El hechizo de las naranjas, Jody Azzouni
Texto autobiográfico de Jody Azzouni. Este texto apareció originalmente, en inglés, en la revista norteamericana “Hanging Loose”, 94, 2009. Traducido por Juan José Lara Peñaranda.
Jody Azzouni es profesor de Filosofía en la Universidad de Tufts, Boston y escritor de novelas y relatos breves.
El hechizo de las naranjas
Mi padre luchó en la Segunda Guerra Mundial. En el frente alemán. No tenía ciudadanía estadounidense en aquel momento. Era un estudiante extranjero, con un título reciente de la Universidad de California en Davis. Había estado esperando una respuesta de la facultad de ciencias agrarias de la escuela de posgrado de Cornell. En vez de la respuesta, recibió una llamada a filas.
Considéralo una invitación a visitar Alemania. Después de todo, y hablando en términos legales, el ejército americano no podía reclutar extranjeros. Ni siquiera durante la Segunda Guerra. Pero podía pedir que abandonaran el país si escogían no unirse. Incluso si había un bloqueo alemán.
Incluso si no había forma de ir a casa.
Recibió su carta de aceptación de Cornell cuando estaba en el campo de entrenamiento. Pero era tarde para entonces. Siempre era así, demasiado tarde o demasiado pronto para mi padre. La suerte es así. Quizá se salta generaciones. Todo parece hacerlo.
El plan de la familia había sido que aprendiera la más moderna ciencia agrícola, que volviera a casa y que implementara las nuevas técnicas en la granja de la familia. El hijo mayor se encontraba en Cambridge, estudiando Derecho británico –un arma indispensable para aquellos que se encuentran participando involuntariamente en el Imperio Británico – . Y el hijo más joven estaba en casa con Mamá, y de fiesta en Tel Aviv los fines de semana. La granja de la familia incluía acres y acres de huertos de naranjas. La familia de mi padre era la familia más rica en la región. Había sido así durante generaciones. Estaban acostumbrados a la riqueza.
A pesar de la ocupación británica, ciertas modernidades no habían conseguido llegar aún a donde vivía la familia de mi padre. El padre de mi padre, parece, era un prodigio calculador. Incluso a avanzada edad, se sentaba en su cafetería favorita bebiendo café, fumando, y charlando con amigos. Simultáneamente, escuchaba cortésmente a la siguiente persona de la cola recitar una retahíla de números, y hacer entonces una petición: un porcentaje, una suma, lo que fuera. Se tamborileaba la cabeza con los dedos una o dos veces, murmullaba –era parte del show– y entonces ofrecía la respuesta correcta. Le ofrecían algo, pan recién horneado, puré de garbanzos recién prensado, aceite de oliva, lino blanco bellamente bordado, más raramente algo de dinero, todo lo cual él declinaba discretamente. Repetidamente. Parece que era costumbre en aquellos lugares hacer el ofrecimiento de pagar numerosas veces antes de, gentilmente, rendirse. Pero, después de todo, era rico. Poseía tierra, y en gran cantidad. Y reconocía la fortuna de sus circunstancias diariamente ofreciendo pequeños regalos a los menos afortunados. Todos los demás, en su caso.
Muchos años después, muchos después de que él y su mundo hubieran muerto, yo entré en escena. Y no por casualidad, mi madre sermoneaba a sus amigas de que los pobres deben ser cuidadosos con su dinero, reservar dinero suelto para comprar pañales, un juguete ocasional, aspirinas, zapatos. Los niños crecen realmente rápido, después de todo. Especialmente sus pies. Así que Tony no puede estar dando dinero a cualquier vagabundo que llama a los timbres, que habla acerca de su mala suerte. Todos tenemos mala suerte aquí, decía ella, por eso vivimos aquí –con muchos otros pobres, y no en Westchester – . En una mansión o algo así. Él no lo entiende, decía una de sus amigas, él todavía piensa que todo el mundo está peor de lo que él está. Él no lo aparenta, pero está muy confundido. Está en otro mundo.
“Tony” no era el nombre de mi padre, por cierto. Mi madre no podía pronunciar el nombre de mi padre. Ni los amigos de ella. Ni yo pude nunca. Así que mi madre le llamó Tony. Así lo hicieron sus compañeros del ejército. Yo lo llamaba Papá. Yo no puedo pronunciar tampoco mi nombre legal. O mi segundo nombre, dado que es el nombre de mi padre. Todo esto probablemente significa algo.
