Recuerdos de un Hay Festival segoviano
Por Anna Maria Iglesia @AnnaMIglesia
La llegada
Como el poeta, llegué a Segovia ligera de equipaje, una pequeña maleta con algo de ropa y dos libros a medio empezar y cuya lectura había ido alternando a lo largo del viaje. Llegué tarde, en Chamartín, donde recalé tras llegar a Atocha proveniente de Barcelona, el tren hacia la ciudad castellana no quiso esperarme: lo vi marchar, desde lo alto de las escaleras mecánicas, a penas pocos segundos de retraso, unos fatídicos segundos que postergaron mi llegada a Segovia. Los doce toques de campana ya habían resonado cuando pisé el andén de la estación dedicada a la joven Guiomar, cuyo eco resonó más fuerte en el recuerdo de los versos del poeta inscritos en aquello áridos campos castellanos que rodeaban la estación. Unos seis quilómetros, me comentó el taxista, separan la estación del acueducto, seis kuilómetro de campos, a lo lejos “la ciudad lejana” desde donde todavía hoy “llega un armonioso tañido de campanas”; en veinte minutos, el acueducto se alza frente a mí, imponente, majestuosamente silencioso, desde allí pocos metros ya me separan del hotel, donde transcurriré los tres días que dura el Hay Festival. Llevo despierta desde las cinco de la mañana, el sueño, sin embargo, no consigue vencer mis ansias de descubrir la ciudad; son la una del mediodía, las conferencias y actos de la mañana ya llegan a su fin, por lo que decido dedicar esas primeras horas a pasear por la ciudad. Desciendo por Juan Bravo hasta alcanzar el Acueducto, en mi agenda llevo anotada una dirección, “calle Teodosio el grande”, que apenas una semana antes me dio la editora y, sobre todo, profunda y entusiasta conocedora de literatura inglesa Belén Bermejo, mientras en el Café Comercial de Madrid le explicaba mi asistencia al Hay festival. “Tienes que visitar la librería Intempestivos”, me comentó, “te encantará, estoy segura”, dijo con entusiasmo y no se equivocaba Belén, en lo alto de la cuesta dedicada al emperador romano, se encontraban unos libreros intempestivos que, apenas unos meses antes, habían abierto “una librería donde beber libros, hojear cafés y ver la música”. Allí me encontré a Judith y a Jesús, los responsables de esta aventura libresca, cuyo entusiasmo impregnaba las ordenadas estanterías en las que, en primer plano, relucían las obras de los participantes al Festival. Me compré Demonios Familiares, el legado de Ana Maria Matute y decidí transcurrir mis primeros minutos segovianos junto a los libreros, apoyada en la barra de la entrada y compartiendo con ellos unas cervezas y una conversación que, como la propia literatura, trascendía lo meramente literario. Volví a la librería los días siguientes, se convirtió en mi parada obligada a la hora del aperitivo, ese momento de pausa entre los actos de la mañana y los de la tarde.
Tras descansar unas horas por la tarde, decidí estrenarme en el Hay Festival con un taller literario; siempre he desconfiado de los talleres que tienen como objetivo convertir a letraheridos en escritores, enseñándoles lo que no se puede explicar, el misterio de la escritura. La sala estaba abarrotada, Carmen y Gervasio Posadas habían conseguido despertar el interés de un gran número de asistentes; no pude saber si los que allí estaban soñaban con ver alguna vez impresas en cuartillas historias que habían imaginado, no pude saber si en los asistentes palpitaba el deseo de escribir, pero sí comprobé a lo largo de la hora y media que duró el taller lo falaz de los consejos, lo impostado de aquella clase magistral: los dos ponentes convertían la literatura en un guiso al que bastaba solamente saber poner los ingredientes necesarios –anotados y mencionados por los propios ponentes- en el orden adecuado. “Vamos a desvelar los trucos de los escritores”, comentaba la autora ante mi estupor, un estupor que fue in crescendo cuando el estudio formalista de los cuentos tradicionales de Vladimir Propp se convirtió, por extraño virtuosismo, en un juego de cartas del que todo escritor debe ser hábil jugador. En el turno de preguntas preferí mantenerme en silencio, no quería entrar en un debate del que estaba segura que saldría perdiendo: los hermanos Posadas debían justificar y defender el taller de escritura que han creado y la organización debía –cosa obvia- proteger a sus invitados. En silencio salí de la Biblioteca, donde se había celebrado el acto, no sólo reafirmándome en mis prejuicios iniciales, sino convencida de que no hay nada peor que el sutil y efectivo engaño promovido para convertir la creación literaria en un mecanismo para ganar dinero.
