Bailar (desde) la mina
Por Eloy V. Palazón
Mucho ha cambiado desde 1991, año en el que se estrenó mundialmente la coreografía de Susanne Linke Ruhr-Ort, que se pudo ver en el festival Madrid en Danza. No sólo la propia coreografía, sino el mundo de la industria minera al que nos transporta Linke.
En un principio, la coreografía estaba integrada por seis personas, tres bailarines y tres actores, hoy son ocho bailarines los que vemos en el escenario. Y qué decir de la industria a lo largo de estos veintitrés años: demasiado. En 1991, Alemania acababa de unificarse y la industria minera aún subsistía. Hoy en día son dos las minas que siguen funcionando en esa zona y dentro de pocos años ya no quedará ninguna. Antes, Alemania financiaba la extracción de carbono, pero hoy es más barato importarlo de Sudáfrica, Australia o Rusia. Además, hoy sufren los daños ocasionados tras décadas de extracciones: las aguas se acumulan en las galerías perforadas y el trabajo de hoy consiste en bombear el agua hacia fuera, con tal de que no se inunde, lo que supondría la contaminación de los acuíferos naturales de los que se abastece la zona.
Es decir, la obra de Linke ya no significa lo que antaño significaba, ha empoderado su significado. Los espectadores de hoy viven otro contexto y su visión de la obra es completamente diferente, más descarnado si cabe. De alguna manera, la coreografía de una de las personas que desarrolló el Tanztheater en Alemania fue premonitoria y avisaba de lo que hoy es obvio. Si antes era una danza de lo moribundo, hoy lo es del cadáver, del monumento, que es lo único que queda en esa zona, monumentos industriales. Como dice Bojana Kunst, “el potencial político de la danza no está relacionado con el espacio al margen del trabajo (cuando el cuerpo es libre para moverse desplegando su potencial de ser algo en el tiempo y en el espacio), sino que debe ser puesto en diálogo con los modos flexibles de producción y con la inmaterialidad del trabajo hoy en día”. Nada más cierto se puede decir hoy en día sobre esta coreografía que su potencial político ha sido llevado al máximo.
El movimiento de los bailarines se fusiona con el de los mineros, la repetición insistente nos remite a la atomización del trabajo en las fábricas y el ruido es el contexto natural de los trabajadores del acero y el carbón.
Al comienzo de la representación, el teatro nos ofrece unos tapones para los oídos porque el ruido de la sala llega a más de 100 dB. Error. Puede ser doloroso, pero es lo que es. Es verdad que los trabajadores de la industria llevan tapones, pero escuchar eso día tras día es mucho más doloroso e hiriente que cinco minutos de mazazos sobre una plancha de acero, sonido que, por cierto, puede llegar a resultar placentero con esos ritmos. Esa distancia que impone los tapones debilita ese potencial político del que habla Kunst transformando la coreografía en un mero espectáculo y no en una metáfora sobre la dureza del trabajo industrial.
Uno de las grandes propuestas del festival, sin lugar a dudas.
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