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Jean Baudrillard: «La sociedad de consumo y los medios de comunicación de masas»

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Jean Baudrillard (1929-2007)

«Lo que caracteriza la sociedad de consumo es la universalidad de las crónicas de los medios de comunicación masiva. Toda la información, política, histórica, cultural, adquiere la misma forma, a la vez anodina y milagrosa, de las noticias cotidianas. La información se presenta completamente actualizada, vale decir, dramatizada a la manera de un espectáculo y completamente desactualizada, o sea, distanciada por el medio de comunicación y reducida a signos. La crónica de actualidad no es pues una categoría entre otras, sino que es la categoría cardinal de nuestro pensamiento mágico, de nuestra mitología.

Esta mitología se afianza en la exigencia cada vez más voraz de realidad, de «verdad», de «objetividad». En todas partes se impone el cine-verdad, el reportaje en directo, el flash, el photo shock, el documento testimonial, etc. En todas partes, lo que se busca es «el corazón del acontecimiento», el «centro del alboroto», «en vivo», el «cara a cara» —el vértigo de la presencia total en el lugar donde ocurren los hechos, el Gran Escalofrío de lo Vivido—, o sea, una vez más el MILAGRO, porque la verdad de lo visto, lo televisado, lo registrado en una cinta, es precisamente que yo no estaba en el lugar. Pero lo que cuenta es lo más verdadero que lo verdadero, en otras palabras, el hecho de estar allí sin estar allí, o, para decirlo aún de otro modo, la fantasía. La comunicación generalizada nos da, no la realidad, sino el vértigo de la realidad. Y hasta, sin juegos de palabras, una realidad sin vértigo, pues el corazón de la Amazonia, el corazón de lo real, el corazón de la pasión, el corazón de la guerra, ese «corazón» que es el lugar geométrico de las comunicaciones de masas y que las dota de esa sensiblería vertiginosa está precisamente donde no pasa nada.

Es el signo alegórico de la pasión y del acontecimiento y los signos son tranquilizadores. Vivimos así al abrigo de los signos y en la negación de lo real. Seguridad milagrosa: cuando observamos las imágenes del mundo, ¿quién puede distinguir esta breve irrupción de la realidad del placer profundo de no estar allí? La imagen, el signo, el mensaje, todo eso que «consumimos» es nuestra quietud precintada por la distancia con el mundo y que calma, más de lo que la compromete, la alusión por momentos violenta a lo real. El contenido de los mensajes, los significados de los signos son en gran medida indiferentes. No nos sentimos implicados y los medios no nos remiten al mundo, nos dan a consumir los signos en tanto que signos, acreditados, sin embargo, por la garantía de lo real. Aquí podemos definir la praxis de consumo. La relación del consumidor con el mundo real, con la política, con la historia, con la cultura, no es la del interés, la de la investidura, la de la responsabilidad comprometida, tampoco es una relación de indiferencia total: es una relación de CURIOSIDAD.