Viernes, comienza el espectáculo
El viernes comenzó a las diez y media de la mañana, cuando salí del hotel para dirigirme a la IE University para asistir a una conversación entre Marta Fernández y Sandra Barneda, dos periodistas que habían decidido dar el salto a la creación literaria, es decir, abandonar la realidad para perderse en el mundo posible de la ficción. Recorrí el Paseo de Santo Domingo de Guzmán rodeada de árboles, con la impresión de haber abandonado la ciudad; al fondo del paseo, se encontraba el espectacular Convento de Santa Cruz del real, hoy sede de la universidad, declarado patrimonio de la humanidad en 1931. En busca de la entrada, solicité ayuda a una joven estudiante que caminaba delante de mí, “¿do you speak english?”, me preguntó y tras yo asentir me indicó la entrada. Estábamos en Segovia, pero entre las paredes de la universidad el inglés era la lengua vehicular de los estudiantes que, en distintos corrillos, llenaban los pasillos del antiguo convento. Cuando todavía faltaban veinte minutos para el inicio del acto, me dirigí hacia la sala; allí ya estaban los dos moderadores, los periodistas Jesús García Calero e Inés Martín Rodrigo, y Marta Fernández, a la que apenas una semana antes había entrevistado en Madrid por la publicación de su primera novela Te regalaré el mundo. A la espera de que llegara Sandra Barneda y comenzara el acto, Marta Fernández se acerca a saludarme con aquella naturalidad sólo comparable a su viveza intelectual, una viveza que demuestra –y demostrará a lo largo del acto- al hablar de literatura, entremezclando con sencillez y sin ostentación sus lecturas presentes y pasadas, su pasión por los libros de viejo y un bagaje teórico poco común. De inmediato me presenta a Roberto Arribas, “un compañero de facultad” y, me invita a acompañarles a ver las fotografías realizadas por Roberto y que se exponen en la misma universidad, en la exposición Photos on the move: con cámara de teléfono móvil, tableta y cámara compacta, Roberto Arribas ha realizado una serie de fotografías –acompañadas todas ellas con un breve texto más evocador que descriptivo- que captan en la inmediatez momentos y lugares de Segovia y del Campus. Con apenas pocos minutos de retraso, comienza el acto, durante el cual las dos periodistas comentan qué es para ellas la escritura, qué significa alejarse del empirismo del real y aventurarse en el “como sí”: “escribir”, comenta Barneda “es crear tu propio mundo, es la posibilidad de desdoblarse”. Las dos periodistas concuerdan en el hecho de que es una sutil, a veces casi imperceptible, frontera aquella que separa el periodismo de la literatura; “los periodistas siempre escribimos”, señala Barneda y, de inmediato, cuan hábil apuntadora, Fernández añade, parafraseando a Sorolla: “siempre estoy escribiendo”. La disociación a la que apuntaba Sandra Barneda parece ausente en las dos periodistas, para quienes la escritura no es un accesorio a su profesión, sino que es la expresión más íntima de una creatividad a la que no pueden eludir. Sin entrar en el debate acerca de los prejuicios que rodean a los autores “mediáticos”, Barneda comenta la dificultad que implica escribir una novela, que nace de “la curiosidad y la imaginación”: en Sandra Barneda y Marta Fernández la curiosidad periodística, las ansias de observar y saber, se impregnan de imaginación cuando abandonan la redacción y se enfrentan al escritorio, a esa habitación propia que toda escritora reclama. El acto concluye con algunas preguntas del público; se les pregunta sobre sus novelas y sobre su hábito de escritura, ellas escuchan en silencio, en ese milimétrico silencio con el que comienzan los programas. Terminado el acto, vuelvo a la librería, apenas dos horas antes de que comiencen las conferencias de la tarde.
