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Miguel Ángel de Uña presenta «Una ventana del castillo de Praga», Premio Algaba 2014

«A Rodolfo II su propia madre lo calificó de flemático y no podemos olvidar que era ese el peor de los temperamentos hipocráticos, asociado a la gordura, al sueño excesivo, la lentitud en el aprendizaje y a la tendencia al letargo, siendo todas ellas características que adornaban a nuestro personaje, al menos durante una parte significativa de su vida».

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Una ventana del castillo de Praga, de Miguel Ángel de Uña.

Actualidad editorial:

Llega a las librerías el trabajo de Miguel Ángel de Uña titulado Una ventana del castillo de Praga (Editorial EDAF, 2014), con el que el pasado mes de septiembre –junto al estudio Héroes, villanos y genios, de José Luis Hernández Garvi– fue galardonado con el XII Premio Algaba de Biografía, Autobiografía, Memorias e Investigaciones Históricas. El jurado estuvo presidido por Ramón Pernas, Director de Ámbito Cultural, y compuesto por el catedrático Patricio de Blas, el periodista Juan Ignacio García Garzón, el historiador Felipe Hernández Cava y el editor Melquíades Prieto. De Uña (Madrid, 1951) es médico psiquiatra y licenciado en Historia. Este es el primer libro del también articulista de Heraldo de Aragón y conferenciante. Una ventana del castillo de Praga es un apasionante ensayo, muy personal, en el que el autor se sitúa con una visión multidisciplinar en los momentos previos al inicio de la Guerra de los Treinta Años y desde una erudición rica y original nos ofrece su particular visión de Rodolfo II, de Fernando I, de las guerras y conflictos fraternos y de la omnipresencia del poder de los Austrias por la Europa de la época.

Cuando el nacionalismo se albarda de fundamentalismo religioso, o viceversa, la catástrofe está cercana. Cuando los hombres que tienen que lidiar esa crisis, no están a la altura de las circunstancias, no queda más que un trágico camino por recorrer. Ante esa tesitura se encontró la Europa finisecular del XVI: la emergencia de las naciones se articuló con sentimientos religiosos unívocos y excluyentes. En un momento de consolidación paulatina del poder absoluto de los monarcas europeos, de fractura de la sociedad estamental, los hombres que protagonizaron ese proceso fueron desequilibrados como Rodolfo II, pusilánimes como Matías I, rígidos como Felipe II, aventureros como Carlos Manuel de Saboya… Las víctimas, muchos millones de europeos de todas las naciones, desde Cádiz a los extremos carpáticos, desde el Báltico a las costas sicilianas, extendiendo la destrucción, la miseria, las masacres, las pestilencias más allá de lo que Europa había vivido desde el hachazo de la peste Negra, y no volverá a vivir hasta las matanzas industriales del siglo XX. La primera guerra verdaderamente mundial, la primera desdichada globalización. Las consecuencias: la extensión del absolutismo como forma de gobierno; la fijación de los más importantes estados europeos hasta el siglo XIX; el cambio de hegemonía en Europa, con el declinar de los Austrias; la conformación de otros imperios ultramarinos que el español o el luso; cambios económicos y sociales que anuncian la Ilustración… Y sobre todo una lección de historia mal aprendida.

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P.- ¿Qué te atrae de la Europa del siglo XVI sobre la que trata tu ensayo?

Es la época medular de la Historia europea, de su expansión imperial, de la primera globalización en la que los europeos (y los hispanos en particular) tienen un protagonismo estelar. La época de la conformación de los estados que jugarán su papel histórico hasta el siglo XIX y de la que todavía somos herederos. Desde el punto de vista cultural es un momento de ruptura, del inicio del movimiento científico, adobado por una credulidad acientífica llamativa, el caso de Kepler es paradigmático. Un tiempo de fundamentalismos religiosos que están en la base del conflicto, pero también de una gran liquidez en lo social y en lo personal, lo que hace fascinante las biografías de muchos de los protagonistas de la época. ¿Por qué no? El paso de la racionalidad renacentista al desboco barroco durante prácticamente dos siglos.

