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Double-Face, Paola Rondini

paola rondini

DOUBLE-FACE

Texto inédito del cuento de Paola Rondini, Double-Face. Traducido por María Prior.

“…entonces, quizás es mejor dejarlo…”

El departamento de un vagón del tren se encontraba diluido en la penumbra y olía a gente dormida.
Había decidido coger el tren nocturno en vez del avión porque quería tener todo el tiempo del mundo para pensar y la ocasión de fumarse un cigarrillo de vez en cuando, durante las paradas. Por otro lado viajar en tren siempre le había gustado, le recordaba cuando iba a estudiar lejos de casa, con la mochila bandolera y un cargamento de proyectos provisionales. La oscuridad le era amiga, lograba que el cansancio se soportara, el suicidio fuera cinematográfico y transformaba el tren en un medio irreal, onírico. Él se lo figuraba siempre como si fuera una larga serpiente de hierro que procedía con una enorme cabeza hacia su madriguera, quién sabe a dónde.
De vez en cuando el hombre caminaba por los pasillos, o encendía una pequeña linterna de bolsillo intentando leer mientras los demás dormían agotados. A veces observaba su reflejo en el cristal de la ventanilla y apreciaba una expresión que denotaba estar perdido.
-¿Y ahora? -se preguntaba- ¿Qué ocurrirá ahora?
Se sentía vacío: vacío como ligero, y vacío como si no tuviera nada.
La conducción de la vida, se decía, está marcada por el continuo intercambio de fuerzas entre infelicidad, mediocridad, ambigüedad y sus opuestos. Uno no se puede detener demasiado en la primera condición si no la máquina se apaga, pero tampoco demasiado en la segunda, porque si no la máquina se cala. Así cada uno se inventa las propias modificaciones de estado para permanecer en la pista.
Había dejado a su mujer aquella misma tarde.
Después de haberla sistemáticamente amado y traicionado, protegido y engañado, después de seis años de vida juntos, la había por fin abandonado y, en el mismo instante en el que había pronunciado la frase “…entonces, quizás es mejor dejarlo…” los sentimientos de culpabilidad y adrenalina se habían reestablecido a la vez y él había entrado en una bola de nada, ausencia, suspensión. El vacío que sentía dentro era también una mancha que todo lo rodeaba, atenuando el contacto con el resto del mundo, tanto cosas como personas. Aquella mañana, aunque parecía haber pasado mucho más tiempo, le había enviado un mensaje “Nos vemos donde siempre. Tengo que hablar contigo”.
Ella había llegado tarde, su jefe necesitaba más datos.
-Perdóname, ¿llevas mucho tiempo esperando? -le había preguntado jadeante.
Era bella como siempre, no, quizás más que otras veces.
La mujer no lo sabía, porque él no se lo decía, pero cuando tenía el maquillaje borrado, la boca con el carmín comido y la ropa algo arrugada después de estar sentada en su mesa, era todavía más deseable.
El mechón de su melena negra sobre la frente y el olor de su cuerpo, despertaron inmediatamente en él un conjunto de pensamientos sexuales. Pero él los rechazó , y se preparó para hablar.

El tren pararía tres veces antes de llegar a su destino. El hombre fumaría tres pitillos, en el andén.
Su meta era su casa, el lugar donde había nacido y a donde regresaba cada vez que se sentía confundido.
Su casa ya no era un lugar delimitado geográficamente y no era seguramente una llamada a la nostalgia. Se trataba más bien de un territorio del alma, un lugar donde todo contribuía al mismo fin: encontrar cosas de sí mismo.
Él llegaba a casa, apoyaba el maletín en la entrada y, como un cantante de rock abandonado a sus fans, se dejaba querer. Abandonaba el cuerpo y la mente al chamanismo familiar: los besos de mamá y de su tía, la palmada sobre el hombro de papá, el plato preferido, los ¿cuándo te casas?, la cama limpia.