Mientras espero a que lleguen las siete y cuarto para asistir a la conversación que mantendrán Cees Nooteboom y Antonio Muñoz Molina, me dirijo a San Juan de los Caballeros para asistir a un diálogo entre Marten Asscher, Pactrick Neale, Antonio Ramírez acerca del futuro de las librerías: en plena revolución tecnológica, el futuro de las librerías parece estar asegurado. Los tres libreros no temen la desaparición del oficio de la misma manera que no temen la desaparición del papel: el libro como objeto deberá aprender a convivir con el libro electrónico de la misma forma que las librerías clásicas deberá aprender a inscribirse en este nuevo marco cultural y social. “Una librería no debe ser especializada”, afirma con contundencia Antonio Ramírez, “una librería debe ser especial”; de las palabras de los libreros se desprende la necesidad de buscar nuevas fórmulas, conseguir –sabiendo que es posible- que la librería no sólo sea una tienda, sino que sea sobre todo un punto de encuentro de lectores, un lugar para el intercambio y de diálogo, un lugar en el que el librero sea anfitrión y consejero fiel. Salgo de la conferencia pensando en mis amigos libreros, Consuelo y en Pere y su Pequod, en Isabel y en Abel y su reciente librería La Calders y en los compañeros Intempestivos, Judith y Jesús, así como en todas aquellas librerías –Tipos Infames, Atticus–Finch, Gigamesh, La quinta de Mahler– que, como decía Antonio Ramírez, han conseguido ser librerías especiales para cada uno de sus lectores.
Apenas una hora después, entro en la sala en la Cees Nooteboom y Antonio Muñoz Molina, ya sentados en el escenario, conversan acerca del viaje, de la escritura como viaje, pero sobre todo del viaje como experiencia vital que tiene su correlato y su reflejo directo en la creación literaria y ensayística: con referencias al pintor Zurbarán, Nooteboom hace un efusivo elogio de la cotidianidad, de aquellos pequeños detalles, aparentemente irrelevantes, que constituyen la realidad propia y ajena, detalles que nos individualizan y nos diferencian. La sala está llena, el público atento, ríe con efusividad ante la ironía de Nooteboom, quien habla con la misma locuacidad y agilidad con la que escribe; muchos toman notas, yo lo hago en la pequeña libreta que desde que me acompaña desde Barcelona. Apuntes breves, la conversación discurre con rápida agilidad, las experiencias personales –“se aprende mucho de la mirada ajena”, comenta Muñoz Molina recordando su estancia en Estado Unidos- se entremezclan, como en la propia literatura de Nooteboom, con la creación literaria y con el ensayo sobre un mundo en el que, indica con melancolía el escritor holandés, las fronteras parecen estar regresando en formas de separatismos. Nooteboom invita a los lectores a viajar, a viajar geográficamente y no sólo a través de los libros, invita a abandonar los estereotipos que contaminan nuestra mirada. Como Muñoz Molina, Nooteboom recalca la importancia de lo propio, de ese individual que sólo se encuentra a través de lo ajeno; en las palabras del escritor holandés se escuchan, veladas, aquellas de Claudio Magris; voluntaria o involuntariamente, Nooteboom parece dialogar en sintonía con el ensayista triestino: los dos comparten que la frontera no es negativa a priori, puesto que es precisamente en las zonas fronterizas donde lo individual se enriquece con el contacto con el otro. La frontera no debe ser un muro, sino un punto de encuentro, ese lugar donde lo individual nunca llega a desaparecer y donde lo otro nunca es negado, al contrario, es incorporado.