P.- ¿Qué vemos si nos asomamos a esa ventana del castillo de Praga?

Vemos una ciudad maravillosa, desvirtuada por el “disneyland barroco” del turismo de masas, no muy diferente de la que pudieron ver defenestrados y defenestradores aquel fatídico día de mayo de 1618. Es difícil que hoy en día tan amable panorama nos lleve a aquel momento, un momento que es una de las bisagras históricas de Europa y marcó el inicio del “Siglo de hierro”.

P.- Un tiempo difícil en el que los dirigentes no estuvieron a la altura.

El conflicto se gesta en el largo período —para la época— de Rodolfo II, que era un desequilibrado, muy posiblemente un maníaco-depresivo y al final neurosifilítico, al mando de una nave, el Imperio Romano Germánico, que exigía manos muy diestras para manejarse en aquella tormenta que se gestaba. Su hermano Matías I era un mediocre incapaz de enmendar el rumbo. Felipe II en sus últimos años tampoco supo acertar en sus decisiones sobre la “revuelta” holandesa o la relación con la Inglaterra de Isabel I y la Francia guerracivilista de Enrique IV. Luego hay todo un rosario de personajes menores, pero de gran trascendencia, aventureros, líderes “tóxicos”, ingenuos peligrosos, incapaces, psicópatas… entre los que se incluyen Carlos Manuel de Saboya, el conde Thrun, Anhalt, Federico V (Elector Palatino(, todos los vesánicos Bathory, Leopoldo (obispo de Passau), Wallenstein… que llevan obligadamente a la totalidad de Europa a la confrontación. Sin olvidar a los “halcones” holandeses e hispanos que hicieron lo posible por torpedear la Tregua de los doce años, haciendo de un conflicto local una confrontación global.

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Miguel Ángel de Uña.

P.- ¿La de los Treinta Años fue la primera guerra verdaderamente mundial?

Es evidente que fue la primera guerra mundial en sentido estricto, aunque como es lógico lo fundamental se ventila en suelo europeo. Cambia de forma muy clara la “hegemonía”, que pasa de la familia Austria, a la Francia de Luis XIV, con permiso digamos de potencias “emergentes” como Suecia, Reino Unido (que comienza a serlo). Se afirman los criterios “nacionales” como estructuras complejas, políticas e ideológicas que determina en fin de los “estados compuestos” que eran la norma en la Europa previa a la guerra. Se pasa de forma definitiva hasta la Revolución francesa de una sociedad estamental deudora todavía del medioevo, a regímenes absolutistas en prácticamente la totalidad de Europa. Se afirma el monolitismo religioso en cada uno de los estados, con escasas excepciones y la religión deja de ser un factor fundamental para explicar —o justificar— la continuidad de la confrontación que vivió Europa durante todo el Siglo XVII y buena parte del XVIII. Y aunque parezca mentira, es un momento de afirmación del método científico que dará lugar a la Ilustración. El primer salón “ilustrado”, el de la Rambouillet, nace en París en 1621.

P.- ¿Alguna similitud con el tiempo que nos ha tocado vivir?

