Novela

La vida en la ficción

 

Por Carlos Almira Picazo

¿Cuántos autores de cuentos y novelas nos hemos parado a pensar alguna vez en los mecanismos íntimos de nuestras historias? En el mejor de los casos, los años, la experiencia, el oficio, el talento y la fortuna (la inspiración), nos han guiado intuitivamente en el laberinto de la ficción. Todo esto, que conforma el oficio corriente del escritor, no debería sin embargo satisfacernos en la medida en que implique escribir a ciegas, con independencia del resultado, más o menos satisfactorio para los lectores. Corremos el riesgo de acabar consagrados, incluso por la crítica, sin ser dueños conscientes de nuestro oficio; y el riesgo aún mayor de limitarnos a “escribir bien”, asfixiando la ficción bajo el peso de las palabras.

Naturalmente, la sola reflexión sobre lo que hacemos no va a convertirnos en grandes escritores, pero sí puede ayudarnos a ser mejores artesanos, artífices más conscientes de nuestras herramientas y de sus posibilidades. Sobre esto quiero llamar la atención en estas líneas, en especial en lo que significa la ficción en relación con el autor, el narrador y los personajes; y en la importancia que tiene en toda ficción el llamado “estilo indirecto libre”.

Valgan estos apuntes dispersos como una primera invitación a la reflexión y el debate.

En primer lugar: el autor es el responsable material de la ficción (su “causa eficiente”, diría Aristóteles). Sin embargo, la ficción en tanto que posea auténtica vida (verdad, ¡realidad!), ha de bastarse a sí misma. He aquí una primera tensión, ¿contradicción?, que acompaña en todo momento al acto de crear.

El lector sabe que la historia ha sido escrita por alguien, pero necesita de la ilusión de que los personajes la viven por ellos mismos, y no como simples marionetas del autor. Los personajes de una novela o un cuento son algo más y algo menos que marionetas: son una creación del autor, pero una creación que ha de ser vivida por otro como un mundo en sí mismo.

Es como si la vida sólo pudiera ser descrita de una manera que no puede ser vivida por nadie. Toda escritura es una especie de traición desde el momento en que es percibida como tal, como un hecho externo al mundo que se pone en movimiento con ella.

En este sentido, la distinción entre autor, narrador y personajes que aparece en los manuales sólo tiene un valor formal, como herramienta conceptual, analítica: pues lo que instaura la ficción desde el momento en que se actualiza en la lectura (y el primer lector es quien escribe), es un mundo completo, autosuficiente. Y el lector también necesita creer, sin planteárselo mucho, que alguien que no es el autor está contando, esto es, está dando o cerrando paso (puertas) en cada momento a los personajes y a las situaciones de la ficción.

Es más fácil no reparar en quien muestra algo que en quien dice algo. Así que mostrar, como ya lo señalaba Chejov en sus cartas, siempre será más eficaz que decir (es como una puerta abierta sin portero que uno atraviesa con más gusto y naturalidad). Pero a veces habrá que decir. Sea como fuere, para el lector deberá funcionar una especie de contrato implícito con la ficción: suponeos que todo esto vive; y ahora, olvidaos que lo habéis supuesto: vive, ahí está; fijaos bien, en general y en los detalles; no es simplemente un artificio: vive. Si no, no podríais acercaros a tocarlo.

¿Qué quiere decir que algo tiene vida propia? Que es singular. Nada puede entonces estar en su lugar. Ese algo puede ser un objeto, un animal, una persona, una situación. Eso es la vida de la ficción.

El autor es el responsable material de ese algo. He aquí el mundo de Ana Karenina, de don Quijote. Ese algo es siempre susceptible de juego, de artificio literario, también en el buen sentido, es decir, es compatible con la autenticidad. Lo vivo es lo desconocido mostrado en medio de lo común, en medio de lo supuesto.

Estos dos zapatos desparejados sólo son posibles aquí y ahora. Son contingentes, es decir, únicos. Podrían no estar ahí, por lo tanto nada puede estar en su lugar. También en la ficción.

De esta forma, lo mostrado en la ficción es lo que el lector puede ver y asumir como llevando una vida propia, incluso entre un decorado y en medio de convenciones (elementos intercambiables). Pero el afán de mostrar también puede degenerar en estilo (rasgo de autor), como cualquier otro recurso narrativo hipostasiado. Puede convertirse en un mecanismo de auto-exposición, en un escaparate de autor. Así que escribir bien no es suficiente para “dar vida” (o dejarla realizarse) en la ficción. Es incluso un peligro, un destino de muchos autores. No hay siquiera que llegar al preciosismo. De pronto la habilidad largamente, duramente conseguida, se interpone a cada párrafo, a cada palabra, entre el lector y el mundo creado, como el portero impertinente en un Museo o un parque. Lo singular degenera en detalle congelado.

