El placer de la escritura. En contra del escritor doliente
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“Sólo me interesa la crítica literaria, no los ambientes literarios”. Con estas palabras, Juan Marsé, por entonces jurado del Premio Planeta, respondió, dejando sin palabras, a la por entonces recién ganadora del económicamente reconocido galardón literario. Era el año 2005 y Maria Pau Janer no había sido galardonada entre laureles y aplausos, al contrario: Juan Marsé y Rosa Regás, también miembro del jurado, no tardaron en poner en evidencia la baja calidad literaria de la obra; “el ritmo narrativo tan pormenorizado y tan meticuloso” o la “decantación hacia lo sentimental” fueron unas de las críticas que dirigió el autor de Últimas tardes con Teresa a una premiada que, en un primer momento, trató de responder a estos comentarios con una ironía más bien dudosa al expresar su alegría por “ser la menos mala de las 10 finalistas” para, posteriormente, dirigir una crítica tan directa como insustancial al propio Juan Marsé, a quien acusó de jugar a ser “un enfant terrible” con sus ácidas críticas. Fue precisamente a este comentario de la ganadora al que Marsé respondió subrayando que su interés estaba dirigido a la crítica literaria y no a los ambientes literarios, es decir, no a los tópicos que configuran y contaminan, sin embargo, tanto los ambientes literarios como la literatura, que no consigue escapar de ellos.
Independientemente del debate acerca de la cuestionada calidad literaria de la obra premiada en aquel año, la anécdota y, en concreto, las palabras de Marsé ponen en evidencia la necesidad de depurar una crítica literaria contaminada conceptual y lingüísticamente por tópicos y mitologías literarias asociadas sobre todo a la figura del escritor. Ya a finales de los años sesenta, Roland Barthes, en su extraordinario ensayo Mitologías, analizaba la reconversión del “escritor” en un mito moderno, es decir, semiológicamente hablando, en la sobresignificación del autor: el escritor se convertía en un mero significante sobre el cual se construía narrativamente una imagen y, por tanto, un discurso que tipifica y mitificaba el autor dentro de unos parámetros socialmente reconocibles. De esta manera, del escritor, sea éste un intelectual engagée, un enfant terrible o un asceta alejado de toda mundaneidad, se esperaría siempre una determinada conducta, una conducta que respondería al personaje que el relato mitológico ha construido en torno a él. El análisis de Barthes, centrado en concreto en la Francia de los años sesenta, es extrapolable no sólo al imaginario que todavía hoy impregna el escritor, sino que permite comprender la perspectiva con que la historia de la literatura ha estudiado a distintos autores –pensemos por ejemplo en Rimbaud, cuyo epíteto sigue siendo todavía hoy el de “enfant terrible” casi por excelencia-, haciendo de los datos biográficos y del imaginario que les rodeaban la clave de lectura de sus obras. Herencia de la crítica biografista inaugurada por Sainte-Beuve y de la que todavía hoy, a pesar de las proclamas de muerte del autor realizadas por Barthe y Foucault, no nos hemos desprendido, el imaginario entorno a la figura del autor condiciona sea la recepción –lectora, editorial, comercial- de la obra sea su consideración crítica. Podría pensarse que la idea del escritor como “enfant terrible” es aquella que más ha arraigado e, incluso, que ha tenido más éxito en el momento de “vender” la obra: de Rimbaud hasta Houellebecq, la idea del “enfant terrible” ha servido para envolver al autor de misterio y morbo, lo políticamente incorrecto y lo heterodoxo atraen, son un buen gancho para la industria cultural, pero también para un periodismo cultural que busca más el efectismo del titular que la profundidad conceptual. De esta forma, parece ser hoy imposible hablar de Foster Wallace o de Gabriel Ferrater sin mencionar su trágica muerte –entrando, incluso, en detalles más bien escabrosos-, comentar la obra de Zizek sin mencionar su actitud provocadora –provocación más en la imagen y en el modo de presentarse en público que no en el contenido filosófico- o referirse a Francisco Casavella, cuya imprescindible trilogía El día del Watusi es tan poco leída como numerosas las veces que se le menciona desde el desconocimiento y el “postureo”, sin convertirlo en imagen de una Barcelona canalla y bohemia desaparecida.
