Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

“John Fante era escritor las veinticuatro horas del día”, comenta nada más iniciar la presentación de su ensayo Eduardo Margaretto, “Fante era escritor desde que se levantaba hasta que se acostaba, vivía por y para escribir”; como Truman Capote, el autor de Pregúntale al polvo había terminado por encadenarse, sin nunca desear la libertad, a ese noble e implacable amo llamado literatura. Ayer, viernes por la noche, una vez más la librería La Calders se convirtió en lugar de encuentro, en esta ocasión, la excusa y, a la vez, razón de sobra, era la presentación de John Fante, vidas y obra. Como un soneto sin estrambote. (Alrevés) de Eduardo Margaretto. La presentación no tardó en convertirse en un homenaje a Fante, un autor que durante muchos años pasó desapercibido entre los lectores españoles: “hace veinte años, para llegar a la narrativa de John Fante”, comentó Margaretto, “había sólo dos maneras: o te lo recomendaba un amigo o leías a Bukowski”. El reconocimiento le llegó tarde a este indispensable de la narrativa norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, un reconocimiento tardío que nunca se convirtió en excusa para soltarse de las amarras de la escritura. Los guiones de cine fueron su tabla de salvación económica; con los guiones sobrevivía pero, sobre todo, con los guiones, “que Fante nunca mencionaba”, el escritor podía continuar escribiendo. Eras los años cincuenta y la escritura ya era por entonces una pasión aparentemente incompatible con la vida; eran – hoy todavía lo son más- pocos quienes podían vivir de la escritura. “I was working in Hollywood when Faulkner was working in Hollywood” recordaba desde la cama del hospital Fante, a Hollywood y a los guiones que éste le ofrecía se aferró el autor, con algo de displicencia pero con la firmeza de quien sabe que no queda otra.

John Fante

John Fante

“Hoy se publica mucho más que antes”, me comentaba hace unos días una agente literaria, “hoy el número de escritores se ha triplicado, pero los recursos económicos se han diezmado”. La historia, al contrario de lo que decía Karl Marx, ya no se repite en forma de parodia, ahora la historia vuelve en un eterno retorno teñido de tonos más negros: “yo no sé qué es un adelante editorial”, comentó ayer un joven, “porque no los hay”, añade Miqui Otero, a quien encuentré a la salida de La Calders junto a Juan Soto Ivars. Nos habíamos visto hace relativamente poco, pero una vez más las preguntas, como la historia, se repiten: “¿Qué tal va?” ¿Cómo progresa la novela?” “Y la tesis ¿todavía te queda mucho?”. Las horas transcurridas frente al ordenador nos acomunan a los tres, escribimos como si no hubiera un mañana: la próxima novela –“¡a ver si llegas para firmar en Sant Jordi!”-, artículos de prensa –“con esto me pago el alquiler”, comenta Soto Ivars ante mi benevolente envidia, “yo no sé qué es cobrar por un artículo”, confieso ocultando la mirada- o la tesis; a todo ello se suman actividades varias que sirven para redondear unas ganancias literarias siempre insuficientes. Curso de escritura, clases en la universidad, participación en la organización de algún evento cultural… “innumerables trabajos para apenas alcanzar los mil euros”, interviene una amiga y profesora en un taller de narrativa; no me sorprendo, he asumido con pasmosa naturalidad la situación de las letras. Recuerdo la frase de mi padre cuando le dije que quería estudiar filología: “Sabes que pasarás hambre, ¿verdad? Pero si te gusta, adelante”. Las letras y las humanidades nunca fueron el camino hacia la riqueza y, seguramente, nunca debieron serlo, sin embargo la precarización progresiva preocupa, pues la pasión se agota cuando los obstáculos comienzan a ser insuperables.