Salgo de la conferencia cuando la noche ya ha caído sobre Segovia; en mi regreso hacia el hotel recuerdo la exposición de Claudio Magris y Trieste que realizó el CCCB hace algunos años en Barcelona: Trieste condensa, cuán metáfora, las palabras de Nooteboom; si bien nunca llegó a citarla, la ciudad italiana es, por definición, la ciudad de las fronteras geográficas y culturales, relato urbano de aquella confluencia entre lo propio y lo ajeno del que hablaba el escritor holandés.
El día de los grandes
El sábado amanece lluvioso en Segovia, en las terrazas apenas hay gente desayunando; el sábado es el día grande del Hay Festival: diálogo entre Vargas Llosa y LeClézio y presentación de Así empieza lo malo de Javier Marías. Transcurro la mañana divagando por la ciudad hasta que a la una y media recalo en el Palacio Quintanar donde Arcadi Espada y Alfonso Armada conversan acerca del futuro del periodismo y la necesidad de encontrar nuevos modelos empresariales para conseguir medios de calidad y económicamente sostenibles, pues como indica Espada lo preocupante “no es el futuro del periodismo, sino el dinero de los periodista”, aludiendo a la precaria situación salarial a la que se condena a jóvenes redacción de periódicos. La pequeña sala del Palacio Quintanar está llena, detrás de mí, está sentado el periodista Antonio Montano, con quien había intercambiado a lo largo de los últimos meses distintos tuits de transfondo literario; de hecho, me había hecho partícipe de su próxima inmersión lectora en La búsqueda del tiempo perdido; “estoy a punto de empezar”, me comenta al final de la conferencia, “ahora en cuanto deje Madrid y vuelva a casa”. Antes de despedirme, le auguro tres meses de intensa y gozosa lectura; me dirijo hacia San Nicolás, allí me espera la periodista Karina Sainz Borgo, a quien conozco desde hace ya algún tiempo y a la que considero una de las voces más potentes y más independientes del periodismo cultural actual. Hemos quedado para comer, “tenemos que reponer fuerzas antes de ir a ver a Vargas Llosa”, le comento mientras esperamos a que nos sirvan un par de cervezas y unas ampulosas tapas que satisfacen un apetito más bien escaso. Las cinco de la tarde llegan rápidamente, nuestro sentido del tiempo se ha evaporado durante la conversación, mi móvil me indica que llegamos a tarde. Caminamos con prisas por Juan Bravo hasta llegar a la plaza del acueducto; “corre”, me insta de repente Karina, quien sin más empieza una carrera a lo largo de la inmensa plaza. No sé dónde se dirige, no entiendo el porqué de esa inesperada carrera plaza través, pero la sigo con un ridículo e inestable equilibrio: definitivamente, el empedrado no está hecho para los tacones. De repente, me encuentro subida en un camión de bomberos, “¿sois del Hay Festival?”, nos pregunta el conductor y ante nuestra respuesta positiva comienza andar hacia la IE University, donde ya esperan Le Clézio y Vargas Llosa. Solamente después, tras bajar del coche de bomberos, descubriré que el Festival había alquilado algunos de estos antiguos coches de bomberos para llevar a los invitados a los diferentes actos.
