Schönberg, Wagner y el Fausto de Thomas Mann
Por Anna Maria Iglesia @AnnaMIglesia
Adrian Leverkhun no se dejó seducir por Dionisio, mas aceptó el pacto que el diablo le propuso: un pacto que implicaba renunciar a la vida, renunciar al placer y olvidar los anhelos; aceptar el pacto era decir “sí” al aislamiento, a la vida retirada del artista en busca de la máxima expresión artística. Leverkhun es el artista apolineo, la creación literaria de un Thomas Mann que rechaza la exaltación dionisíaca propuesta por Nietzsche, de un Mann ya no más seducido por la muerte ni por el desorden supremo, los versos de Von Platen, esos versos donde la razón y la moral no son válidas, ya no le identifican, ya no describen su ser artista. El Thomas Mann que escribe el Doktor Faustus es el creador que desea “la conciliación decorativa de lo inconciliable, la unión de lo demoníaco con lo oficial, de la soledad y el espíritu aventurero con la representatividad social”, una representatividad que Mann consigue desde el obligado exilio y Leverkhun desde su aislamiento, representatividad conseguida a través de una obra que rechaza lo fastuoso y el efectismo en favor de esa verdad que solamente el arte puede expresar. “Apariencia y juego tienen hoy ya en contra la conciencia del arte”, afirma Adrian, “el arte quiere dejar de ser apariencia y juego. Aspira a ser conocimiento y comprensión”, un conocimiento al cual aspiran las obras del Adrian, una aspiración que puede realizarse solamente desde la sublimación del deseo vital por parte del compositor, a través de su “permanecer fiel a un talante frío, crítico e impasible”, talante que Adrian considera el propio del artista que la sociedad necesita, es el talante que Adrian mantiene y no traiciona, pues traicionarlo significa romper el pacto con el diablo, ese pacto que implicaba la renuncia a la vida para, en cambio, poder componer una música donde se ocultasen “fórmulas cabalísticas, fórmulas que confirman las tendencias innatas de la música a la superstición, a la mística de los números y al simbolismo de las letras”. Éste es Adrian Leverkhun, el compositor que busca descorrer el velo de Maya, convertirse en ese artista que consigue ver, más allá de las cavernas, a los titiriteros que mueven los hilos de esas sombras que son consideradas, por el resto, como lo real. Leverkhun es el artista apolíneo en cuanto no se entrega a las fuerzas vitales, a la exaltación y al arrebato que, en cambio, Aschenbach de Muerte en Venecia encuentra entre los canales venecianos; Leverkhun rehúye de la seducción de los instintos y de la desmesura, que lleva a Aschenbach a la pereza artística, a renunciar a la escritura en favor de la afirmación vital. Leverkhun no es apolíneo en cuanto no acepta la falsedad de ese mundo en el que está condenado a vivir: él no acepta la mentira, sabe que la verdad está más allá de las apariencias, que él trata de desemascarar a través de sus obras. Adrian Leverkhun reúne en sí mismo las dos tendencias propuestas por Nietzsche y, sin embargo, no es posible definir Leverkhun como el personaje de la reconciliación: no es el artista que consigue conciliar lo apolíneo y lo dionisíaco, él rechaza la vida en favor del arte; en la imagen del compositor, los conceptos nietzscheanos de apolíneo y de dionisíaco se confunden, pero no se reconcilian. El compositor es el artista ascético que desprecia el mundo, el artista consciente de que su arte no es un arte de masas, no es el arte fastuoso y efectista que Nietzsche criticaba a Wagner, sus composiciones no son como las óperas wagnerianas, aquellas que congregaban al público burgués, que veía en ellas la moral aristocrática y la redención cristiana en la que fundamentaba su “falsa” existencia. Leverkhun no es el compositor que fue Wagner, quien en El anillo de los nibelungos reconcilió “los elementos básicos de la música y los del universo”. Wagner es el compositor que “supo unificar el mito de la música y el mito del Mundo”, unificación que le llevó a crear “un agente de sensorialidad simultánea, grandioso (…), y grávido de significación, aun cuando en último término quizá demasiado ingenioso”. El agente de sensorialidad presente en la composición wagneriana es el agente rechazado por Leverkhun, quien busca una composición fría, una composición que rechaza las “baratijas románticas”, reflexiva, donde el dolor se muestre en estado puro. El Wagner descrito en la novela de Mann, sobre el cual teoriza Kretzschmar en una conferencia a la que asiste Adrian, es el Wagner comentado por Adorno, para quien las obras wagnerianas todavía están pregnadas de un cierto esteticismo romántico, un esteticismo que, sin embargo, Leverkhun rechaza, puesto que su concepción musical es aquella que ve la música como una nueva gramática, como una nueva lógica que no encuentra en el deleite melódico su objetivo último. Mann escribió sobre Wagner a partir de su correspondencia con Adorno y dibujó a Leverkhun a partir de Schönberg. El compositor dodecafónico se esconde tras el rostro de Leverkhun, tras sus teorías musicales, teorías que Mann transcribió, así como en el caso de Wagner, a partir de su relación con Adorno, quien había estudiado el arte musical de Schönberg, en el que veía, como también en el teatro del absurdo de Beckett, ese nuevo arte capaz de expresar, a partir de un aparente sinsentido o inintelegibilidad, el verdadero sentido de un mundo y de un individuo, ambos supervivientes de Auschwitz.