Matías Candeira

Matías Candeira

“Necesito trabajar, pero necesito tiempo para escribir”, me comentaba un escritor que acaba de cruzar la frontera de los treinta años y cuyo anonimato me reclama; me lo cuenta mientras caminamos por Barcelona, él arrastra, cansado, su mochila con las pocas cosas que se ha traído, “lo mínimo para hacer la presentación de la novela y regresar”. Dos días fuera de casa, el billete de tren pagado por la editorial -“yo no me lo podría permitir”- y el sofá en casa de un amigo han hecho posible la presentación en Barcelona, “sin estas condiciones, hubiera sido imposible”, me dice poco antes de despedirnos, “¿hasta cuándo?” pregunto, “Hasta San Jordi, imposible venir antes”. Él volverá a casa y volverá a sumergirse en la escritura interrumpida por alternantes trabajos como profesor y como corrector; desea más trabajo a la vez que lo rechaza, “pues me quitaría tiempo para la escritura”, un equilibrio precario difícil de obtener. “Soy una privilegiada”, me comentó hace unos meses una periodista, “trabajo por la mañana y tengo la tarde libre para escribir, una pasión a la que nunca he renunciado”; ella parece haber alcanzado el equilibrio que, sin embargo, los más puristas del absurdo, condenan en nombre de una dedicación plena y absoluta a la literatura. “Hay que ser Ken Follet, vender como Ken Folltet, para despreocuparse de las facturas”, comentaba hace algunas semanas Matías Candeira en una terraza de Rambla del Raval. “No todos pueden ser Ken Follet, afortunadamente”, le respondí, “afortunadamente hay quienes desean y pretenden hacer otro tipo de literatura”, continúe diciendo a un Matías Candeira que se pelea diariamente con una novela a punto ya de terminar. Él transcurre sus días escribiendo, una beca para jóvenes creadores se lo permite, pero ¿luego? El futuro aterra, nos aterra, “¿qué sucederá cuando publique la novela y la beca termine? ¿Qué sucederá si la novela no funciona?” Le insto a despreocuparse, a vivir el momento, aunque ni tan siquiera yo me creo mis palabras, pues esas mismas preguntas me torturan día tras día: “¿qué pasará cuando lea la tesis y termine la beca?”. La literatura no permite pagarse el alquiler, pero tampoco los infames contratos universitarios y, menos todavía, los artículos nunca pagados. Buscar trabajo, encontrarlo, para seguir escribiendo, esta es la única respuesta que tanto Matías como yo tenemos entre manos; “al fin de cuentas”, le comento a Matías, “Kafka trabajaba en una agencia de seguros”. Nadie duda de Kafka como tampoco de Italo Svevo, nadie duda de Nabokov que dedicó gran parte de su vida a la enseñanza universitaria, pero hoy se mira con recelo el compatibilizar la escritura y otro tipo de trabajo. “Depende a lo que te dedicas”, me comentó hace algún tiempo alguien cuyo nombre he preferido olvidar pero del que recuerdo su mirada altiva y sus lentas caladas de cigarrillo propias de una película de Godard, “si escribes en prensa como complemento a tu labor de escritor es lo obvio e, incluso lo deseable, pero todo lo demás resulta incompatible. La escritura reclama ser hija única”. No le contesté, la juventud, puede, el miedo o la inseguridad; ahora me arrepiento, ¿desde dónde hablaba aquel homme de lettres trasnochado?

Juan Gómez Bárcena

Juan Gómez Bárcena

Sentados en una terraza de Plaza Virreina, le cuento todo esto a Juan Gómez Bárcena, quien está recorriendo la península para dar visibilidad a su novela –El cielo de Lima (Salto de página)-, sin duda una de las más brillantes obras de los últimos meses. “Afortunadamente tengo esta beca que me permite viajar y dar a conocer la novela”, me explica Juan, “de otra manera hubiera sido imposible. Las ganancias que la novela ha dado a la editorial no son suficientes y yo no me puedo permitir estos viajes”. Como los demás, Juan necesita de otros trabajos para pagar el alquiler de su habitación en Madrid: “ahora estoy dando un curso de escritura”, me comenta, “lo ideal sería poder vivir de escribir, pero si no se puede hay que buscar trabajo, el trabajo que sea”; le doy la razón, al fin y al cabo, no se trata del número de páginas diarias –el propio Javier Marías confesaba en Segovia que él escribía como mucho un par de páginas al día-, sino de la calidad de las mismas y, sobre todo, de la posibilidad de escribirlas. El romanticismo bohemio ya no sirve, en verdad, nunca ha servido: no es justo tener que elegir entre vida o escritura, pues no hay una sin la otra: para vivir con dignidad, sin lujos pero sin carencias, el trabajo, tan ausente y tan precario hoy día, es indispensable; para escribir con el ritmo pausado o con las ansias frenéticas de la pasión, la seguridad de poderse abstraer a través de la escritura, la seguridad de poderse inmergir en el proceso creativo, en una époke momentánea, consciente de que los indispensables vitales está cubiertos, es indispensable. El purismo o el romanticismo más adolescente no es sino la ignorante y ciega actitud de quien nunca ha tenido que enfrentarse a la dicotomía: la escritura o la vida.