Mi padre tuvo que llevar un arma. Era soldado, claro, pero él y otros de su unidad construían puentes, establecían rutas, toda la infraestructura que conectaba el frente –un frente que nunca se retiró– a sus fuentes de abastecimiento.
Descubrió a un soldado alemán aterrorizado escondido en un granero. El adolescente le suplicó que no lo delatara. Había oído historias sobre los americanos. Historias malas. Y el alemán de mi padre, suficiente para las cosas fundamentales –Ich erschiesse dich nicht, Hier ist etwas zum essen– no era suficiente para explicarle al soldado que rendirse a los americanos era una cosa muy buena. Esto era muy sutil para el alemán de mi padre. En un par de días, mi padre pensó, encontraría la manera de explicar las cosas, de tranquilizarlo. Entretanto, como un niño con un parajito, le traía comida a escondidas cada noche. Dos noches seguidas, quizá tres. Hasta que dispararon al niño. Sorprendido por otro soldado americano que era también un niño, que vio el uniforme alemán en el granero en la oscuridad acompañado de algunos movimientos amenazantes, y que disparó primero como siempre se le dijo que hiciera. Mi padre le dijo después, mirando el cuerpo, con unos huevos en las manos, ¿por qué le disparaste? No tenía armas.
Tierra. A veces, todo es por la tierra. Tras la guerra, mi padre viajó. Fue a Nueva York. Regresó a casa por un tiempo. Vio a Mamá, su hermano, sus sobrinas. Después, fue a Inglaterra. Para estudiar los detalles acerca de qué le sucede a sus naranjas después de haber dejado la granja, después de su largo viaje a Inglaterra. Obtuvo un trabajo como inspector de naranjas. Aprendió todo lo relacionado con el proceso. Eso fue en 1947 o así. Entonces se estableció Israel. Y se estipuló que las fronteras de Israel incluían su granja.
A mi padre le gustaba estudiar matemáticas en la universidad. Se le daban bien, y el inglés no suponía un problema. Podía obtener buenas calificaciones, elevar su nota media. También le gustaba el judo. Aprendes a caer. Repetidamente. Mi padre aceptó tardíamente la ciudadanía americana que le ofrecieron por su servicio en el ejército americano. No por casualidad, Israel había aprobado una ley que arrebataba la propiedad de uno si uno era un refugiado. A veces, dos más dos son cinco.
Él no era un refugiado, le explica al funcionario del consulado israelí. Había estado en Inglaterra por aquella época. Por algún tiempo, de hecho. Papeles que lo prueban. Era un ciudadano estadounidense, estuvo en el, ejem, frente alemán. Es un poco pronto, explica el funcionario. Todavía hay guerra por aquí. Un caos. Hay muertos por todos sitios. Vuelva más adelante. Ya sabe, en unos años. Cuando las cosas estén más calmadas. Mm, dice mi padre. ¿Oyó, añade el funcionario entusiásticamente, que Einstein podría ser el presidente de Israel? Estaría bien.
Einstein, dice mi padre, creo que he oído hablar de él. ¿No fue él quien inventó la bomba atómica?
Él no lo sabía. Realmente no lo sabía. Había ido a la universidad, claro. Pero no había estudiado nada de Física. Se lo expliqué yo. Muchos años más tarde. Lo que Einstein había hecho realmente.
Parecía inteligente, educado. Dirías que había aprendido de la experiencia. No hay seguridad en nada, nunca. Pero no –la tierra era seguridad, y nada más lo era – . Fue sólo tras la guerra, y los frigoríficos fueron una cosa importante. Hora de retirada para el ice box de antes de la guerra. No por casualidad, la Administración de Veteranos quería hacer algo bueno por los chicos que habían servido tan bien al país. Un programa para aprender cómo reparar frigoríficos. Y tras graduarse, un certificado, y una pequeña cantidad de dinero para comenzar un negocio, comprar herramientas, organizarlo todo.