Demasiadas. La Paz o el Tratado de Augsburgo se ven como un “final de la historia” que termina con la confrontación religiosa en Alemania. Sólo 60 años más tarde se produce una conflagración que deja pequeños los Mülhberg o los Innsbruck de la época precedente. Un conflicto local, se generaliza porque todos los vectores que actúan en ese momento se han preparado para ello y por tanto lo ven como inevitable. Los parecidos con la dinámica que llevó a la I Guerra Mundial es inquietante, con su conformación de bloques —la Entente y la Tríplice—, su carrera armamentística, sus tanteos en los Balcanes, en las colonias, la política de cañoneras… la pobreza mental de Guillermo II y de Nicolás II, la vetustez de Francisco José, la escasa capacidad de los mandatarios democráticos de Inglaterra y Francia… La alegría con la que las masas despiden a los ejércitos que se dejarán los huesos en el Marne o en Verdún, no es diferente a la festiva despedida de Federico V de Heildeberg, o la satisfacción nada oculta de los halcones hispanos u holandeses ante la situación que crea la defenestración… Tras la caída del Muro vivimos otra situación similar de “fin de la historia”, de cambio radical de la hegemonía, pero bastaron muy pocos años para los Balcanes, las antiguas repúblicas soviéticas, hoy todavía la zona este de Ucrania, hayan hecho del nacionalismo un nuevo motor de confrontación difícilmente evaluable su importancia en el futuro. Y si consideramos la importancia para el presente del fundamentalismo islámico, vemos que lo que sacudió a Europa en el siglo XVII no es muy diferente a lo que sucede hoy en día.

P.- ¿Aprendimos algo de esa catástrofe?

No demasiado. Las paces de 1648 y de los Pirineos fueron un ínterin entre los enfrentamientos que siguieron sacudiendo a Europa y sus colonias en los duros siglos XVII y XVIII y que de forma más sincopada nos han traído hasta los dos grandes conflictos mundiales del siglo XX. Hay un hilo conductor que lleva desde “aquellos polvos…”. Pero al menos sí se advierte el nacimiento de una conciencia antibelicista por parte de la cada vez más influyente “intelectualidad”. La brutalidad de la Guerra de los Treinta Años fue tal, que al menos ofertó el nacimiento de una conciencia antibélica que no ha dejado de crecer hasta nuestros días.

P.- ¿Un personaje o un episodio definitorio de aquel tiempo?

El personaje de la época es para mí Rodolfo II. ¿Listo, tonto, loco, cuerdo, engañado, utilizado? Todo a la vez, como digo en el peor lugar y en el peor momento. Percibe con corrección los errores de su tío Felipe II en Flandes, pero no es capaz de poner un mínimo de orden en el Imperio que le toca regir, ni siquiera en sus estados patrimoniales. Advierte bien que el destino manifiesto del Imperio Germánico es derrotar a los turcos y volver a reconquistar los Balcanes, pero solo sabe hacerlo desde la propaganda. Se enreda en paranoias con sus hermanos que le hacen adoptar decisiones comprometidas con personajes muy limitados, lo que le lleva al fracaso absoluto. Pero su colección de arte, de curiosidades, “lava” todos sus pecados, así como su protección a Brahe o a Kepler enmienda su credulidad infantiloide en alquimistas y magos. Y una situación, por encima del dramatismo tragicómico de la propia defenestración, la conformación de las Ligas Evangélica y Católica, como determinación de un camino irrenunciable hacia el conflicto.

P.- ¿Cómo estudias a los personajes? ¿Como historiador o como psiquiatra?

Aunque está muy desvalorizado, el estudio “psicológico” de los personajes como determinante de los procesos históricos para mí sigue teniendo una importancia crucial en el devenir de la historia, más allá de lo anecdótico. Creo que si Rodolfo II hubiera tenido el genio político de su abuelo Fernando I o de su padre Maximiliano II, la historia hubiera sido diferente, aun manteniendo la dinámica “obligada” del tránsito de un régimen estamental a uno absolutista, por poner un ejemplo. Desde esa perspectiva, la patología mental de los personajes, Rodolfo II, Felipe II, Calvino o cualquiera de los Bathory se me antoja no solo atractivo para un psiquiatra, sino determinante de su quehacer político, sin posible disociación de sus papeles y con importantes repercusiones sobre sus acciones y sus consecuencias.

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Una ventana del castillo de Praga.   Miguel Ángel de Uña.   Editorial EDAF, 2014.   368 páginas.

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