Al calor de la lectura, de Ricardo Martínez-Conde
Por Xurxo Hernández.
Al calor de la lectura (ebook y papel)
Ed. Meubook, 2014
En la obra de Ricardo Martínez Conde no existe el artificio. Ni en sus libros anteriores ni en éste. De acuerdo. Puede que en alguna de aquellas relativamente tempranas (estoy recordando un hermoso poemario que fue publicado por Calambur, curiosamente muy cercano en su nacimiento a otro título explosivo, el Crímenes ejemplares de Max Aub, que inauguraba oficialmente la editora) apuntase a otros derroteros. O eso quisimos creer. Luego vinieron otros papeles, y otros más, y comenzó a desgranar una sabiduría de cocina lenta, si es que el símil vale, donde hacía de colector sentimental o filosófico, transmitiéndonos y contagiándonos una forma de ser que nos transfiguraba.
Y no. No era ninguna piedra filosofal. Pocas cosas tienen la capacidad de hacer mutar, sea el plomo en oro, o, más probablemente, lo soez en haz de luz. Tal vez sólo Borges…
Simplemente, nos hacía reaccionar. Tampoco había aquí bosones de Higgs que buscar, porque el lenguaje y las formas eran características de otras veces y otros ámbitos, que insistía en decirnos el amigo Capote. Pero era materia poética profunda (incluso en los escritos en los que pretendía no ser poeta), y ahí, sí, intervenía la ciencia. La bioquímica, para ser exactos. Porque esos textos obraban en nosotros ciertas reacciones necesariamente disímiles. Puede que, sin notarlo, hubiera conseguido hacernos más lúcidos, evidentemente, pero hay una cosa que tengo perfectamente clara: nos hacía más cínicos. O, dicho de otra manera, más cuidadosos a la hora de observar el paisaje. En especial, el paisaje humano. Dicho lo cual, pudimos ir comprobando poco a poco que cada vez que retomábamos conscientemente su presencia, fuere en persona, verbalmente, o a través de su magnífica obra, la reacción iba de bien en mejor. ¿Quizás aumentaba nuestra capacidad de asombro? Claro que sí. Algo parecido a lo que nos contaba Julio Cortázar en su libro Último Round a propósito de Pierre Alechinsky. El pintor entra, de noche, en su estudio. Ha creído oír un estrépito, o quizás un rumor, en sueños. Al principio no ve nada. Pero sus grabados han cobrado vida. Sí. Una colonia de hormigas ha invadido sus sorprendentes líneas curvas, sus escarpados, sus motas de acuarela salpicadas por encima de sus iconos. Tienen fe en este gurú. Cuando Alechinsky acerca sus ojos, se sorprende, naturalmente… Pero más lo hacen ellas delante de su ídolo. La última reflexión del relato lo hace la Hormiga Reina: “¿Pero, qué podemos hacer nosotras, frente a un hombre en piyama…?” A uno le pasa igual. La sorpresa frente al legado, en este caso como lector, de Martínez-Conde es mayúscula. Un asombro virtualmente indefenso…