El amor es extraño (2014), de Ira Sachs
Por Alejando Molina Bravo.
En los últimos días me he acordado de aquella vez en el colegio, en clase de inglés, tendría yo doce años, que leímos un cuento de Oscar Wilde. La profesora (se llamaba Saturnina pero todos la conocíamos como la señorita Satur) nos contó a grandes rasgos el final del escritor, que a pesar de ser uno de los más grandes en lengua inglesa, de su carisma e ingenio indudables, de su fama, había muerto en la bancarrota y repudiado, exiliado en París, con la salud quebrada tras haber pasado dos años condenado a trabajos forzosos en la cárcel de Reading. Un niño, quizá yo mismo, preguntó: ¿Y por qué le encarcelaron? La señorita Satur, con un reparo ostensible, dijo sólo: “Hoy no le habría pasado”. No dio más detalles. La verdad era, es, que Wilde fue acusado de sodomía, y de ser el perversor de su joven amante Alfred Douglas, cuya belleza andrógina y maldita le llevó a la perdición y le inspiró el personaje de Dorian Gray. Todo el proceso está narrado en la larga carta que le escribió en la cárcel y que constituye su imprescindible libro De Profundis, en cuya lectura me encuentro ahora sumido.
Ira Sachs, director de esta El amor es extraño, narraba en su anterior film Keep the Lights On una historia parecida y también autobiográfica: su relación de diez años con un hombre más joven y adicto al crack, una aproximación desgarrada y valiente a los propios demonios. El amor como prisión. Su nueva película supone un contrapunto a esa obra anterior, un reverso tierno y sosegado de otra relación homosexual, si bien el sexo de la pareja acaba por ser anecdótico. Uno ve a dos hombres maduros que después de casi cuatro décadas de vida conjunta se casan en Nueva York, aprovechando la nueva ley que permite el matrimonio homosexual. Poco después, aquel a quien interpreta Alfred Molina pierde su empleo, lo que les obliga a dejar su apartamento y mudarse con amigos y familiares hasta lograr la difícil tarea de encontrar un piso que puedan permitirse. La película transcurre así entre las vicisitudes cotidianas que toda convivencia forzada impone, por mucho que se quiera a aquellos que lo acogen a uno. “A veces, cuando vives con gente, acabas conociéndola demasiado bien”, dice el personaje de John Lithgow.
La cinta, que contiene también sutiles tintes autobiográficos, está rodada con delicadeza y precisión, y con un magistral uso de las elipsis. Una fotografía luminosa y una banda sonora donde destacan las composiciones de Chopin envuelven las impecables y naturalistas interpretaciones de todo el elenco, en especial a la pareja protagonista. Cabe mencionar la interpretación del joven Charlie Tahan en la hermosa escena final. Todo hace de ella una gran película que tiene en su predecesora a su principal competidora, a cuya altura no llega, si bien se le acerca.
Lo que más agradece uno, sin embargo, es que hable del amor homosexual sin dramatismos ni etiquetas, sin tópicos, mostrando sólo la historia normal de dos personas que se aman y cuyo amor es tan extraño como el de cualquiera. Una propuesta inconscientemente osada, al parecer: en Estados Unidos ha obtenido la clasificación “R” (no recomendada para menores de 17 años) y que se otorga a películas donde se muestra sexo explícito o lenguaje ofensivo. Nada de eso hay en esta película.
Ante esto último Oscar Wilde tendría una réplica mordaz, el resto visitamos su tumba en Père-Lachaise.