No puedes besar a quien quieras
No puedes besar a quien quieras (Sandrine Revel y Marzena Sowa, La Cúpula, 2014)
Por Gema Nieto @GemaNieto81
Un suceso cotidiano en una sociedad dictatorial puede convertirse en el peligroso desencadenante de sospechas y represalias. Actos inocentes se transforman sin querer en soflamas propagandísticas, heroicidades no buscadas o absurdos disparatados que sólo pueden explicarse en el marco fanático de un gobierno represivo. El miedo se mete en la intimidad de las casas y las alcobas mientras los ciudadanos intentan sobrevivir añorando una normalidad que nunca se hace plena, unos enseñando a sus hijos a burlar con astucia los tentáculos del régimen y a no traicionar la justicia de las causas más cotidianas («miente a todos menos a ti mismo», «ve y oye todo pero no digas nada», «guarda siempre silencio por tus amigos»), otros, serviles e hipócritas, favoreciendo esa misma represión de la que se nutren las dictaduras, viviendo sólo de puertas hacia adentro y encontrando placer culpable en aquello mismo que prohíben, desahogando su frustración y remordimientos en el adoctrinamiento feroz a los niños y aplicándoles la máxima de que si ellos mismos no pueden besar a quien quieran, entonces nadie puede. Porque ni siquiera los niños (especialmente, diríamos, los niños) están exentos de ese miedo ni son ajenos a ese ambiente en el que todo, incluso un poema o un dibujo, es motivo de sospecha para el ojo vigilante del régimen. Y todo, en consecuencia, es causa generadora de paranoia hostil en una población que debe hacer emerger por encima de ella su solidaridad y su sentido común, porque sólo de esa manera se puede vivir sin volverse loco.
Los pequeños protagonistas de No puedes besar a quien quieras aprenden que la vida en su país entraña riesgos y que deben crecer sin hacer preguntas, sin resultar sospechosos, pero intuyen una verdad oculta sin la cual es más cómodo y fácil vivir pero que alguien ya ha vislumbrado y conoce. Y empiezan a aprender también que aunque sean necesarias vidas paralelas para poder soportar el terror omnipresente, es más seguro confiar en nuestras pequeñas verdades para no traicionarnos y quedarnos definitivamente perdidos. Lo auténticamente peligroso no es perder de vista esa gran verdad que deslumbra o ciega sino la verdad de nuestro corazón, quiénes somos, escrita en un avión de papel con la pequeña, disidente, esperanza en la libertad que otorga la ficción. «Escribo por mi libertad. Escribir me da libertad», dice el padre del niño protagonista en un momento de clarificadora epifanía. Una pequeña verdad en la que ampararnos cuando todo está prohibido, el «yo sé quién soy» de don Quijote contra la locura y la necedad, la necesidad (más aún, la obligación) de abrazar nuestra identidad como máxima expresión de resistencia. Ya no únicamente atravesar el miedo y encontrar la libertad en los actos más pequeños ―inventar un cuento para dormir a un niño, pintarse las uñas, desear la primavera más allá del eterno invierno ruso―, sino, en palabras de John Barth, «conformar y atrapar cada uno su alma, y entonces asirla con firmeza, o si no, quedarse diciendo incoherencias en un rincón: cada cual ha de elegir a sus dioses o a sus demonios sobre la marcha, inscribir su propio nombre en el universo y declarar: “¡Éste soy yo y el mundo es de tal manera!”. Es necesario afirmarse, afirmarse, afirmarse, abrazar nuestra identidad pese a las luces cambiantes bajo las cuales nos aparecemos, o de lo contrario salir gritando como un loco. ¿Qué otro camino queda?».