Costa da Morte (2013), de Lois Patiño
Por Miguel Martín Maestro.
Al final, a veces, quien busca encuentra. Por fin se estrenó esta película tan reconocida internacionalmente y tan alabada dentro de los círculos más pendientes de la calidad que de las taquillas de nuestro cine. Y no voy a ser yo quien reste un ápice de laurel a tan arriesgada apuesta, arriesgada y victoriosa, porque en la inteligencia y sensibilidad de la composición sobresalen el conocimiento del lugar y las intenciones del director al contarnos una historia de la realidad cotidiana sin necesidad de incorporar ficción alguna.
Poco a poco se consigue ir viendo obras de los nuevos directores gallegos, tan enraizados en lo propio sin caer en el localismo o en la anécdota antropológica. Resulta evidente lanzar conexiones entre esta película y Le quattro volte de Frammartino, no me atrevo a decir que la obra de Frammartino sea seminal de un determinado modo de enfrentarse a la naturaleza, porque seguramente se me hayan escapado multitud de películas que hayan abordado esa relación con anterioridad. También se podría hablar de esta película como la versión rodada en plano general y en espacios abiertos de los Arraianos de Eloy Enciso, o incluso del retrato de un paisaje en el que podrían desenvolverse los personajes de Nana de Valerie Massadian, quedando, por ejemplo, Xurxo Chirro como el más radical en su estética visual.
Los primeros seis minutos de película recogen una parte notable de la esencia de la película, la relación del hombre con la naturaleza, en este caso la relación perniciosa, la que en unos minutos u horas acaba con lo que el bosque tarda decenas de años en crear. Una cuadrilla de leñadores del siglo XXI va dejando una parte del bosque sin un solo árbol en pie, las máquinas horadan el suelo y dejan profundas roderas en el barro para llevar todos esos troncos al mar, donde espera el carguero con destino desconocido. En estos planos la cámara de Lois Patiño acerca el objetivo a las personas, nunca hasta un primer plano, también a las máquinas, a las infraestructuras… Como si ese acercamiento revelara que no hay porqué tener respeto a quien acaba con un modo y un medio de vida de manera tan artificial y rápida. Ya sean explotaciones forestales, canteras, puertos, aerogeneradores o incendios, la mano del hombre es palpable y lacerante en el paisaje, la Costa da Morte también puede estar muriendo sin que nos demos cuenta.
Y sin embargo, cuando retratamos lo más auténtico del paisaje, del entorno, ese mar indomable, esos montes hechos para que, como en el cuadro de Friedrich, nos limitemos a contemplar el horizonte y pensemos en nuestra propia insignificancia, la cámara actúa con un respeto místico. Sólo los micrófonos colocados a los paisanos que andan por el campo, los que pasean por la montaña o los que recogen almeja en la bajamar nos acercan a los personajes sin llegar a adentrarnos en el interior de lo natural. Contemplamos sin inmiscuirnos en el desarrollo normal de las actividades que no dañan, las verdaderas, las de siempre, incluso hasta cuando se cuentan anécdotas miserables de la condición humana la cámara no está tan cerca como la palabra. Nos lo cuenta sin casi ver a las personas, con tomas realizadas a centenares de metros, sin ver caras pero oyendo voces, voces en un entorno natural que no podemos dejar de admirar.
Estas dos líneas transversales, que como una x cruzan el desarrollo de esta película sufren el necesario e inevitable cruce que termina cobrándose un precio en el paisaje. Los bosques pelados, los terrenos horadados, las piezas cobradas sin mayor necesidad que el placer que provoca a determinados hombres cazar, como si así regresaran a la prehistoria, la silueta de la montaña recortada con molinos gigantes y sin ningún Quijote dispuesto a derribarlos, y el incendio, el incendio como ejemplo permanente de la Costa da Morte, el incendio atávico de brujas y meigas, el incendio del desequilibrado, el incendio del aprovechado inmobiliario, el del maderero… el incendio que supone ver esta película con los ojos de quien ya no recuerda que debajo del asfalto está la playa.