Una cuestión fundamental es: ¿quién vive lo mostrado? Y más allá de lo singular, hay la atmósfera de la historia, que también puede ser percibida como algo vivo, que participa de y con los “objetos” de la narración, de una vida común. De este modo, la singularidad viva de un objeto parece abocada a expandirse. Algo es auténtico, real, porque inmediatamente hace real todo lo que le rodea. Y viceversa. Es difícil creer en lo auténtico sin verse arrastrado por ello más allá de lo que aparentemente lo circunscribe, (por ejemplo, creer en esta taza desportillada y no en quien bebe en ella ahora su café).

Un hombre va a la horca y esquiva un charco. He aquí la vida de lo singular. Sin estas cosas, ¿qué diferencia habría entre un hombre y otro? Puede que sea algo inexplicable, pero nunca es irrelevante. Algo tiene su propia vida, incluso “más allá” del tiempo/espacio de lo narrado, y esto lo percibe el lector. Leer ficción, ¿no es salir al encuentro de esto misterioso? Si algo tiene vida en una novela, acaso yo, lector, también la tenga. Un buen libro resplandece como una lámpara. Lo demarcado no es el mundo del lector y el de la ficción, sino lo que está vivo de lo que no lo está.

Un hombre va ser ejecutado, y se limpia las gafas. Si hay vida en este gesto, entonces no debe aparecer como una muestra de valor, de desprecio ante la muerte, etcétera, sino como lo inexplicable, misterioso, único (aunque sea un acto reflejo) de ese hombre. Simplemente, es algo que ocurre porque este hombre y no otro cualquiera, está ahí. Eso es lo que significa que vive. El lector verá a ese hombre y a ningún otro, o no verá nada más que palabras mejor o peor ensambladas. Estilo. Ruido.

He aquí el extraordinario, insustituible valor del detalle, de lo que aparece como insignificante a escala universal. El Universo podría ser aniquilado, pero ese hombre no puede ser sustituido por ningún otro. Tal es la vida de la ficción.

Por otra parte, el carácter insignificante de lo mostrado lo convierte en un enigma. ¿No es eso, en el fondo, la vida que sospechamos? Si tal o cual detalle encajase como una pieza en la lógica, en la necesidad del Universo, ¿qué sería lo vivo en las cosas, dentro o fuera de las historias? Estar en la ficción es, entonces, estar en el misterio y no sólo escuchar, o leer, lo que alguien cuenta, por muy bien que lo cuente. Es estar en lo contado con el mismo deslumbramiento, indefensión, que en esta habitación. Lo vivo en la ficción nos es tan inmediato como nuestro cuerpo. Y casi tan imprescindible.

Lo que está vivo en un cuento, una novela, es la narración misma. Contiene más que el estilo: es lo imprevisible y, a la vez, encierra la esperanza, la posibilidad, la promesa de ser alguna vez aclarado (¿o no?). Puede pasar ante nosotros una sola vez, como una ráfaga inolvidable, en unas pocas líneas. O dar vueltas a nuestro alrededor sin dejarnos nada, como un simple decorado del espíritu. Como meras palabras. Tal es también, el personaje de ficción.

Hasta un personaje como el Ricardo Reis de Saramago puede decir: “Yo produzco mi sombra cuando paso por las calles de Lisboa”. Exactamente como lo diríamos nosotros. Su realidad también es imprescindible, inseparable de él, aunque él mismo, como personaje, dude de ella. Tal es su autenticidad.  El lector no puede acceder a la ficción sino por esta autenticidad que es su verdad (y la nuestra).

El narrador omnisciente, en tercera persona, clásico, es entonces una mera convención, una imposibilidad (como en otro sentido, lo es el narrador en primera persona, o el hombre que lee). Hay personajes vivos porque no hay un autor (ni un narrador) uniforme y monolítico, y en la medida en la que no lo hay (por ejemplo, como estilo literario). Sea cual sea la persona gramatical empleada como artificio, el lector encuentra lo vivo de la ficción, o sólo ruido y palabras bien (o mal) ensambladas. Igual que de este lado de la lectura.

Sobre esto deberíamos reflexionar más, creo, quienes construimos historias con la pretensión no sólo de escribir bien, sino de crear mundos ficticios verdaderos.

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