Mi padre, atiborrado de conocimientos sobre las entrañas de los frigoríficos, utilizó el dinero como entrada para una casa. La hipoteca concedida por algún tétrico personaje con un fuerte acento de Brooklyn. Los bancos no eran una opción. Y entonces otra casa. Y otra. Y entonces un balance delicado durante muchos años. Y su inversión generosamente retribuida. Aunque no, por supuesto, durante su vida.
Yo crecí con una dieta de naranjas. Quizás eso explica mi crónica acidez de estómago. Las había por todas partes en nuestra casa, esperando pacientemente a ser comidas. Aprendí a conocerlas sólo con la vista: edad, contenido de humedad, flotabilidad, todo de un vistazo, un breve olfateo, y el profesional lanzamiento al aire para sopesarlas en un supermercado. Conocía su ratio nutricional en comparación con otros alimentos fundamentales: olivas, yogurt, huevos. Y otro conocimiento también útil: cómo se injertan naranjos en raíces de limonero (porque las raíces del naranjo son muy delicadas). Qué papel tienen los insectos (un gran papel, como habrás imaginado). Y cosas divertidas: cómo castrar una oveja (sólo les duele, aparentemente, por un minuto), qué bellos son los ojos de una vaca. Las diferencias entre cómo pastan las ovejas y cómo pastan las vacas, y cómo eso afectó la sociología del oeste americano. Fue años antes de que supiera lo extraño que era todo esto.
Así es como entro yo en la historia. Estamos en un supermercado y él está comprando naranjas. Estas naranjas son de Jaffa, me dice, incluso podrían ser de mis propios huertos. Mira, son las mejores. Mm, digo. Las mejores, digo. Para ser sincero, son como todas las naranjas.
Jaffa. Otra de esas incómodas palabras que no puedo pronunciar correctamente. Una constricción en la garganta que yo no puedo efectuar de la manera en que un hablante árabe nativo hace con facilidad. Odiaba cuando esas palabras hacían aparición. Y sucedía mucho. Después de todo, mi padre hablaba un idioma extranjero. Uno que yo no entendía. Y no pude aprender.
¿De verdad podrían ser de tus huertos? Pregunto. Sí, dice. ¿No crees que te las robaron? Pregunto. Sí, dice. Pues, digo, no lo entiendo. ¿Por qué las compras? Se las compras a otro. Dice: son realmente buenas naranjas. Las mejores naranjas. Prueba una.
No digo lo que pensaba. Ningún adolescente lo hace nunca. Éstas no son tus naranjas, pensé. Tus huertos ya no existen, estoy seguro, remplazados por hormigón, por altos edificios, por casas de precios en astronómica ascensión. Ni el más mínimo rastro queda de que tú estuviste una vez allí, del paisaje tan totalmente barrida cualquier evidencia de ti que tus ancestros tan siquiera tienen lugares donde sus fantasmas puedan errar. Así, cuando los niños nacen en la nueva tierra, el mundo fresco, serán totalmente inocentes. No digo nada de esto, por supuesto. En vez de esto, digo: mm, mejor no. Estamos en un supermercado después de todo, le digo. No las has comprado aún.
Esta cosa con las naranjas tiene que acabarse. Hay otras frutas, después de todo. Kiwi, por ejemplo. Le traigo uno. Es peludo, dice. Sí, digo, pero eso es algo que puedes pasar por alto. Las superficies no lo son todo. Lo cortas así. Y te lo comes así.
Lo prueba lentamente. Se está esforzando por darle una oportunidad. Asiente con la cabeza. Bueno, dice finalmente, no es una naranja. Suficiente, en otras palabras, para el kiwi. Lo ha rechazado discretamente justo de la misma manera en que una vez rechazó queso con nueces cuando alguien le llevó un poco. No es natural. Se supone que el queso no lleva nueces. Y esto. No es una naranja. Ni siquiera se parece.
No todas las afirmaciones de hechos son afirmaciones de hechos. Algunas son críticas. Algunas afirmaciones de hechos tienen aspiraciones normativas. Aspiran a criticar lo que hemos hecho, o lo que hemos permitido que suceda.
No importa. Hay límites a lo que se puede decir en voz alta tras el hecho. No le dices a este padre que está obsesionado con las naranjas. No le dices que lo supere. Cuando fantasea acerca de mudarse a Florida, porque allí abajo hay naranjas, quizás un huerto que podría comprar, tú simplemente asientes. Tú ya sabes que esto no va a suceder, que va a morir antes.