Sin embargo, el imaginario del “enfant terrible” es relativamente reciente –a partir de los últimos años del siglo XVIII y, en concreto, en el siglo XIX-; como precedente y, sin duda, con una historia mítica más longeva, aunque conserva, a pesar del transcurso del tiempo, su vigor, encontramos el tópico del escritor doliente, aquel que se afirma en el dolor y el sufrimiento que implica el acto de escritura. Son muchos los autores que parecen haber sucumbido a este mito, muchos quienes se han convencido de que no existe escritura sin padecimiento; son muchos los autores y, a la vez, numerosos los ejemplos de crítica literaria que acrecientan este imaginario: “¿ha sufrido mucho al escribir esta novela?” es una de las preguntas más reiteradas en la mayoría de las entrevistas a autores, una pregunta formulada con la seguridad de obtener una respuesta positiva. El escritor melancólico, solitario, el escritor que padece ante la página en blanco se eleva como el escritor verdadero, como aquel que encuentra el verdadero y honesto compromiso con la escritura. No son pocos los autores que hoy tratan de alejarse de dicho imaginario, afirmando con rotundidad que para ellos la escritura es un placer, una necesidad que nace, como diría Maria Zambrano, de la “sed de vencer por la palabra los instantes vacíos idos, el fracaso incesante de dejarnos ir por el tiempo”. El placer de la escritura, parafraseando a la autora de Hacia un saber sobre el alma, radica en la potencia de la palabra escrita, en la victoria que ésta supone anta la palabra oral, “al servicio del momento opresor”. La escritura dice las verdades que la oralidad no puede decir, en la escritura el escritor encuentra el placer de la comunicación: verba volant, scripta manent, y en su permanecer la palabra escrita conserva el sentido. La escritura es una liberación, no un padecimiento; la escritura, decía ya Victor Hugo poco después de dedicar unos versos a su hija fallecida siendo aún niña, comienza cuando las lágrimas ya se han secado, cuando el dolor se ha apaciguado, cuando se trata de alcanzar aquella serenidad que solamente se obtiene con el hallazgo del sentido, aquella verdad que explica lo inexplicable. “El que escribe”, decía Zambrano en 1934, “mientras lo hace, necesita acallar sus pasiones y, sobre todo su vanidad”, porque escribir requiere del placer, del goce de la distancia, de esa distancia que ofrece la escritura deformante y la ficción que, acercándote a la verdad, al secreto, te aleja de la inmanencia, de la realidad más tangencial.
El escritor debe huir de la vanidad, definirse a fortiori como un escritor sufriente no es más que un signo de vanidad, de este “postureo” contemporáneo que le lleva a buscar en la falsedad del mito y de la auto-representación el prestigio que sólo debe buscarse en la propia escritura. No se sufre con la escritura, “si se sufriera, nadie escribiría”, me decía el otro día un escritor, cansado ya de los lastres del “postureo intelectual”; la fidelidad del escritor, su compromiso con la propia escritura, no reside en la actitud sufriente, como tampoco en el juego de ser un “enfant terrible”: el escribir es un acto de fe, decía la filósofa, es “ser fiel a aquello que pide ser sacado del silencio. Una mala transcripción, una interferencia de las pasiones del hombre que es escritor destruirán la fidelidad debida”. No se escribe, por tanto, desde el dolor y desde el malditismo, sino desde la serenidad, desde el apaciguamiento de las pasiones y, por tanto, desde el placer de encontrar en la escritura el sentido, las palabras, la perdurabilidad y la calma que la palabra oral nunca ofrece. La vanidad, el postureo, la mitificación de un rol no son más que “la hinchazón del algo que no ha logrado ser y se hincha para recubrir su interior vacío”. La crítica, el periodismo cultural, tiene como reto desprenderse conceptual y lingüísticamente de este relato mitificador, de estos tópicos que, a medio camino entre el biografismo y la construcción de un producto, banalizan, como ya subrayaba Marsé, y contaminan la crítica textual, la atención a la obra como artefacto autónomo. La gloria literaria tan sólo debe buscarse y hallarse en la escritura, en el compromiso ineludible que debe sentir todo aquel que escribe, es decir, todo aquel que encuentra un goce incomparable en la palabra escrita, en esa palabra, la única, capaz de perdurar, de escapar de lo momentáneo y, por tanto, como diría Borges, de sobrevivir fuera del tiempo.