Cuando llegó a la cita la mujer mantenía una sonrisa nerviosa.
-Vaya carrerita, perdona el retraso. ¿Has pedido ya?
Y así había comenzado a hablar sin parar.
Lo hacía a veces, cuando estaba nerviosa. El hombre escuchaba y asentía. También había pedido para ella.
La observaba y se preguntaba cómo podía ser que la mujer, con quien estaba desde hacía seis años, no se daba cuenta en absoluto de lo que se le venía encima aquella mañana.
Sintió rabia y pena por ella en aquel momento.
-No has querido verlo -se decía-. No me creo que nunca hayas sospechado mis engaños, que nunca hayas considerado mis escapadas periódicas. No me lo creo. Es que no lo querías ver, has sido una cobarde. Contigo misma y conmigo.
Sin embargo, luego la miraba mejor y le parecía que de verdad ignoraba todo y era sincera, concentrada y obtusa como las mujeres enamoradas.
En ese momento se sentía mal, y de sí mismo, tenía una imagen patética: un diablo en versión distorsionada con mal de estómago.

El tren había disminuido la marcha, lo hacía siempre en aquel tramo.
También cuando el hombre, recién licenciado, volvía de sus primeras oposiciones, en ese punto exacto el medio desaceleraba bruscamente, obligando a la mirada a perderse en un paisaje dudoso. Aquella noche pudo ver una estepa lunar cruzada por sombras y fantasmas. Lo observó ensimismado y por un instante buscó una huella de sí mismo, un resto cualquiera de las bellas ideas que había fervorosamente perseguido.
En el pasado el hombre se había quejado a menudo por haber perdido, con los años, la pureza juvenil. Últimamente en cambio se había convencido de que ésta había aumentado tanto dentro de sí mismo, que le estaba devorando, transformándolo, en muchas circunstancias en un eterno niño, un alienígena torpe y necesitado de afecto.
Las sombras aumentaron y la mirada se perdió.
Reflejado en medio de aquella tenebrosa nada el hombre vivió el tráfico, las sillas de metal, el camarero de aquel bar de ciudad en el que el propietario le llamaba por nombre, como en el pueblo.

Entonces, es mejor dejarse le había dicho ostentando serenidad. Su mujer, ya ex desde hacía dos segundos, exactos, le había mirado asombrada.
Pensándolo bien, en aquel momento le había regalado una mirada bellísima, melancólica y estática, como si la noticia se le hubiera caído encima, colosal, botulínica.
Se había limitado entonces a bajar la mirada y a cerrarse la chaqueta. Un botón como una llave, como un pañuelo blanco.
La forma de su pecho se había repentinamente retirado a la vista del hombre y así también la intimidad, el conocimiento, todo.
No había montado ninguna escena, no era propio de ella.
Solo le había preguntado, en un tono casi maternal, pero fuertemente indagador, maduro, definitivo:
-¿Estás seguro?
El hombre, que había visto demasiadas películas, se había imaginado atado a una silla mientras un dentista nazi seguía preguntándole:
-¿Estás seguro? ¿Estás seguro?
-Si lo estoy -le habría gritado al verdugo-. Pero por cansancio, por fatiga, porque tengo ganas de renacer… -había añadido luego, agotado.

