La sal de la Tierra (2014), de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado
Por Alejandro Molina Bravo.
Y dijo Dios: sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Estos versículos del Génesis definen no sólo el último y colosal proyecto homónimo del fotógrafo Sebastião Salgado, en el que plasmó la riqueza natural del planeta, sino que definen también el oficio de fotógrafo: ese testigo del instante que necesita de la luz para ser, que arranca luz de las sombras. Precisamente porque trabaja con la luz, el fotógrafo vive cercano a las sombras, es Dios en su habitación oscura.
Ese conocimiento terrible del oficio de fotógrafo y de la existencia humana es lo que brinda este documental de afanosa elaboración, una loa a la carrera y la figura de uno de los fotógrafos más importantes de las últimas décadas. A través de sus diversos proyectos, desde aquellas primeras y espectaculares fotos de las minas de oro de Sierra Pelada, hasta los que le consagraron, como Éxodos, donde la escalofriante belleza de sus instantáneas de los tuaregs en su peregrinar por el Sahel y de los muertos de la guerra de Ruanda daban voz a todos los desposeídos del mundo, Salgado desgrana su peripecia vital y artística, en una suerte de clase magistral. Dirigida con dos estilos bien diferenciados, que exploran determinadas facetas del fotógrafo, encargándose Wim Wenders de la parte más profesional y pública, y Juliano Ribeiro Salgado, hijo de Sebastião, de la más cotidiana y personal, la película es de una belleza apabullante e hipnótica como la propia fotografía de Salgado. No en vano, las partes en blanco y negro buscan reproducir esa luz crepuscular y argentada tan característica de las imágenes que le han hecho célebre.
Como ya ocurría con Pina, el excelente documental de Wenders sobre la coreógrafa Pina Bausch, el acercamiento al personaje no es objetivo, ni lo pretende. No hay asomo alguno de crítica hacia los últimos trabajos del fotógrafo, tildados de artificiales en exceso. Ni tan siquiera se plantea la objeción más recurrente que recibe su fotografía, acusada de esteticista, de embellecer la tragedia y el horror. Salgado no responde a esta cuestión fundamental porque la pregunta nunca se le plantea. Pierde así el film la posibilidad de llegar hasta el fondo de la personalidad magnética y extraordinaria de Salgado, de quien tan sólo se apuntan unos leves detalles sombríos, como cuando resume su desencanto con la raza humana: “Somos un animal terrible, nosotros los humanos. Nuestra historia es una historia de guerras. Es una historia sin fin, una historia de locos». Además, como también pasaba con Pina, la película adolece de ritmo, basando gran parte de su metraje en el mero muestrario de fotografías sublimes que, por repetición, acaban por abrumar al espectador, como si estuviera viendo un PowerPoint de lujo. Y perdonen la boutade herética.
Pero que no se me malinterprete: estos fallos no empañan el resultado final, que es una película a todas luces excelente, imprescindible para todo amante de la fotografía y la antropología, toda alma sensible. Lo que queda cuando se encienden las luces de la sala es la sensación de haber asistido a un viaje por la maravilla y el horror guiados por un hombre de talento insultante, y por tanto, bendecido y maldito. Como todos nosotros.