Miquel Amorós: «Tecnología y dominación»

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Miquel Amorós

«Walter Benjamín, en su articulo Teorías del fascismo alemán, recuerda la frase aparentemente extemporánea de León Daudet, «el automóvil es la guerra», para ilustrar el hecho de que los instrumentos técnicos, no encontrando en la vida de las gentes un hueco que justifique su necesidad, fuerzan esa justificación entrando a saco en ella. Si la realidad social no está madura para los avances técnicos que llaman a la puerta tanto peor para la realidad, porque será devastada por ellos. El resultado es que la sociedad entera queda transformada por la técnica como tras una güerra. Realmente, con sólo citar la gran cantidad de desplazamientos de la población, la enormidad de datos almacenados y procesados por la moderna tecnología de la información y el gran número de bajas por accidentes, suicidios o patologías contemporáneas, parece que una guerra, en absoluto fría, sucede a diario en los escenarios de la economía, de la política, o de la vida cotidiana. Una guerra en la que siempre se busca vencer gracias a la superioridad técnica en automóviles, en ordenadores, en biotecnologías… Por la propia naturaleza de la sociedad capitalista, los cada vez más poderosos medios técnicos no contribuyen de ningún modo a la cohesión social y al desarrollo personal, ya que la técnica sólo sirve para armar al bando ganador. Para Benjamin pues, y para nosotros, «toda guerra venidera será a la vez una rebelión de esclavos de la técnica».

Los adelantos técnicos son todo menos neutrales; en todo desarrollo de las fuerzas productivas debido a la innovación técnica siempre hay ganadores y perdedores. La técnica es instrumento y arma, por lo que beneficia a quienes mejor saben servirse de ella y mejor la sirven. Un espíritu critico heredero de Defoe y Swift, Samuel Butler, denunciaba el hecho en una utopía satírica: «…en esto consiste la astucia de las máquinas: sirven para poder dominar(…); hoy mismo las máquinas sólo sirven a condición de que las sirvan, e imponiendo ellas sus condiciones(…) ¿No queda manifiesto que las máquinas están ganando terreno cuando consideramos el creciente número de los que están sujetos a ellas como esclavos y de los que se dedican con toda el alma al progreso del reino mecánico?» (Erewhon o allende las montanas). La burguesia utilizó las máquinas y la organización «científica» del trabajo contra el proletariado. Las contradicciones de un sistema basado en la explotación del trabajo que por un lado expulsaba a los trabajadores del proceso productivo y, por el otro, alejaba de la dirección de dicho proceso a los propietarios de los medios de producción, se superaron con la transformación de las clases sobre las que se asentaba, burgueses y proletarios. La técnica ha hecho posible un marco histórico nuevo, nuevas condiciones sociales; ­las de un capitalismo sin capitalistas ni clase obrera­ que se presentan como condiciones de una organización social técnicamente necesaria. Como dijo Mumford, «Nada de lo producido por la técnica es más definitivo que las necesidades y los intereses mismos que ha creado la técnica» (Técnica y civilización). La sociedad, una vez que ha aceptado la dinámica tecnológica se encuentra atrapada por ella. La técnica se ha apoderado del mundo y lo ha puesto a su servicio. En la técnica se revelan los nuevos intereses dominantes.

Cuando «la dominación de la naturaleza queda vinculada con la dominación de los hombres» (Herbert Marcuse, El Hombre Unidimensional), el discurso de la dominación ya no es político, es el discurso de la técnica. Busca legitimarse con el aumento de las fuerzas productivas que comporta el progreso tecnológico una vez que ha puesto a su servicio el conocimiento científico. El progreso cientificotécnico proporciona a los individuos una vida que se supone tranquila y cómoda y por eso es necesario y deseable. La técnica, que ahora se ha convertido en la ideología de la dominación, proporciona una explicación suficiente para la no libertad, para la incapacidad de los individuos de decidir sobre sus vidas: la ausencia de libertad implícita en el sometimiento a los imperativos técnicos es el precio necesario de la productividad y el confort, de la salud y el empleo. La idea del progreso era el núcleo del pensamiento dominante en el periodo de ascenso y desarrollo de la burguesía, progreso que pronto perdió su antiguo contenido moral y humanitario y fue identificado con el avance arrollador de la economía y con el desarrollo técnico que lo hacía posible. Efectivamente, los inventos técnicos y los descubrimientos científicos en el siglo XIX fueron tantos y provocaron tantos cambios económicos que generaron en los países industrializados, y no sólo entre su clase dirigente, una religión de la economía, una creencia en ella como la panacea de todas las dificultades. El progreso de la cultura, de la educación, de la razón, de la persona, etc, derivaría necesariamente del progreso económico. Bastaría un correcto funcionamiento de la economía para que la cuestión social cesara de dar disgustos. El mismo proceso se repetirá más tarde con la técnica, ante el fracaso definitivo de las soluciones económicas. Porque vueltos a la sociedad civil tras dos grandes guerras, se impone el pensamiento militar ­un pensamiento eminentemente técnico­ y los propios problemas económicos se creerán resolver con procedimientos y adelantos técnicos. La economía pasó a segundo plano y la técnica se emancipó. La propia economía ya no es más que una técnica.