El arte de Leverkhun es el arte concedido por el diablo, un arte que no tolera “la apariencia y el juego, la ficción, la complacencia de la forma en sí misma, la división de las pasiones y de los dolores humano, es el arte entendido como “expresión auténtica y directa del dolor en su momento real, al margen de toda ficción y de todo juego”; la obra musical compuesta por Leverkhun, tras su encuentro con el diablo, es la obra verdadera a la que aspiraba Nietzsche, una obra como las de Bizet, “sin muecas, sin falsificaciones, sin mentiras”. Las composiciones de Adrian son como las de Schönberg, composiciones vueltas en contra del neo-objetivismo y de lo colectivo, composiciones contrarias al ornamento romántico, a ese ornamento todavía presente en Wagner, donde los personajes de manifiesta sensualidad comparten espacio y tiempo con personajes sublimados, personajes que finalmente encuentran esa redención que al héroe trágico es negada. La redención presente en el Parsifal es la redención ausente en Die Jakobsleiter, redención negada por la imposibilidad de afirmar la totalidad que, sin embargo, Wagner busca y encuentra a través del mito, no considerado como elemento de un pasado remoto, sino como “la condición de la comunicabilidad universal de una materia obligatoria”. Leverkhun, no hace de su arte un paradigma político, no lo somete a la voluntad de ese público burgués que busca en el arte la manifestación de sus anhelos así como, también, la manifestación moral de su clase social; la música de Leverkhun como la música de Schönberg es la música de la significación que necesita ser interpretada. Para Leverkhun, así como también para Adorno, la interpretación es realizable a partir de la filosofía, que “crea una síntesis superior y normativa, reveladora del sentido de la vida y de la posición del hombre en el cosmos”; la filosofía será el punto de partida de Adorno para interpretar la nueva música de Schönberg, nacida de la experiencia de la negatividad y de la honestidad intelectual de su autor, honestidad que resulta evidente en Die glückliche Hand, respuesta negativa al arte de la apariencia y del juego; la música de Schönberg es la música de Leverkhun, la música nacida a partir de la concesión del diablo, para quien la apariencia de los sentimientos, entendidos como el elemento integrador de la obra de arte, y la apariencia, en sí misma complacida, de la música resultan imposible, ya no son válidas. La música de Leverkhun-Schönberg nace de la crisis de un lenguaje incapaz de expresar, de la crisis de un artista frente al abismo del silencio, que, sin embargo, es necesario vencer. Schönberg se enfrenta al silencio a través de la tonalidad suspendida, a través de la reelaboración de la técnica brahmsiana de la variación, que configura la obra musical como un mosaico fragmentado, como una obra fragmentada que encuentra la unidad formal a partir del contrapunto. La obra de Schönberg nace de las teorías de Swedenborg, de aquel teósofo y profeta que consideraba la realidad como el límite fronterizo, un límite mediador donde las correspondencias entre los dos mundos- cielo y tierra- se hacían posibles; las composiciones musicales de Schönberg se convierten en esta zona de frontera donde, más allá de la fragmentariedad, es posible la correspondencia entre todas las partes, una correspondencia que es posible a partir del contrapunto, “único factor capaz de proporcionar cohesión formal, de ligar, mediante retrocesiones implícitas, unos materiales musicales que se mueven con total independencia melódica y armónica”. La música schönbergiana es como el mar descrito por Thomas Mann, ese mar heredero del Dionisio nietzscheano, el mar cuyas olas representan los contrapuntos musicales, que totalizan la superficie marina, al mismo tiempo que pautan su incesante movimiento; las composiciones contrapuntísticas de Schönberg son las composiciones de Leverkhun, quien quería hacer de su sonata una novela, conceder a su cuarteto para cuerda una tendencia prosísitica, de la misma manera que Mann concedía a sus novelas un fondo musical.
