Ortega y Gasset: “La razón, la espontaneidad y la vida”
“El tema del tiempo de Sócrates consistía, pues, en el intento de desalojar la vida espontánea para suplantarla con la pura razón. Ahora bien: esta empresa trae consigo una dualidad en nuestra existencia, porque la espontaneidad no puede ser anulada: sólo cabe detenerla conforme va produciéndose, frenarla y cubrirla con esa vida segunda, de mecanismo reflexivo, que es la racionalidad. A pesar de Copérnico, seguimos viendo al sol ponerse por Occidente; pero esta evidencia espontánea de nuestra visión queda como en suspenso y sin consecuencias. Sobre ella tendemos la convicción reflexiva que nos proporciona la razón pura astronómica. El socratismo o racionalismo engendra, por tanto, una vida doble, en la cual lo que no somos espontáneamente -la razón pura- viene a sustituir a lo que verdaderamente somos -la espontaneidad. Tal es el sentido de la ironía socrática. Porque irónico es todo acto en que suplantamos un movimiento primario con otro secundario, y, en lugar de decir lo que pensamos, fingimos pensar lo que decimos.
El racionalismo es un gigantesco ensayo de ironizar la vida espontánea mirándola desde el punto de vista de la razón pura. ¿Hasta qué extremo es esto posible? ¿Puede la razón bastarse a sí misma? ¿Puede desalojar todo el resto de la vida que es irracional y seguir viviendo por sí sola? A esta pregunta no se podía responder desde luego; era menester ejecutar el gran ensayo. Se acababan de descubrir las costas de la razón, pero aún no se conocía su extensión ni su continente. Hacían falta siglos y siglos de fanática exploración racionalista. Cada nuevo descubrimiento de puras ideas aumentaba la fe en las posibilidades ilimitadas de aquel mundo emergente. Las últimas centurias de Grecia inician la inmensa labor. Apenas se aquieta sobre el Occidente la invasión germánica, prende la chispa racionalista de Sócrates en las almas germinantes de Francia, Italia, Inglaterra, Alemania, España. Pocas centurias después, entre el Renacimiento y 1700, se construyen los grandes sistemas racionalistas. En ellos la razón pura abarca vastísimos territorios. Pudieron un momento los hombres hacerse la ilusión de que la esperanza de Sócrates iba a cumplirse y la vida toda acabaría por someterse a principios de puro intelecto.
Mas, conforme se iba tomando posesión del universo de lo racional y, sobre todo, al día siguiente de aquellas triunfales sistematizaciones -Descartes, Spinoza, Leibniz-, se advertía, con nueva sorpresa, que el territorio era limitado. Desde 1700 comienza el propio racionalismo a descubrir no nuevas razones, sino los límites de la razón, sus confines con el ámbito infinito de lo irracional. Es el siglo de la filosofía crítica, que va a salpicar con su magnífico oleaje la centuria última, para lograr en nuestros días una definitiva demarcación de fronteras.
Hoy vemos claramente que, aunque fecundo, fue un error el de Sócrates y los siglos posteriores. La razón pura no puede suplantar a la vida: la cultura del intelecto abstracto no es, frente a la espontánea, otra vida que se baste a sí misma y pueda desalojar a aquélla. Es tan sólo una breve isla flotando sobre el mar de la vitalidad primaria. Lejos de poder sustituir a ésta, tiene que apoyarse en ella, nutrirse de ella como cada uno de los miembros vive del organismo entero.
Es éste el estadio de la evolución europea que coincide con nuestra generación. Los términos del problema, luego de recorrer un largo ciclo, aparecen colocados en una posición estrictamente inversa de la que presentaron ante el espíritu de Sócrates. Nuestro tiempo ha hecho un descubrimiento opuesto al suyo: él sorprendió la línea en que comienza el poder de la razón; a nosotros se nos ha hecho ver, en cambio, la línea en que termina. Nuestra misión es, pues, contraria a la suya. Al través de la racionalidad hemos vuelto a descubrir la espontaneidad.
Esto no significa una vuelta a la ingenuidad primigenia semejante a la que Rousseau pretendía. La razón, la cultura more geométrico, es una adquisición eterna. Pero es preciso corregir el misticismo socrático, racionalista, culturalista, que ignora los límites de aquélla o no deduce fielmente las consecuencias de esa limitación. La razón es sólo una forma y función de la vida. La cultura es un instrumento biológico y nada más. Situada frente y contra la vida, representa una subversión de la parte contra el todo. Urge reducirla a su puesto y oficio.
El tema de nuestro tiempo consiste en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo. Dentro de pocos años parecerá absurdo que se haya exigido a la vida ponerse al servicio de la cultura. La misión del tiempo nuevo es precisamente convertir la relación y mostrar que es la cultura, la razón, el arte, la ética quienes han de servir a la vida.
Nuestra actitud contiene, pues, una nueva ironía, de signo inverso a la socrática. Mientras Sócrates desconfiaba de lo espontáneo y lo miraba al través de las normas racionales, el hombre del presente desconfía de la razón y la juzga al través de la espontaneidad. No niega la razón, pero reprime y burla sus pretensiones de soberanía. A los hombres del antiguo estilo tal vez les parezca que es esto una falta de respeto. Es posible, pero inevitable. Ha llegado irremisiblemente la hora en que la vida va a presentar sus exigencias a la cultura. “Todo lo que hoy llamamos cultura, educación, civilización, tendrá que comparecer un día ante el juez infalible Dionysos” -decía proféticamente Nietzsche en una de sus obras primerizas”.
(Fuente: El tema de nuestro tiempo, Cap. VI)