Jungla de palabras: «Hombres de maíz», de Miguel Ángel Asturias

Grabados mayas en la cueva de Naj Tunich, en Petén (Guatemala).
Grabados mayas en la cueva de Naj Tunich, en Petén (Guatemala).

Por Ignacio González Orozco.

Quien algo quiere, algo le cuesta, y la novela que ahora tratamos, Hombres de maíz, muy costosa es de leer.

Para empezar, el ejercicio debiera requerir un conocimiento profundo del castellano hablado en el medio rural guatemalteco (no se desanimen por ello, todas sus ediciones, creo, cuentan con un vocabulario específico de la materia). Sumado a lo anterior, la prosa desplegada por Miguel Ángel Asturias exige un esfuerzo de atención tenaz, para no perder la senda de la trama entre la frondosidad ornamental del lenguaje. Además, la estructura de esta historia –o mejor dicho, su concatenación de historias– no es lineal sino circular, como era la concepción del tiempo y la historia entre los antiguos mayas, por lo cual resulta infructuoso rastrear un hilado narrativo convencional. ¿Los he desanimado? No se rindan al abatimiento, tómenselo como un grato reto y sumérjanse en la grandiosa selva de palabras de este eximio creador de imágenes, sin duda uno de los escritores cimeros de la literatura hispanoamericana, aunque no disfrute de la popularidad de otros destacados colegas del subcontinente.

Sirvan de acicate las credenciales del autor. Miguel Ángel Asturias (1899-1974), educado en París, sirvió como diplomático a su país, Guatemala, simultaneando dicha tarea con el estudio concienzudo de los mitos y la cultura mayas, cuya imaginería aleó con fuertes influencias del movimiento surrealista. La versión literaria de tal mixtura iba a convertirlo en precursor del realismo mágico latinoamericano, en obras como Leyendas de Guatemala (1930), El señor presidente (1946) y Hombres de maíz (1949). Pero nada hay en las fabulaciones de Asturias que sea simple esteticismo o sola voluntad de entretener; nítidamente identificado con posiciones de izquierda, su pluma hizo de lo quimérico una alegoría, cargada siempre de denuncia, acerca de la situación política y social guatemalteca. En 1967 recibió el premio Nobel de Literatura.

Desde el primer párrafo, Hombres de maíz entona una canción de amor a la tierra maya y sus pobladores, aunque no se trate precisamente de un epitalamio. Cabría entender la novela como una epopeya, cargada con todas las bellezas y desmanes que el género exige: hay en sus páginas amor, lealtad y camaradería, pero también barbarie, insania y un sentido del honor arcaico, tintado en sangre. A la maldad no se deben, sin embargo, las violencias relatadas; mejor se entienden como pulsiones de supervivencia, condicionadas por el medio natural y social donde acontecen. Tras ellas asoma una ferocidad primitiva, sancionada por la escasez de recursos en un pago al que solo han llegado formalmente los procedimientos legales del mundo moderno, por no hablar de sus promesas de bienestar y justicia. Fíjense si no en esta cita: “Si llueve, ya se ve, hay filosofía. Si no, hay pleito”.

La mayor parte de la narración transcurre en el interior montañoso y selvático de Guatemala, tan solo desbravado por los cultivos de maíz o el espacio de encuentro que representan las aldeas. En algún lugar de la espesura, suspendida fuera del tiempo se oculta la Casa Pintada, una suerte de templo subterráneo al cual solo se accede en estados de conciencia místicos; su naturaleza mistérica evoca la actividad creativa del inconsciente, tema tan caro a los círculos surrealistas que Asturias frecuentó en París. Juntos, los espacios físico y onírico componen el Macondo del autor guatemalteco.

A través de esa naturaleza majestuosa, desdoblada entre la cotidianidad y la magia, deambulan los personajes de la novela, figuras-puente que van cediéndose el protagonismo en una constelación de cuadros dramáticos: el cacique rebelde Gaspar Ilom, el traidor Tomás Machojón, la envenenadora Piojosa Grande, el estólido coronel Godoy (“bueno para la guerra, porque era malo para todo”), los hermanos Tecún, el doliente Goyo Yic, su hijastra-esposa huida María Tecún, el cartero Nicho Aquino, la tabernera Aleja Cuevas, el arriero Hilario Sacayón…

Cuando las peripecias de estas gentes transitan los ámbitos de una conciencia entreverada por lo sobrenatural, la novela se enroca en un estilo barroco y detenido, con predominio de la pintura de ambiente sobre la acción. El barroquismo de Asturias es la música compleja de una dimensión de la vida que se resiste al orden racional. Por el contrario, al adentrarse en las asperezas de lo prosaico, el texto se desovilla en un tratamiento más dinámico, pero sin perder su prurito formal. En cualquier caso, y para expresarse con la deseada intensidad, el autor engarza una gran reata de imágenes, las cuales, aparte de ingeniosas, resultan a menudo insólitas en su riqueza compositiva. Vayan por delante algunos ejemplos: “jaguares vestidos de ojos”, “los grillos contaban las hierbas”, “La muerte es la traición oscura del aguardiente de la vida”, “tu mano de moneda con huesos que dejabas como una limosna más, entre mis manos”, “Las arboledas escapaban en el ruido viajero que producían sus ramas en el viento, como si también fueran fugas”, “Temblaba el Goyo Yic como una flecha ciega en el arco de un gran destino”, “dormían su cansancio de raza vencida”, “pelo de música de flauta de caña”, “se tragó la garganta, igual que una ciudad”, “los quebrados sin agua, donde el barro se arruga y pone año tras año cara de viejo bueno”…

Significación literaria aparte, Hombres de maíz encierra todo un tratado acerca del patrimonio etnográfico de Guatemala: las labores del campo, la cocina popular, los ritos religiosos (tanto cristianos como mayas), la medicina tradicional (a medio camino entre la magia y el saber aforístico), el ocio campesino… También refleja el conflicto entre el ladino (mestizo o indígena culturalmente europeizado, punta de lanza de las nuevas costumbres y usos económicos) y las comunidades mayas apegadas a sus formas de vida tradicionales. Es la lucha entre la tierra que “también es humana” y por donde campa el “nahual” (ánima salvaje de cada individuo que puede corporeizarse en forma de animal), contra la moderna visión del entorno natural como objeto de explotación. Una pugna compendiada en esta reflexión sobre el maíz: “sembrado para comer es sagrado sustento del hombre que fue hecho de maíz. Sembrado por negocio es hambre del hombre que está hecho de maíz”.

Por encima de sus contradicciones, ambas visiones del mundo –materialista la una, animada la otra– comparten la vivencia del amor como fatalidad que atrae “como un abismo”, y también el poder destructivo del alcohol, gran aliado del anterior (entre otros males de su factura). Al segundo debemos el mordaz capítulo dedicado a los trasiegos de Goyo Yic y Mingo Revolorio, que fueron a mercar una garrafa de guaro (aguardiente de caña) y se la soplaron por el camino, “hasta ver a Dios”; eso sí, pagándose escrupulosamente el trago el uno al otro con las tres monedas que les habían sobrado tras la compra del espíritu, para no perjudicar el negocio común. Un episodio delicioso, digno de Chaucer o Boccaccio, que muestra a la perfección la maestría de Asturias en todos los registros literarios.

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