato mundano en el gobernante arrebatado por la euforia de la propia suficiencia, que deriva generalmente de la posesión de información privilegiada, a la que se accede tan solo por conjurado, sin dote especial alguna… Por eso es la política asunto de tanto pelagatos, que ocultan mediante vanos juegos de palabras la obviedad de un porvenir desgraciado. Por mucho que peroren esos mentecatos, su discurso nunca será reflejo ni sombra de ninguna lógica superior, ni por desgracia de un interés noble.)
Se olvida completamente del concepto Ser Moral, que elabora literariamente el gran escritor, capacidadad para decidir sobre el bien y el mal . Del que afortunamente carecen las bestias. Un saludo