No hay paraíso: “Todo se desmorona”, de Chinua Achebe
Por Ignacio González Orozco.
Wole Soyinka –premio Nobel de Literatura en 1986– y Chinua Achebe son los dos buques insignia de una literatura nacional, la nigeriana, muy poco difundida en el mundo de lengua hispana.
El autor que nos ocupa, fallecido en fecha reciente (murió en marzo de 2013, a la edad de 82 años), fue bautizado como Albert Chinualumogu Achebe por unos padres que habían alcanzado una sincrética entente personal entre la religión anglicana y las viejas costumbres y tradiciones de la etnia igbo. Puede decirse así que el futuro escritor nació escindido, entre dos mundos que pugnarían por acaparar parcelas de influencia en su peculiar visión de la vida, al tiempo que enriquecían con su lucha una obra literaria inflamada de espíritu crítico hacia cualquier concepción dogmática del mundo.
Todo se desmorona (1958) es la obra más conocida de Achebe. Como explicaba el propio autor, surgió en respuesta a una narración clásica de la literatura colonialista británica, Mister Johnson (1939) de Arthur Joyce Lunel Carey (1888-1957), soldado y administrador en Nigeria entre 1910 y 1920. Esta novela esbozó un retrato denigrante de los nativos africanos, propio de las antiguas películas de Tarzán: ignorantes, zafios, crueles… Achebe se propuso contradecir a Carey mostrando el rico patrimonio cultural de su pueblo, el igbo, y resultado del empeño fue Things Fall Apart (título original de la novela, tomado de un poema de William Butler Yeats, The Second Coming).
La acción se desarrolla en Umuofia, una aldea ficticia del sudeste de Nigeria; a finales del siglo XIX, cuando la región fue cristianizada por misioneros británicos, episodio que aparece en la parte final del relato. A lo largo de la historia asistimos al creciente protagonismo social de Okonkwo, guerrero y campeón de lucha, pero también hombre de observancia, todo un baluarte de las tradiciones de su raza… Lo cual no resulta extraño, ya que gracias a ellas goza de estatus social y pública admiración: “Tal como dice nuestra gente, el que honra al grande prepara el camino de su propia grandeza”. La cúspide de su triunfo personal coincidirá con la caída del mundo que lo ha encumbrado, y del cual es devoto.
Que nadie se engañe: no se trata de un relato de asunto estrictamente biográficouna novela de formación a la usanza habitual de las historias protagonizadas por héroes (Okonkwo lo es, y como sus homólogos homéricos aparece tan repleto de vicios como de defectos). A pesar del eclipsamiento de los personajes secundarios, Todo se desmorona puede considerarse una crónica etnográfica; el verdadero protagonista recae sobre los igbos –ejemplificados, sí, en la figura de Okonkwo– y su cultura ancestral. Por eso, la primera y más larga de las tres partes de la novela se ciñe a la vida cotidiana del clan, y en sus páginas comprobamos que toda la rutina de los días y las estaciones está meticulosamente pautada por las exigencias de reproducción material de la sociedad (el ciclo agrario).
A falta de escritura, el cúmulo de saberes inveterados se transmite mediante una literatura oral de carácter aforístico, rica en conclusiones prudenciales y esmaltada con giros poéticos que muestran la capacidad creativa de la cultura aborigen, propensa a metáforas, adagios y fábulas (lo cual da prueba de su complejo mundo simbólico). Por ejemplo, cuando leemos que los igbo “valoran mucho el arte de la conversación y los proverbios son el aceite de palma con el que se comen las palabras”.
Entre las características de esa cultura figura el encantamiento del mundo, que diría Max Weber. Una perspectiva en que realidad y fantasía están íntimamente entreveradas, hasta confundirse: “La tierra de los vivos no estaba muy lejos del reino de los antepasados. Había un ir y venir entre los dos mundos, sobre todo en las fiestas y también cuando moría un anciano, porque los ancianos estaban muy cerca de los antepasados. La vida de un hombre desde el nacimiento hasta la muerte era una serie de ritos de paso que le acercaban cada vez más a sus antepasados.” El respeto a esos rituales religiosos –y por lo tanto, a la norma moral derivada de ellos– confiere al individuo una identidad grupal, la más fuerte de todas; el sentido del honor depende de la fidelidad a los rasgos distintivos del colectivo, y en ciertos supuestos exige conductas de aniquilamiento (por ejemplo, la muerte de dos gemelos recién nacidos, considerada una “ofensa para el país”). Los igbo no son insensibles a tamaño horror, pero el dolor íntimo que genera esa crueldad se restaña con la conciencia del deber (quien así obra, cree hacerlo por una necesidad superior, no por maldad), y aquí no hay antígonas que valgan, el conflicto entre sentimiento y ley se resuelve moralmente a favor de la segunda.
De modo que los habitantes de Umofia viven en un equilibrio social validado por los siglos y sancionado por sus creencias religiosas, cuando de pronto aparecen los blancos con su nueva religión. Surge entonces el conflicto, que es fruto del despotismo colonial, de por sí abyecto, pero agravado en el espacio íntimo del odio por la desconfianza de los nativos hacia lo ajeno. Porque ya se dijo que Achebe describe como un etnógrafo el mundo de sus ancestros, mas no por ello los absuelve de todo pecado. Piénsese que el autor nigeriano, educado por los colonizadores británicos, nunca cayó en la ingenuidad de caracterizar a su héroe Okonkwo como arquetipo del buen salvaje, ni practicó tampoco la complacencia con la andadura de su país (“Europa nos concedió la independencia y acto seguido empezamos a menoscabarla”, se dolió públicamente el autor, a pesar de su ferviente anticolonialismo). Por ello, no hay ni un solo atisbo de nostalgia precainita en esta novela. Sus páginas muestran que la antigua cultura igbo era muy poco libertaria, dado su énfasis en el sometimiento de las gentes vulgares a los prohombres; y cómo esos parias de la tierra africana acogieron con esperanza el mensaje de igualdad del cristianismo y se sumaron al partido de los misioneros: “Ninguno de sus conversos era un hombre cuya palabra tuviese peso en la asamblea del pueblo. Ninguno de ellos era un hombre de título. Eran casi todos de los que llamaban efulefu, hombres inútiles, ignorantes. El símbolo del efulefu en el lenguaje del clan era el hombre que vendía el machete y llevaba la vaina al combate.”
La moraleja de la novela es que todo orden genera sus descontentos y sus oprimidos, y que estos son los más proclives a la novedad ideológica, actuando como gérmenes de disolución de las bases normativas de sus sociedades y culturas originarias. Así el caso de los conversos; y entre ellos, de Nwoye, el hijo mayor de Okonkwo, que vive traumatizado tras la muerte de su hermano adoptivo, decidida por el clan, y de los gemelos de Obieku.
Reconoce el propio Okonkwo –que es hombre juicioso, aunque rígido de convicciones– en referencia al misionero James Smith: ”Nosotros decimos que él es un necio porque no entiende nuestras costumbres y tal vez él diga que nosotros somos unos necios porque no conocemos las suyas. Dile que se vaya.” Lo cual no es un ejemplo de resignada coexistencia, sino muestra de la parálisis comunicativa y falta de consideración –y de curiosidad también– que tantas veces conduce a la aversión.
Me parece bueno el caomentario, sin embargo el apellido del autor de “Mister Johnson” no es Carey, sino “Cary”.