Una larga cola escondía la entrada de la universidad; pase de prensa en mano y recibiendo algún pistón que otro, Karina y yo conseguimos entrar; de inmediato nos encontramos con Xavi Ayén, que precisamente acaba de publicar Los años del boom. Los tres nos dirigimos a una sala atestada de gente, conseguimos tres asientos en una de las primeras filas, sacamos nuestras libretas y tras el aplauso de bienvenida de los dos premios nobel, comenzamos a anotar: releo ahora las anotaciones y poco encuentro de relevante, unas menciones a sus inicios literarios, al entusiasmo que desde muy joven Le Clézio sintió por Hispanoamérica y la joven convicción de Vargas Llosa de que para ser escritor debía, siguiendo los pasos de muchos autores anteriores, recalar en Paris. En la segunda mitad de su conversación, Le Clézio y Vargas Llosa comparten sus recuerdos del viaje cada uno de ellos hizo por la selva del cono sur; el escritor francés reconoció que ese viaje le sirvió para darse cuenta de que “estudiando en Europa habíamos ignorado buena parte del mundo”, a lo largo de ese viaje de más de tres meses, Le Clézio estuvo acompañado por las dudas acerca de la función de la literatura, por la pregunta constante a la que Maria Zambrano también trató de dar respuesta: “porque se escribe”. En esos días Le Clézio encontró la respuesta que le permitiría seguir escribiendo y, en esos mismos días, en esos mismos parajes, Vargas Llosa encontró también su razón para escribir así como la razón propia de la literatura: en los relatos orales de las tribus estaba el sentido más profundo de la literatura, pues esos relatos constituían el sustrato cultural y legendario de las tribus, esos relatos, como la literatura, configuraban el sustrato fundacional sobre el cual se construía la realidad. La ficción era la base de lo real.
A diferencia de las otras sesiones y contradiciendo el espíritu del Hay Festival –el de reunir y convocar en diálogo autores y lectores- no hay preguntas; tras los aplausos los dos premios Nobel se marchan por esa misma puerta, -imposible saber dónde desembocaba- por la que entraron. Karina se despiden rápidamente, debe regresar a Madrid y su tren no entiende de esperas, ni tan siquiera cuando los motivos son literarios. Me despedo de Xavi Ayén y me encamino hacia la salida; tengo dos horas por delante antes de que comience la presentación de Javier Marías. Decido pasar por el hotel para recargar el móvil, la batería agoniza; a las ocho ya estoy otra vez recorriendo las calles segovianas y, una vez más, recorriendo el mismo camino arbolado hacia la IE University; esta vez, ningún coche de bomberos se ampara de mí. La sala está llena; muchos de los asistentes tienen en su regazo alguna novela de Marías, con la esperanza –cumplida finalmente- de poderse acercar al autor en busca de una dedicatoria. Puntual, sube al escenario Javier Marías acompañado de Paul Ingendaay, quien también había moderado el diálogo entre los dos premios Nobel. A partir de Así empieza lo malo, Marías habla acerca del rencor, ese sentimiento que te mantiene unido al otro, un sentimiento que impide toda posible ruptura sentimental y emocional. La novela sirve también a su autor para reflexionar acerca del concepto de justicia y, sobre todo, de la imposibilidad de la justicia universal, en el sentido en que el sentimiento y la concepción de justicia es, más allá de las leyes, exclusivamente subjetiva, personal: “pedimos un tipo de justicia más severa cuando nosotros somos las víctimas”, comenta Marías, quien no evita realizar, de soslayo, una crítica a la situación actual política, en concreto, a la impunidad que gobierna las distintas instituciones, una impunidad que deja patente el débil estado de una justicia en la que cada vez es más difícil confiar. La sesión termina con la lectura de un breve fragmento de Así empieza lo malo, tras él Marías se dispone a dejar su firma en los libros de todos los lectores que estaban allí congregados.
La noche ya ha caído y el penúltimo día de Hay Festival parece también llegar a su fin
La despedida
El domingo se presenta breve, el tren de regreso me impide asistir a las sesiones de la tarde y la mañana esta destinada a reunir todo aquello que en poco más de cuarenta y ocho horas he esparcido por la habitación. Regreso a casa con un nuevo libro, con el legado de Ana Maria Matute, que se une a los dos con los que he viajado y de los cuales apenas he encontrado tiempo para avanzar algunas páginas. Decido acudir a las doce de la mañana al Palacio Quintanar, para asistir al debate en torno al estado actual de la cultura que mantendrán, moderados por Bieito Rubido, los filósofos César Antonio Molina, Gabriel Albiac y Javier Gomá, a quien he entrevistado pocos días antes en la sede de la Fundación March. Nada más llegar me encuentro con Javier Gomá, me acerco a saludarle, “enhorabuena por la entrevista, me ha gustado mucho el resultado”, me dice, justo antes de presentarme a su mujer y a su hija, que le acompañan en este acto. Le agradezco sus comentarios y su cercanía, característica que se une a la brillantez intelectual de un hombre, Javier Gomá, que sin duda puede considerarse, como dirá Rubido posteriormente, una de las mentes más privilegiadas de nuestros días.
