El más alto fin: «AFRODITA», de Pierre Louÿs
Por Ignacio González Orozco.
En los márgenes de los diálogos de Platón se ha escrito a modo de glosa toda la filosofía occidental. Una de sus obras más celebradas, El banquete, traza el itinerario que un espíritu esclarecido debe seguir para alcanzar la noción plena de la belleza: “Y el verdadero orden para ser conducido por otro a las cosas del amor, es empezar por las bellezas de la tierra y subir hacia esa otra belleza, usando aquellas solo como escalones, y pasando de una a dos, y de dos a todas las formas corporales bellas”, hasta conocer “la belleza absoluta”, excelsa por sí misma.
Como puede colegirse, no por idealista despreciaba Platón la carnalidad, a la par vehículo y terreno de tránsito obligado del conocimiento. Tal es el camino que recorre el escultor Demetrios, uno de los protagonistas de Afrodita, novela del belga Pierre Louÿs (1870-1925) publicada en 1896.
La acción se desarrolla en la Alejandría helenística. La reina Berenice está tan enamorada de su propia belleza que desea publicitarla a los cuatro vientos. A falta de perfil de Facebook, la muy presumida encarga un retrato escultórico al citado Demetrios, a la sazón su amante, un adonis deseado por todas las alejandrinas. La perfección de la obra resultante extasía al tallista, hasta el punto de que llega a despreciar las gracias de la reina, y aun las de cualquier otra mujer. Mas he ahí que se cruza en su camino la cortesana Crisis (así llamada por sus dorados cabellos), cuya “indiferencia afectada” acaba deslumbrándolo. Herido de pasión, Demetrios acepta las condiciones impuestas por la hetaira para dejarse poseer, y que consisten en tres penosos trabajos (por suerte no le pidió doce, como Euristeo a Hércules): conseguirle el espejo de plata de la cortesana Baquis, demanda que implica un latrocinio; la peineta de marfil de la esposa del gran sacerdote, cuya obtención requiere un asesinato; y el collar de perlas de la estatua de la diosa Afrodita, objeto del peor de los delitos, el sacrilegio.
No habrá reparo, temor ni principio moral que impida a Demetrios rebajarse a lo más hediondo del crimen. Pero, ¿por qué puja con tanta fuerza su arrebato? La experiencia cotidiana nos dice que la arrogancia del ser amado sienta un rango; cuando menos, suele impresionar. Ahora bien, si el desinterés de Crisis despertó el amor de Demetrios, resultará que la temeridad obsecuente del tallista hará lo propio en el alma de la cortesana.
A la postre, sacudido por su yerro, Demetrios comprende que el placer, de por sí intermitente, nunca alcanzará la intensidad de la ignominia, única sensación perenne tras la caída en el delito. Esta reflexión le devuelve a su actitud original de rechazo a cualquier vasallaje sentimental –“¡Esclavitud! Tal es el verdadero nombre de la pasión”– y decide abandonar a Crisis, perturbada de amor incluso en la hora de la muerte, que será trágica. Moraleja del autor: el frenesí amoroso exige sacrificios innecesarios y a menudo destructivos, conque es mucho mejor –por práctica e inocua– la simple voluptuosidad.
Seguidor tardío –aunque brillante– del movimiento parnasiano, Louÿs persigue la musicalidad del texto a través de la armonía de los vocablos, la fluidez de la puntuación, el hiperbaton… Gran parte de la novela se resuelve en estampas de personajes o ambientes que no temen a la adjetivación, amparadas como están en la riqueza del léxico empleado. Así pues, cabría pensar que la plasticidad es el fin último de esta tarea infatigable de creación de imágenes; pero no se limita a ello el relato, a pesar de lo fastuoso de su prosa, bien avenida con la máxima parnasiana de “el arte por el arte” (a tal “ismo” se debe la cita). En el prólogo de la novela, Louÿs declara sin ambages su rechazo absoluto a la moral tradicional y propone un nuevo arquetipo femenino de bondad, definido por la plena inclinación a una sexualidad desinhibida, gozada de modo tan variado como intenso, siendo la cortesana personificación de ese ideal.
Afrodita presenta a las hetairas alejandrinas como mujeres ardientes, entregadas de corazón a su trabajo; no hay alusión alguna a la explotación despiadada que tantas veces acompaña al viejo oficio en la vida real, ni tampoco a la frialdad industrial que la convención popular atribuye a la labor de las prostitutas. Además, el placer de la hetaira resulta doblemente obtenido: mediante el ejercicio profesional con los varones, lúdicamente con las féminas. Louÿs ensalza el amor lésbico sin remilgos ni tapujos, frente a la sexualidad “intermitente y cruel” del macho. Es más, de la lectura de esta novela se desprende un claro desprecio hacia el sexo entre hombres; repulsa tanto estética como ética, por parecerle al autor una práctica zafia y violenta… Y ello, a pesar de la amistad entre Louÿs y André Gide, temprano paladín de la causa homosexual.
La apoteosis de estas consideraciones se alcanza cuando otro de los personajes de la narración, el filósofo Timón, declara que el fin más elevado de la mujer estriba en prostituirse, puesto que la casada es víctima y esclava de su marido e hijos; casarse, concluye Timón, es “una imbecilidad”.
Las cortesanas también son tomadas como modelo de un saber común, arraigado en el placer carnal y de natural benéfico, despojado del narcisismo y la estúpida pedantería encarnados por otro filósofo, Frasilas, quien, en una escena terrible pero cuán grotesca, pretende adoctrinar en el estoicismo a una esclava que agoniza clavada en la cruz. Parece que Louÿs desconfiara de los talantes más intelectuales, porque también Demetrios se reafirma en su culto a la belleza inmarcesible del arte a costa de caer en la perversión y a través del ejercicio de la crueldad, sin que ni una ni otra le susciten el mínimo reparo ético; no teme al reproche, sino al ridículo, y su sublime aspiración está teñida de egoísmo.
En la redacción de Afrodita, el autor renunció a la descripción pormenorizada –en su vertiente más explícitamente anatómica– de “los procedimientos secretos de la mordedura, del glotismo y el beso”, ni fue más allá de la “breva abierta” y otras metáforas y perífrasis para recrear las pautas y gozos del amor carnal; así, cuantos reprobasen el asunto de la obra podrían, cuando menos, admirar su estilo. Semejante lenitivo formal no impidió que su publicación desatara un gran escándalo, pero a Louÿs le resultó provechoso, porque obtuvo con esta novela el mayor éxito de ventas de su tiempo en Francia: 350.000 copias. No hay mejor marketing que el ejercicio de los mentideros, siempre auxiliado por la curiosidad malsana de los detractores.
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Me parece injusto que en el texto de Ignacio González Orozco no haya ninguna
mención a la prolija descripción que hace el autor de la novela de las relaciones entre el paradigma de belleza, Crisis, y su esclava Djala, «una bella esclava hindú que sabía peinar a las cortesanas». La minuciosa descripción
de como la sierva, arrodillada ante Crisis desnuda, sentada arrogante como una diosa, diosa de la belleza de la que es espejo, la peina, la pinta y le canta,
para acabar prosternándose deslumbrada ante su centro de feminidad, sus sexo,
murmurando «es pavorosa, es la faz de la Medusa» y la reacción de la diosa,
aceptando la adoración y sumisión de la esclava, al posar un pie en su nuca
y dejar pasar el tiempo contemplándose en un espejo frente a ella, admirando su propia belleza y su gloria, adorándose.