Trash, ladrones de esperanza (2014), de Stephen Daldry
Por Jordi Campeny.
Hay películas que no deberían existir. Por falsarias, por poco verosímiles, por respetar poco al espectador y a la realidad que muestran, por intentar metérnosla doblada. Por abyectas. Suelen ser películas que tratan realidades muy sensibles, dramáticas, agónicas (enfermedades terminales, desórdenes mentales, catástrofes naturales, pobrezas extremas…) y luego se maquillan, reinventan, falsean hasta la náusea y nos la escupen. Pero la saliva, boba y muerta, resbala bochornosamente por sus barbillas flácidas y nunca nos llega a salpicar.
Es el caso de Trash, la última película del director británico Stephen Daldry, quien nos había ofrecido obras inolvidables como Billy Elliot (2000) o, sobre todo, Las horas (2002). En esta ocasión, se adentra en el inframundo de los vertederos de las zonas más paupérrimas de Río de Janeiro. Allí, dos amigos de las favelas encuentran una cartera que esconde un gran secreto de Estado que puede cambiar la vida de todos ellos. Basada en una novela de Andy Mulligan, el film posa su mirada de turista con billete de vuelta sobre la miseria más absoluta. Y la barniza a su antojo, la maquea y la adultera. El modo de filmar, encuadrar, mover la cámara, ralentizarla, buscar ópticas favorecedoras y bellas y sus planos estudiadísimos y perfectos nos dan la pista exacta del rigor ético del director a la hora de mostrar el mundo de la pobreza. Y todo ello aderezado con una banda sonora entre lo melodramático y los temas puramente brasileños que pueden animar a la platea, en algún momento, a mover el cuerpo y chasquear los dedos a ritmo de samba mientras observa a niños con la piel devorada por las infecciones conviviendo entre las ratas. Terrorífico, incoherente. No se puede adulterar ni embellecer la inmundicia con finalidades puramente artísticas, o como si fuera un rasgo distintivo del lugar o un souvenir para turistas; hay algo profundamente inmoral en ello. Tenemos otro ilustre ejemplo no muy lejano que evidenciaba la misma falta de escrúpulos en este terreno: Slumdog Millionaire (2008).
Más allá de estas consideraciones de base, la película adolece de otro problema capital, y éste es la absoluta falta de credibilidad en la historia que narra. No hay atisbos de verosimilitud por ningún lado. Uno desconoce si en la novela original de Mulligan el lector se tragaba el sapo y se creía los avatares de los tres niños protagonistas a la hora de resolver una compleja trama de corrupción política entre las altas esferas. En la película de Daldry, por mucho que uno ponga intención, no puede creerse lo que ve. Unos niños situados en las cloacas (literal) de la jerarquía social, víctimas últimas de un sistema podrido y profundamente injusto y sin acceso a la educación no pueden moverse con esta facilidad por los laberintos pestilentes de la corrupción policial y política, resolver el caso y salvar la Patria. El thriller que ofrece Daldry es endeble, simple, obvio, sin dobles lecturas, inverosímil de cabo a rabo.
La película tiene empaque y está bien resuelta narrativamente. Faltaría más. Daldry tiene oficio y ha demostrado en varias ocasiones su solvencia en este terreno, pero aun así, además, muestra poca confianza en el espectador y da por sentado que éste cojea en inteligencia y en capacidad para sacar sus propias conclusiones. Sólo así se explica la narración en paralelo de los niños mirando a cámara recopilando la información que acabamos de ver, así como los innecesarios y abusivos flashbacks para que a éste no se le escape ningún detalle, no sea que esté aquejado de una repentina pérdida de memoria y no logre recordar datos que se nos ofrecieron un rato antes. Poco respeto al espectador, en definitiva. Y abusivos sus montajes en paralelo, dicho sea de paso.
Como último elemento, cabe mencionar la bochornosa simpleza en la construcción de personajes. Los pocos matices. Todos los policías y personalidades acomodadas son malos, corruptos, abyectos. Todos los pobres de solemnidad son justos, inteligentísimos, con buen fondo. Los cooperantes americanos son la bondad hecha carne, son Dios en la Tierra, son pura luz. Sin comentarios.
La escena que supone el clímax final, esta apoteosis de los Robin Hoods del vertedero que obran el milagro, puede llegar a provocar náuseas en el espectador sensible y atento a las injusticias de nuestro mundo. Todos estamos de acuerdo en el supuesto mensaje del film, en que las víctimas de los infiernos más depauperados de la tierra merecen una vida digna de su nombre, y en que los buitres corruptos y carroñeros deben caer sin misericordia. Pero la Revolución, en mayúsculas, no pasa por coger aleatoriamente a unos pobres diablos para que roben a unos ricos y siembren de billetes los vertederos de su aflicción, sino que pasa por arrancar a estos diablos de la mugre y sentarlos en los pupitres de una escuela. De tan obvio, molesta.
Sin más rodeos: es ésta una mala película desprovista del más mínimo atisbo de rigor moral que apunta a nuestros instintos más bajos. Es descorazonador pensar que el mismo hombre que creó la maravillosa, torrencial y desbordante Las horas se halle ahora atascado entre los lodos de la pornografía emocional más barata (niños, pobreza extrema, dolor: un tridente muy sensible y peligroso) y nos ofrezca esta película que, eso sí, hace honor a su título: Trash. Pura y llanamente esto: basura.