¿Desencanto o acicate?: “EL GOLEM”, de Gustav Meyrink
Por Ignacio González Orozco.
Según una tradición centroeuropea del siglo XVI, el golem fue un muñeco antropomorfo, dotado de vida por Judah Loew, un rabino de Praga experto en los saberes mágicos de la Cábala. En castellano se transcrito a menudo como “homúnculo”, aunque la Real Academia solo reconozca esta palabra como diminutivo despectivo de “hombre”.
El golem es también el título de la más conocida novela del escritor austríaco Gustav Meyrink (1868-1932), en la cual se pergeña una metáfora del humano de su tiempo (y también del nuestro), ya que ambos entes, hombre –y mujer– y homúnculo “se mueven sin voluntad por la existencia”. Ni uno ni otro dominan sus propias vidas; son autómatas subyugados bajo una norma con frecuencia humillante, tanto como por la rutina de unas relaciones económicas alienantes, basadas en el maquinismo y su “anonimato despersonalizador” (tomando la expresión de Simone Weil). Ninguno de ellos posee la autonomía y creatividad que debieran ornar a la especie humana, pues ambas facultades quedaron arrumbadas en aras de la satisfacción de una necesidad más inmediata, que en el golem es la obediencia y en el humano, el hambre.
Entre la memoria del golem y la miseria de su vida cotidiana deambula Athanasius Pernath… si es que se trata de él, puesto que el final de la historia deja abiertas serias dudas al respecto. Este restaurador de joyas habita, a finales del siglo XIX, en una pequeña vivienda del barrio judío de Praga. Meyrink conocía bien el escenario: austriaco de origen e hijo de padres alemanes, parte de su infancia y primera juventud transcurrió en la capital checa, cuya aljama –dicho sea en términos hispanos– era un enclave urbano abarrotado, sobre el cual se cernía “una atmósfera de ingenio infernal” (así leemos en la novela). Ese entorno humanamente colmatado, en sí mismo agobiante, por fuerza debía ser semillero de vida (en su sentido más literal), al igual que el agua estancada bulle de microorganismos. Así, sobre el gris deletéreo del cuadro escénico, los personajes secundarios conforman una variada paleta de cromatismos humanos, desde el sucio ocre de la miseria hasta la claridad cuasi sobrenatural del misticismo, pasando por el rojo sangre de la prostitución y el hampa. De este magma surgen el aleve chamarilero Aaron Wassetrum; el estudiante Charousek, tísico y vengativo; el rabino Hillel, tesorero de un saber que no se imparte en las academias; su hija Miriam, ser dotado de una sensibilidad ajena a las mezquindades que la envuelven; o los titiriteros Zwakh, Prokop y Vrieslander, que procuran apartar a su amigo Pernath de turbaciones innecesarias.
Cuando un desconocido de facciones básicas, cuya imprecisión de rasgos evoca la leyenda del golem, trae a Pernath un antiguo libro hebreo que precisa ser restaurado, al protagonista se le disparan las visiones de oscuro contenido, a través de las cuales despliega Meyrink una rica panoplia simbólica, a la par deudora de la tradición alquímica y el psicoanálisis: la trampilla que une dos viviendas de casas separadas, alegoría de una comunicación intelectual libre de la mediación de los cuerpos; los ruidos nocturnos de los edificios como señales misteriosas de vida interior, al igual que las obsesiones y miedos reprimidos, que aguardan el momento de asaltarnos con sus espectros cuando la conciencia flaquea de cansancio; el dédalo de pasadizos a los que se accede desde la vivienda de Pernath, imagen de los tortuosos caminos de nuestro psiquismo inconsciente, así como de la necesidad de aventurarnos en su confusión para poder dar a nuestra conducta una más coherente explicación; la figura del doble, expresión de una personalidad latente que las convenciones sociales mantienen apartada de nuestra conciencia…
Con el paso de las páginas descubre el lector que Pernath ha estado en el manicomio por alguna causa que no recuerda (ni se cita en la novela), ya que fue borrada de su memoria mediante un tratamiento de hipnosis (nueva vuelta de tuerca a la herencia freudiana). Sin embargo, no puede eludir la compañía perpetua de un temor difuso y sin objeto, como un peligro que se intuye pero no puede conceptualizarse, al carecer de nombre: “Es el miedo que nace de sí mismo, el paralizante horror de la intocable nada, algo que no tiene forma y que sin embargo corroe nuestro pensamiento”. Así, aun sintiéndose de suyo inclinado al bien, Pernath se debatirá en la duda de si su filantropía esconde un egoísmo basal, que maniobra para eludir el castigo ameritado antes del olvido. Y también lo azora la idea de que la iniquidad pasada pueda condicionar su felicidad y expectativas de futuro. A esta tribulación se añadirá la lucha suscitada en su corazón por los distintos atractivos de tres mujeres: la carnalidad de la prostituta Rosina, la gracia y mundanidad de la aristócrata Angelina, y la espiritualidad de Miriam, la hija de Hillel.
Mediante estos mimbres entreteje Meyrink una narración bifronte, psicologista y a la vez fantástica, con sus elementos bien combinados y un tono que no por poético resulta menos angustioso. Consciente de la importancia de evitar las divagaciones tediosas (por inescrutables), el autor nunca se regodea en la descripción de los aspectos fantásticos más de lo estrictamente necesario, favoreciendo así la agilidad del ritmo narrativo. Sin embargo, el interés creciente del relato se congela en su tramo final. Ocurre que el restaurador, tangencialmente implicado en una intriga urdida por su amigo Charousek (quien planea vengarse de su verdadero padre, el chamarilero Wassertrum), en plena refriega de asechanzas da con sus huesos en la prisión, bajo falsa acusación de homicidio. Allí traba contacto con el asesino Laponder, poseedor de dones extrasensoriales, quien reconocerá en Pernath a un ser dotado de una naturaleza espiritual singular. Pero poco o nada aportan estas páginas carcelarias al relato, que de hecho languidece, al igual que ocurre con su protagonista, entre las estrecheces de la celda. Luego, la historia se enfrenta a lo que parece un lapso del novelista, tal vez un agotamiento de sus recursos imaginativos, y se cierra con un vuelco misterioso del cual se desprende la duda –ya anunciada– de si el tal Pernath es quien cree ser u otro individuo, perpetuado en su propio desconocimiento. De ahí que el lector sienta al final la tentación de reinterpretar la novela como un juego de esferas aristotélicas que contienen mundos superpuestos.
Así nos quedamos. Un tanto desencantados porque prometía más la historia, o tal vez ferazmente intrigados por la apuesta de comprensión lanzada a su término. Cuentan que Kafka leyó El golem sin mostrarse satisfecho con ella. Sin embargo, la novela obtuvo un gran éxito de público en los países de lengua germana, ayudada sin duda por la terrible circunstancia histórica de su año de publicación (1915), cuando miles de hombres morían diariamente en los frentes de la Gran Guerra y apetecía ausentarse de la trágica realidad, con terrores más livianos que los provocados por las propias gentes racionales. Lean y decidan, señoras y señores.