La nueva música de Schönberg, la música de Leverkhun, ha abandonado la fastuosidad wagneriana, la ilusoria búsqueda de la totalidad, ha dejado de ser el testimonio de la hybris para convertirse en la música espectral que alude a lo ausente, alude a la imposibilidad de decir, de mostrar y de hacer oír; la nueva música ha dejado de ser discurso organizado, para convertirse en el espacio para la variación continua, en ese espacio que caracteriza la música dodecafónica, donde se hace evidente la imposibilidad de expresión del sujeto. Leverkhun pacta con el diablo para poder expresar lo que al sujeto le es negado, para vencer la inexpresibilidad del sujeto, para poder decir lo silenciado, aunque sabe que “no puede esperar que alguien le comprenda”. La dodecafonía es el medio a través del cual Leverkhun se expresa, es el espacio donde todas las correspondencias se hacen posibles, unificando lo fragmentario de un mundo y de un sujeto condenados al silencio; en la música dodecafónica “todos los tonos se igualan en su misma proximidad a un centro”, a un centro descentrado, pues está en todas partes sin poder ya jerarquizar los tonos en base al principio armónico, principio que ya no es el objetivo último de la música. El descentramiento musical de Schönberg es el descentramiento filosófico de Nietzsche, del filósofo que rompe con la metafísica occidental, con la metafísica jerarquizante del sentido y de la moral; Nietzsche propone el regreso de Dionisio, del dios de la totalidad, de la irracionalidad, el dios que, como los tonos schönbergianos, reúne en sí todos los dioses; Dionisio es el dios que rasga el velo de Maya, ese velo que rasga Aschenbach en su viaje a Venecia, ciudad que se convierte en el Hades, donde el escritor encuentra el placer y el dolor, donde Hermes lo conduce al trágico destino que todo héroe no puede evadir. Aschenbach dice “sí” a la vida, acepta la invitación de Dionisio, aunque ésta implique la renuncia a la creación en favor del Eros que, escondido tras el rostro del adolescente, lo conduce a la góndola de Caronte. Leverkhun no acepta la vida, se aísla en la soledad del artista moderno, del artista incomprendido; no renuncia a la creación, busca crear la gran obra, aquella capaz de expresar lo que el lenguaje ya no le permite. Leverkhun es el compositor dodecafónico, el compositor que ya no se pregunta cómo representar la totalidad en toda su fastuosidad, sino que se pregunta “cómo puede una organización cobrar sentido”, como su música puede llegar a significar. Entre Aschenbach y Nietzsche, se encuentra Wagner, el músico renegado por el filósofo, el músico seducido por la fastuosidad burguesa, por el arte de la apariencia que, entre la subjetividad romántica y el mito arcaico, busca la redención. Y, asimismo, entre Leverkhun y Nieztsche, se encuentra Schönberg, el músico que el filósofo nunca llegó a conocer, el músico que, sin embargo, también renegó de Wagner, de su fastuosidad y de su aspiración a una totalidad redentora: Schönberg es el músico que Wagner nunca fue.