Degustando la locura con nostalgia de un posible plato gourmet
Por Raimundo Morte
La alegría de abordar un texto del gusto del director se ve reflejada en la adaptación dramatúrgica y propuesta de dirección del Woyzeck de Georg Büchner que Marc Rosich nos trae a la Sala Beckett hasta este domingo. Un plato minuciosamente cocinado transcurre de inicio a fin de la obra, preparado específicamente para la compañía “Parking Shakespeare” por un Marc Rosich fino en la técnica y en la composición dramatúrgica, que juega y se divierte haciéndolo como lo hace quien le gusta su juguete, con una puesta en escena de una gran precisión.
Woyzeck es una obra precursora del expresionismo alemán que se estrenó en 1913 por primera vez y desde entonces se han conocido muchas versiones. Marc Rosich nos presenta su adaptación, dejando una clara marca personal. En ella, es posible vivir dentro de un tema desgarrador, una experiencia estéticamente agradable, desde la dirección de arte, con la apuesta por vestuarios contemporáneos en una gama mayormente tierra, donde el uniforme militar está en los calzados deportivos, en contraste con la no literalidad del uniforme gris de los soldados, el uso de la profundidad amplia del espacio teatral siguiendo el sentido dramatúrgico, los movimientos limpios y claros en escena que dibujan mapas de significado, las transiciones y combinaciones de escenas inteligentes, hasta el trazado de la música que va cosiendo con sutileza, o cocinando como le gusta decir a Marc una estructura sólida.
En una puesta en escena tan sintética, nos llaman especialmente la atención los logotipos de Moritz y Munich, presentes durante toda la función, gobernados por dos letras tan pregnantes, que son elementos altamente atractivos a la vista, y en algún punto pueden desviar la atención del mensaje que la propia obra quiera transmitir (sin obviar la realidad teatral de la ciudad, que obliga a esponsorizar obras sometiendo la vista del espectador a las propias marcas que hacen realidad los proyectos).
Especialmente acertada e interesante es la música, con una calidad sonora de “cinta de Ludwig Van Beethoven” de la “Naranja Mecánica”, acompaña, hilvana y ambienta con nanas propias de la región, en un formato electrónico, que están presentes siempre de una forma acertada y que nos transportan eficientemente a la atmósfera que el director propone.
No podemos dejar de lado tampoco, el metalenguaje de Woyzeck, que asoma en diversos momentos, generando un lugar donde somos agradablemente invitados a convivir con los actores de forma muy directa. El inicio donde los actores están en su camerino sin paredes, esperándonos. Éstos, repetidas veces buscando la participación e integración directa del público, con miradas, con su posicionamiento espacial o con alusiones directas, que incluyen señalar con el dedo a personas puntuales que se integran en la acción de la historia. Como si los personajes que faltan de la obra pudieran estar sentados en cualquiera de las butacas, esperando a participar. Woyzeck en un monólogo al final de la obra hablando posiblemente desde el actor Carles Gilabert. Éstas aproximaciones que dotan a la propuesta de otros niveles de lectura siempre son de agradecer, acompañando a la reflexión que el propio texto trae con unas dosis de cuestionamiento de la realidad.
La obra está escrita desde un lugar donde, partiendo del hecho que es la primera obra literaria en alemán con personajes de la clase trabajadora, indudablemente se da una visión sobre la jerarquía social, y más particularmente sobre la peligrosidad del loco como persona que muestra la realidad del mundo sin filtros ni concesiones. Woyzeck bebe de la sabiduría de la naturaleza, pero es recibido como una aberración que en plena incursión a la época industrial, ha de ser descartada por higiene. Siendo la locura un eje vertebrador, se echa en falta una progresión más sutil de la misma, para comprender el alejamiento progresivo de su entorno aparentemente cuerdo. En todo momento Franz Woyzeck es juzgado, sujeto de análisis, y ese loco de un pueblo alemán es fácilmente trasladable a todo ánimo de generar un cambio en nuestro entorno, contextualitzable a día de hoy.
Aún así, dentro de la cocción, quedó crudo uno de los platos principales, ya que es una lástima que ésta elaboración conceptual y estética no sea secundada al mismo nivel por la globalidad y profundidad del trabajo actoral. Y lo es porque el texto ofrece esa oportunidad, y las reglas de juego establecidas serían un perfecto terreno de juego. Y no porque no haya una voluntad de entrega en el trabajo de la compañía, la cual lo hace desde el minuto 0, sino más bien por el compromiso de abordar cada milímetro de la dramatúrgia desde la entraña. Pese a que se recibe que la propuesta tiene un tono lejos de la oscuridad, confirmado por las palabras del propio director en la clase magistral previa, la posibilidad de que en el trabajo actoral apareciese desde la víscera, desde las profundidades de la humanidad de cada uno, pudiendo tocar al espectador en más ocasiones que en los contados momentos como son la ingestión de agujas, algunos momentos del delirio cientifista del profesor, la mirada inocente del bebé o el enfoque de la locura de Franz, que sí tocan ese lugar particular desde el acercamiento que ellos le han dado, quedando el resto de propuestas como un acercamiento más bien formalista, pueden dejar con el regusto de una placentera degustación que potencialmente podría llegar a ser un plato gourmet.
Fotografía | Cedida por la Sala Beckett
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