La isla mínima (2014), de Alberto Rodríguez
Por Jordi Campeny.
Uno, que es raro, tiene a veces la sensación de que lo impecable es sospechoso, y no necesariamente virtuoso. Cuando algo (en este caso, una obra cinematográfica) reúne todas las virtudes (solidez narrativa, argumento hipnótico, atmósfera, guión, interpretaciones, fotografía, inteligencia, pulso, temperatura, enjundia, entretenimiento y un largo etcétera), se acerca peligrosamente a lo objetivamente perfecto. Y uno se lo mira con recelo, puesto que tiende, ante la aplastante imperfección de la vida, a recelar de todo aquello que roza la perfección, que no admite debate, que no deja ninguna puerta abierta a la discusión, ninguna grieta. Que, en cierto modo, carece de riesgo.
La isla mínima parece una película perfecta. Narra la historia de dos policías, ideológicamente opuestos, que, tras ser expedientados, acuden a un remoto pueblo andaluz para investigar la desaparición de dos chicas adolescentes. En una comunidad anclada en el pasado, se verán envueltos en una negrísima historia criminal y deberán enfrentarse a un feroz asesino.
Alberto Rodríguez, solvente director que firmó las aplaudidísimas 7 vírgenes (2005) y Grupo 7 (2012), construye aquí la que es, sin duda, su mejor película. En cada plano, en cada giro, en cada sutil uso de la banda sonora (unos acordes de guitarra muy a lo González-Iñárritu), en cada golpe de efecto, en el ritmo, en la dosificación de la información… hay una indesmayable voluntad por absorber inteligentemente al espectador y por acabar creando una obra redonda, muy sólida e incuestionable.
Son múltiples los elementos de la película que no admiten discusión. Es un thriller (o drama criminal) crepuscular, magníficamente rodado (estos memorables planos cenitales, casi irreales, que consiguen que la trama respire, junto con el espectador, y nos muestran a vista de pájaro unos escenarios que por momentos recuerdan a los de Mud, de Jeff Nichols) y extraordinariamente interpretado por Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez (quien se alzó, este último, con la Concha de Plata al mejor actor en el último Festival de cine de Donosti). La película cuenta con una inmejorable realización, una riquísima textura y una sublime fotografía (también premiada en el certamen donostiarra). Es una película con alma, cuerpo y profundidad. Es entretenimiento, sí, pero también hurga en el interior del alma humana y nos muestra sus despojos. No es un thriller histérico al uso, con constantes golpes de efecto, fácil y digerido de antemano. Es un poco lo contrario. La película avanza con convicción y va dando paulatinamente información al espectador; éste tiene que ir colocando piezas. Y lo hace, hasta que en la secuencia final se nos ofrece una última pieza para completar el puzzle. Y puede que al espectador no le resulte tan fácil saber exactamente cómo encajarla. Es un divertimento (a pesar de su dureza y negritud) inteligente; dos términos a veces incompatibles. Es una película que respeta al espectador.
La isla mínima nos sitúa en la Andalucía de principios de los ochenta, en unos tiempos en que el país empezaba a vislumbrar un poco de luz tras tantos años negros. La mentalidad de algunos, no hace falta ni apuntarlo, seguía siendo profundamente abyecta y antidemocrática. Los episodios de sucesos y crímenes eran frecuentes, y los métodos para investigarlos y combatirlos, a menudo poco ortodoxos. Alberto Rodríguez narra con pulso firme una historia muy cruda que podría prestarse al sensacionalismo más barato. Sin embargo, y siendo explícito en ocasiones, consigue evitarlo con elegancia. La película es absorbente y autoconvencida de sí misma; consigue activar los mecanismos intelectuales del espectador, entretenerle y, a su vez, revolverle el estómago.
Resulta casi imposible ponerle objeciones a la cinta. Todos y cada uno de los mimbres que la conforman son sólidos, eficaces y difícilmente cuestionables. El recibimiento por parte del público y, sobre todo, de la crítica, ha sido más que entusiasta, llegando a tildarla, en más de una ocasión, de obra maestra. Puede ser. Sin embargo, a uno, que acostumbra a vibrar con obras más polémicas, imperfectas y que dejan mucho más espacio para la controversia y el debate, la película le ha gustado, entretenido y hecho pensar. Sí. Pero en ningún caso apasionado. Y cuando la recuerda, las piezas de la trama se le van diluyendo por los recovecos de la memoria. Sin embargo, permanecen las localizaciones, crepusculares y bellísimas, de las marismas del Guadalquivir.
Vale la pena ir a verla. Me ha gustado mucho.
Vale la pena ir a verla
Simplemente sublimé