Cuando el tren tomó velocidad también los pensamientos se desvanecieron.
¿Por qué estaban juntos él y la mujer? Fácil, la respuesta se la sabía de memoria: porque ella era delgada, estilizada, esbelta. Era metropolitana, moderna, en blanco y negro, era la mujer de sus sueños todavía antes de conocerla, cuando miraba dudoso a las jóvenes del pueblo que apretaban demasiada carne en los vestidos de fiesta y olían a sus madres. Era la mujer de su evolución, del salto hacia delante.
El cigarrillo de las tres de la mañana tenía un sabor muy amargo.
La estación donde el tren se había detenido se había envuelto en una niebla siniestra.
Nadie le acompañó en aquel vicio.
Cuando regresó, el hombre se quedó cerca de la puerta de su compartimiento. Una joven le pasó cerca, cerca y le sonrió, como para excusarse por destrozar su intimidad que se tambaleaba. Él respondió con la sonrisa.
La primera vez que el hombre había engañado a su mujer lo había hecho porque era inevitable, fácil, halagador. Los sentimientos de culpa y la adrenalina habían entrado directos en su cabeza. La segunda y la siguiente lo había hecho por los mismos motivos. La verdad es que se enamoraba siempre un poco, se lo creía, quería creérselo, porque saborear carne nueva no es una experiencia liberatoria, se decía, pero saber que se encontraba completamente dentro de una mujer si, y mucho.
Y por eso la había traicionado siempre con la esperanza de adentrarse en otra dimensión, de encontrarse mágicamente en la página de las soluciones, con sus sueños descodificados por alguien más bravo que él.
Había traicionado malamente, de forma acientífica, proponiendo excusas imposibles de proponer, y sin embargo su mujer no se había dado cuenta o hacía como que no veía.
Quizás se había comportado como un estratega del siglo XVIII, un samurai prudente, como una reina de oriente que conoce la regla del campo de batalla, los enfrentamientos sacrificables y la gran guerra, por vencer
Y también en esto se asentaba su modernidad evolucionada, su esbelta superioridad de raza o aquella que era la enésima lección para él.
O quizás todo era más sencillo y mucho más doloroso: ella era una mujer que amaba y tenía miedo y aquella falsa distracción, aquella dulce cobardía, no era más que su armadura, su escudo para defenderse del mal que él le causaba.

Dentro de las vísceras de la serpiente de hierro, el hombre vio de nuevo cada fotograma de aquel momento: el tráfico, las sillas de metal, la chaqueta arrugada, las palabras soltadas sin respirar.
Luego el silencio y aquel gesto propio de las morenas, de abotonarse y esconderse, y en un instante emprender un mecanismo de limpieza de todo lo que era juntos, un proceso de cancelación, pixel después de pixel, no solo de la historia, sino también de una parte de ellos.
Él no había dicho las bonitas palabras importantes que había pensado y vuelto a pensar, aquellas que podían ser el comentario digno de una historia tan importante.
Había pronunciado una frase escasa, primitiva, digna de un estudiante que está de excursión de fin de curso: …entonces, es mejor dejarlo…
Y ella, después de asegurarse que él estaba convencido, ¿estás convencido?, había dicho algo, palabras susurradas pero decididas a permanecer para siempre:
-Te deseo lo mejor. Y también lo deseo para mi.
Luego se había levantado.
El hombre la veía todavía caminar rápidamente en medio del tráfico. Luego, unos metros más tarde, la vio detenerse de repente y abrir el bolso. Los coches pasaban a su lado, las motos aceleraban, la ciudad jadeaba y ella, imprudente, se detenía en medio del camino para registrar dentro de la bolsa.
Pasó un tranvía y él no la volvió a ver más.
Con los ojos, el hombre entró dentro de su cabeza y apartó el tranvía con un dedo: la vio cómo sacaba del bolso un pañuelo de papel completamente destrozado y él dejaba sus lágrimas, las últimas dedicadas a él.

El tren, casi al alba, entró en la estación.
El hombre se asomó a la ventanilla.
Vio las aceras conocidas, los andenes, y detrás el edificio bajo de la estación, las suaves colinas, los pueblos medievales con sus torres derrumbadas.
Respiró y pensó lo que pensaba siempre cada vez que llegaba a casa, que no quería estar allí, que había hecho bien marchándose tantos años antes, que también aquel, como otros lugares, no era el suyo, no era para él.
Que todavía tenía que buscar.
Su padre le estaba esperando, la vieja mano enérgica ondeando hacia la ventanilla.
El hombre cerró de nuevo los ojos y metió los puños dentro del bolsillo de los vaqueros. Ella que se detiene de golpe en medio del tráfico y rebusca en su bolso.
Sus lágrimas.
Ninguna palabra.
Lo mejor para ti.
Lo mejor para mi.

Como cuando se pasa de un zoom muy rápido a un lento piano americano, las sillas de metal y el bar se habían alejado, transformándose en un fondo desenfocado.
La mujer había dado unos veinte pasos alejándose del círculo magnético de aquel adiós, cuando el móvil mandó una señal acústica.
Se detuvo de golpe, abrió el pequeño bolso y, con los ojos velados por una ligera emoción leyó el mensaje.
-¿Amor se lo has dicho? ¿Cómo se lo ha tomado?

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