Sueño de invierno (2014), de Nuri Bilge Ceylan
Por Jordi Campeny.
Hay películas que remiten al arte, a la pura trascendencia; que podrían ser algo así como bellísimos y dolorosos cuadros en movimiento. Suelen ser historias mínimas, con personajes anclados en el terruño y con inabarcable vida interior; periplos interiores más que físicos; reposadas radiografías de individualidades rebosantes de lava bajo una impertérrita máscara de hielo. Es cine que se sitúa a las antípodas del cine comercial –es su bendito reverso–, cine que nos cuenta lo máximo con lo mínimo; que nos atrapa la mirada y las sensaciones, pero que va mucho más allá; ahonda en ellas hasta conquistar algo más lejano y esencial: algunas zonas del intelecto. Y nos cosquillea la inteligencia. O, incluso a veces, como si fueran cuchillos afilados, nos la atraviesa. No es un cine fácil si te enfrentas a él por primera vez; puede incluso que su digestión y metabolización resulten arduas de entrada. Pero si muestras predisposición y acabas lográndolo, la recompensa es inmensa, impagable.
Hay varios –y majestuosos– ejemplos. El colosal e irrepetible Ingmar Bergman. Carl Theodor Dreyer. El mayor poeta que ha dado la historia del cine, el ruso Andréi Tarkovsky. Su digno discípulo, Aleksandr Sokurov. Me van a permitir la osadía de incluir en este selectísimo grupo al director que nos ocupa, el turco Nuri Bilge Ceylan. Cine, el de todos ellos, reposado y contemplativo, pero sobre todo enjundioso, sugerente, complejo, vitriólico, pesimista, esquivo, hiriente. Sabio, trascendente y maestro. Y que tiende al arte.
Nuri Bilge Ceylan, este joven cineasta que sigue antojándose impermeable al gran público pero con un idilio perpetuo con la crítica y los festivales (especialmente el de Cannes, que ha premiado varias de sus películas en distintas categorías a lo largo de los últimos años y en el que su último trabajo, Sueño de invierno, se alzó con la Palma de Oro), dejó constancia, desde sus inicios, de su sello inconfundible y de su mirada frente al ser humano y sus paisajes. Sus películas no se ven; se contemplan. Nos absorben y conducen hacia un lugar indeterminado y esencial de nosotros mismos. Cine de los estados de ánimo, o de los paisajes interiores, podríamos llamarlo. Con Lejano (2002), Los climas (2006), Tres monos (2008) o Érase una vez en Anatolia (2011), insoslayables e inmarchitables, ya dejó sentadas las bases de su mundo. De forma clara y meridiana. Con Sueño de invierno da un paso más, y construye una especie de monumento cinematográfico al tedio existencial de tres horas y cuarto de duración.
Con esta premisa es comprensible que buena parte de la audiencia decida no entrar en el juego. Si le sumamos que la película cuenta tan sólo con tres personajes principales, pausadas panorámicas de la estepa turca en invierno, la –prácticamente– ausencia de acción, los planos estáticos y las secuencias de hasta veinticinco minutos en las que conversan dos personajes (en turco), unas poquísimas notas de piano que puntúan instantes y el frío glacial –exterior e interior–, puede entenderse perfectamente que un aplastante porcentaje de espectadores potenciales decida desertar en masa. Somos una sociedad enferma de evidencias, de tránsitos rápidos, de acciones solapadas que se consumen, (mal)digieren y olvidan. Sueño de invierno apunta hacia otro lado. Es una propuesta que sugiere, que esquiva la explicitud, que apunta y ahonda en temáticas complejas como la culpa, la derrota, la soledad, la dignidad o la compasión. Requiere de una alta predisposición por parte del espectador y puede que, a pesar de ello, tampoco éste logre conectar con este mundo marchito, frío, desasosegante, inerme. Pero, a pesar de todo, vivo. El film explora los rincones más oscuros de la conducta humana del día a día y establece virtuosos paralelismos (como muy pocos directores actuales saben hacerlo; Kaurismäki y pocos más) entre los paisajes exteriores y los interiores (ambos fríos, glaciales, inabarcables). Los atribulados tormentos íntimos de los personajes son la estepa turca en invierno; y viceversa.
La película narra la historia mínima (tan mínima que casi se desvanece en la nieve) de Aydin, un actor jubilado que dirige un hotel en Anatolia con la ayuda de su joven esposa, con la que se encuentra emocionalmente muy distanciado, y de su triste hermana. En invierno, la nieve va cubriendo la estepa, el frío lo invade todo y cala los huesos; el hotel se convierte en refugio y en único escenario de su aflicción. No hay más que contar sobre la trama (término que, hablando de esta película, de este tipo de cine, resulta casi obsceno); es un mínimo punto de partida a partir del cual van desbordándose paulatinamente las emociones que permanecían agazapadas en el interior de estas inteligentes y tristes estatuas de hielo.
La película es una desbordante suma de precisas y minuciosas secuencias de inagotable miga conceptual. Algunas de ellas (la larga discusión entre los dos hermanos echándose en cara sus respectivos fracasos vitales, la apabullante discusión de la pareja protagonista sumida en la penumbra y levemente alumbrada por las llamas del fuego, la secuencia de la mujer con la familia turca a la que ofrece dinero) constituyen sólo algunos ejemplos que evidencian la elevadísima inteligencia de su creador, nos dan pistas de su talla en el terreno moral y, por si fuera poco, nos remiten a algunos grandiosos momentos de la filmografía de Bergman. Uno no conoce a otro cineasta que haya logrado estar a la altura del maestro sueco.
Si uno consigue (reto nada fácil) ver y apreciar Sueño de invierno desde la óptica adecuada, la película conseguirá dejar poso. No de forma inmediata, puesto que cine de esta envergadura y calibre precisa de cierto tiempo y cierta calma para que se asiente y sedimente adecuadamente en el espectador. Es cine que apunta a algo que está más allá del cine. Es cine que puede ampliar tus horizontes si decides entrar en él. Es cine que te enseña a mirar.