«La emergencia de la tecnología occidental como fuerza histórica y la emergencia de la religión de la tecnología son dos aspectos del mismo fenómeno» (David F. Noble, La Religión de la Tecnología).Según este autor, el deslumbramiento ante el poder de la técnica tiene raíces en antiguas fantasías religiosas que perviven en el inconsciente colectivo de los hombres: la Creación, el Paraíso, el virtuosismo divino, la perfectibilidad infinita, etc. Eso significa que la técnica posee un fuerte contenido ideológico desde los comienzos, que ha llegado a ser dominante en la época de los totalitarismos, en la época de la disolución de los individuos y las clases en masas. Desde entonces redefine en función de sí misma los viejos conceptos de «naturaleza», «libertad», «memoria», «cultura», «hechos», etc., en fin, inventa de nuevo la manera de pensar y de hablar. La técnica cuantifica la realidad y, bautizándola con su lenguaje ­con tecnicismos­, impone una visión instrumental de las cosas y de las personas. Neil Postman recuerda en Tecnópolis el adagio de que «a un hombre con un martillo todo le parece un clavo». El mundo habla el idioma de los «expertos». Un divulgador de las maravillas de la ciencia moderna como Julio Verne describe en una de sus primeras novelas de anticipación a ese producto natural de la era tecnológica un tanto someramente, pero no olvidemos que lo hace en 1876: «Este hombre, educado en la mecánica, explicaba la vida por los engranajes o las transmisiones; se movía regularmente con la menor fricción posible, como un pitón en un cilindro perfectamente calibrado; Transmitía su movimiento uniforme a su mujer, a su hijo, a sus empleados, a sus criados, verdaderas máquinas-instrumentos, de las que él, el gran motor, sacaba el mejor provecho del mundo» (París en el siglo XX).Por vez primera en la historia, la técnica representa al espíritu de la época, es decir, corresponde al vacío espiritual de la época. Las relaciones entre las personas pueden considerarse como relaciones entre máquinas. Toda una gama de las ciencias ha nacido con esos planteamientos: cibernética, teoría general de sistemas, etc. Los problemas reales entonces se convierten en cuestiones técnicas susceptibles de soluciones técnicas, que serán aportadas por expertos ­aquí decimos «profesionales»­ y adoptadas por dirigentes, »técnicos» en tomar decisiones. La dominación desde luego no desaparece; gracias a la técnica ha adoptado las apariencias de una racionalización y se ha vuelto también técnica.

La técnica ha vaciado a la época de contenido: todo lo que no es directamente cuantificable, y por lo tanto medible, y por lo tanto manipulable, automatizable, no existe para la técnica. El poder de la técnica no sólo ha comportado la atomización y amputación de los individuos, sino la muerte del arte y de la cultura en general; la nada espiritual es el mal del siglo. La filosofia existencial, la vanguardia artística, la proliferación de sectas y la aparición de masas hostiles al gusto y a la cultura, son fenómenos que representan la sensación vivida del proceso de aniquilación de la individualidad, de supresión de lo humano, en el que la acción, inconsciente y absurda, es puro movimiento. Esta fatalidad histórica se intuye desde el principio de la era tecnológica, y nos la cuenta Meyrink en su relato Los Cuatro Hermanos de la Luna: «Por lo tanto las máquinas han llegado a ser los cuerpos visibles de titanes producidos por las mentes de héroes empobrecidos. Y como concebir o crear algo quiere decir que el alma recibe la forma de lo que se ve o se crea y se confunda con ella; así los hombres están ya encaminados sin salvación en el sendero que, gradual y mágicamente, los llevará a transformarse en maquinas, hasta que un día, despojados de todo, se encoiltrarán siendo mecanismos de relojería chirriantes, en perpetua agitación febril, como lo que siempre han tratado de inventar: un infeliz movimiento perpetuo». La técnica se opone a los individuos como algo exterior, que poco a poco va desposeyéndoles del control de sus vidas y determinando sus acciones. En un mundo técnico, la máquina es más real que el individuo, que no es más que una prótesis suya. La fe en la técnica, que aun podíamos considerar burguesa, se ve acompañada entonces de un nihilismo cada vez más conformista y apologético, sobretodo en la fase postburguesa de la era tecnológica, fruto del desencantamiento del mundo y de la destrucción del individuo.

El pensamiento tecnocrático se complementa con una ideología de la nada, un verdadero mal francés que proclama la supremacía del modelo y la fascinación del objeto, que habla de la independencia del pensamiento respecto a la acción, del derrumbe de la historia y del sujeto, de las máquinas deseantes y del grado cero de la escritura, de la deconstrucción del lenguaje y de la realidad, etc. Desde el existencialismo y el estructuralismo hasta el postmodernismo, los pensadores de la nada constatan una serie de demoliciones de todo lo humano y se congratulan por ello; no pretenden contradecir la religión de la técnica, sino desbrozarle el camino. No son originales, ni siquiera son pensadores: plagian las aportaciones criticas de la sociología moderna o del psicoanálisis y fabrican un verborrea ininteligible con préstamos crípticos ­como no­ del lenguaje científico. En la objetivación completa de la acción social que efectúa la técnica, aplauden la abolición del individuo social en tanto que sujeto histórico. El sistema, la organización, la técnica, ha evacuado al hombre de la vida y estos ideólogos anuncian con alegría, como una gran revelación, el advenimiento del hombre aniquilado, del ser vacío y superficial cuya existencia frívola y mecánica consideran la expresión misma de la creatividad y la libertad».

(Fuente: «Algunas consideraciones sobre el tema de la técnica y las maneras de combatir su dominio»)

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