Siguiendo el mismo esquema, podemos decir que la dimensión del consumo, tal como lo hemos definido aquí, no es la del conocimiento del mundo, pero tampoco la de la ignorancia total: es la di- mensión del DESCONOCIMIENTO. Curiosidad y desconocimiento designan un único y mismo comportamiento de conjunto respecto de lo real, comportamiento generalizado y sistematizado por la práctica de las comunicaciones de masas y, por consiguiente, característico de nuestra «sociedad de consumo»: es la negación de lo real sobre la base de una aprehensión ávida y multiplicada de sus signos. Siguiendo el mismo razonamiento, podemos definir el lugar del consumo: es la vida cotidiana. Esta última no sólo es la suma de hechos y de gestos cotidianos, la dimensión de la banalidad y de la repetición, sino además un sistema de interpretación. La cotidianidad es la disociación de una praxis total en una esfera trascendente, autónoma y abstracta (de lo político, de lo social, de lo cultural) y en la esfera inmanente, cerrada y abstracta, de lo «privado». Trabajo, ocio, familia, relaciones: el individuo reorganiza todos esos ámbitos en un modo involutivo, más acá del mundo y de la historia, en un sistema coherente fundado en la clausura de lo privado, la libertad formal del individuo, la apropiación tranquilizadora del ambiente y el desconocimiento. En la perspectiva objetiva de la totalidad, la cotidianidad es pobre y residual, pero, por otra parte es triunfante y eufórica en su esfuerzo por lograr la autonomía total y la reinterpretación del mundo «para el uso interno». Ahí se da la complicidad profunda, orgánica, entre la esfera de la cotidianidad privada y las comunicaciones de masas. La cotidianidad como encierro, como retiro, como Verborgenheit, sería insoportable sin el simulacro del mundo, sin la excusa de una participación en el mundo. Necesita alimentarse de imágenes y de signos multiplicados de esa trascendencia. Su quietud tiene necesidad, como ya vimos, del vértigo de la realidad y de la historia. Además, para exaltarse, su sosiego necesita la perpetua violencia consumida. Ésta es su propia obscenidad, golosa de acontecimientos y de violencia, siempre que éstos le sean servidos a temperatura ambiente. En términos caricaturescos, es el telespectador, relajado, observando imágenes de la guerra de Vietnam. La imagen de la televisión, como una ventana invertida, da primero a una habitación y, en esa habitación, la exterioridad cruel del mundo se hace íntima y cálida, de un calor perverso.

En ese nivel de «vivencia», el consumo transforma la exclusión máxima del mundo (real, social, histórico) en el índice máximo de seguridad. El consumo apunta a esa felicidad por defecto que es la resolución de las tensiones. Pero se enfrenta a una contradicción: la contradicción entre la pasividad que implica este nuevo sistema de valores y las normas de una moral social que, esencialmente, continúa siendo la de la voluntad, de la acción, de la eficiencia y del sacrificio. De ahí la intensa culpa que conlleva este nuevo estilo de conducta hedonista y la urgencia, claramente definida por los «estrategas del deseo», de desculpabilizar la pasividad. Aquí es precisamente donde interviene la dramatización espectacular a cargo de los medios de comunicación masiva (la noticia/catástrofe como categoría generalizada de todos los mensajes): para poder resolver esta contradicción entre moral puritana y moral hedonista, es necesario que esa quietud de la esfera privada aparezca como valor obtenido con esfuerzo y constantemente amenazado, rodeado por una fatalidad de catástrofe. La violencia y el carácter inhumano del mundo exterior son necesarios, no sólo para experimentar más profundamente como tal la seguridad (esto en la economía del goce), sino además para sentir que elegir la seguridad como tal (esto en la economía moral de la salvación) está justificado a cada instante. Es necesario que, alrededor de la zona preservada, florezcan los signos del destino, de la pasión, de la fatalidad, para que la cotidianidad recupere la grandeza, el carácter sublime, cuyo reverso en realidad es. Por todas partes se sugiere, se menciona, la fatalidad para que, frente a ella, la banalidad se alimente y encuentre gracia. La extraordinaria rentabilidad que tienen los accidentes de tráfico en las cadenas de televisión, en la prensa escrita, en el discurso individual y nacional, es una prueba clara: es la vicisitud más bella de la «fatalidad cotidiana» y si se la explota con tal pasión, ello se debe a que cumple una función colectiva esencial.  Por lo demás, la única competencia con que debe rivalizar la letanía sobre la muerte en accidentes de tráfico es la letanía de las previsiones meteorológicas. Lo que ocurre es que las dos son una pareja mítica: la obsesión del sol y la letanía de la muerte son inseparables. La cotidianidad ofrece así esta curiosa mezcla de justificación eufórica mediante el nivel de vida y la pasividad y de «delectación melancólica» de víctimas posibles del destino. El conjunto compone una mentalidad o, más precisamente, una «sensiblería» específica. La sociedad de consumo quiere ser como una Jerusalén situada, rica y amenazada: allí estriba su ideología.»

(Fuente: «La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras», Siglo XXI)

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