El debate resulta ser uno de los actos más intelectualmente interesantes del Festival, no solo por los participantes al mismo, sino por la discusión y las discrepancias intelectuales que separaban a los filósofos y que permitió poner sobre la mesa distintas cuestiones y distintas perspectivas desde las cuales analizarlas en un intento de poner paliativo. Si bien, es compartida la idea de que actualmente la cultura está sufriendo por una herida, ya casi secular, Javier Gomá pone de relieve los valores polisémicos de cultura, puesto que ésta apela al imaginario simbólico colectivo, es decir, a las palabras de la tribu que moldea los deseos ciudadanos, a todas aquellas obras “inútiles” creadas por las personas única y exclusivamente por vocación, a todo aquello que tiene que ver con la industria cultura, es decir, todo aquellos mecanismos que ponen precio a aquello –las obras- que tienen dignidad y a la política cultura, entendido como el mecanismo que debiera favorecer el florecimiento cultural. Gomá no duda en afirmar su especial interés por las segunda acepción, es decir por la cultura en tanto que creación desinteresada y, en parte, no necesaria que nace de la vocación: “al verdaderamente artista le importa la dignidad de la obra, no su precio”, comenta el autor de Aquiles en el gineceo. A esta segunda acepción se suman los otros dos ponentes que, desde una perspectiva más derrotista, analizan la desinformación y la falta de conocimiento de las nuevas generaciones; César Antonio Molina subraya, en su turno de palabra, la necesidad de enseñar a pensar, de fomentar la abstracción y la reflexión puesto que, como indicará pocos segundos después Gabriel Albiac, estamos en un momento en que, en especial los jóvenes estudiantes, padecen “la dificultad de entender”. Citando a Spinoza – “nos deleitamos cuando entendemos algo en su dimensión de eternidad”- Albiac subraya que no debe olvidarse que un producto cultural lo es “en sub species aeternitatis” y que, por tanto, la educación cultural debe estar dirigida hacia esta apreciación de la obra y no hacia la inmediatez. Los tres comparten la idea de que la reflexión requiere su tiempo y su espacio, el presente de las redes sociales y de algunos medios de comunicación favorecer un pensamiento sin profundidad o, como diría Pierre Bourdieu, favorece la formación de “fast-thinkers”. Sin embargo, el florecimiento cultural, matiza Gomá pocos minutos antes del final del debate, debe venir de la comprensión de lo que normalmente es llamado lo “vulgar”: es necesario corregir la vulgaridad –de ahí su concepto de ejemplaridad-, pero sin la condena ni el menosprecio, pues es necesario mostrar que “en democracia la cultura no es un adorno, es el fundamento para la viabilidad democrática”. El debate agota el tiempo que se hizo escaso; al salir, me dirijo por última vez a la librería Intempestivos, un último saludo antes de comenzar mi trayecto de regreso. Dejo atrás el acueducto y el tañer de las campanas y me adentro en los campos castellanos que tantas veces he recorrido a través de los versos de Antonio Machado hasta alcanzar la estación. A primera hora de la tarde, dejo atrás también a Guiomar, testigo inamovible y fiel de aquellas tierras.
El final del trayecto
Llegué a Barcelona pasadas las once de la noche del último y llovioso domingo de Septiembre.
Comienzo a escribir sobre Hay Festival sólo ahora, cuando ya han transcurrido diversos días desde mi regreso; me pongo a escribir, frente a la pantalla en blanco, para recuperar, reconstruir y revivir aquellos cuatro días transucrridos en Segovia. Los escribo y les doy forma, entre recuerdos y olvidos, los reescribo porque el Hay Festival hay que vivirlo para, luego, contarlo.
kilómetros, con «k»; jamás con «q»